Jose Rizal

Noli me tángere


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de su mando estropeó diez fracs, otros tantos sombreros de copa y media docena de bastones: el frac y el sombrero de copa en el Ayuntamiento, en Malacañang y en el cuartel; el sombrero de copa y el frac en la gallera, en el mercado, en las procesiones, en las tiendas de los chinos, y debajo del sombrero y dentro del frac, capitán Tiago sudando con la esgrima del bastón de borlas, disponiendo, arreglando y descomponiéndolo todo con una actividad pasmosa y una seriedad más pasmosa todavía. Así que las Autoridades veían en él un hombre, dotado de la mejor voluntad, pacífico, sumiso, obediente, agasajador, que no leía ningún libro ni periódico de España, aunque hablaba bien el español; le miraban con el sentimiento con que un pobre estudiante contempla el gastado tacón de su zapato viejo, torcido gracias á su modo de andar.—Para él resultaban verdaderas ambas frases cristiana y profana de beati pauperes spiritu y beati possidentes y muy bien se le podía aplicar aquella, según algunos, equivocada traducción del griego: ¡‘Gloria á Dios en las alturas y paz á los hombres de buena voluntad en la tierra’! pues, como veremos más adelante, no basta que los hombres tengan buena voluntad para vivir en paz. Los impíos le tomaban por tonto, los pobres por despiadado, cruel explotador de la miseria, y sus inferiores por déspota y tirano. ¿Y las mujeres? ¡Ah, las mujeres! Rumores calumniosos zumban en las miserables casas de nipa12 y se asegura oirse lamentos, sollozos, mezclados á veces con los vagidos de un infante. Más de una joven es señalada por el dedo malicioso de los vecinos: tiene la mirada indiferente y el seno marchito. Pero estas cosas no le quitan el sueño; ninguna joven turba su paz; una vieja es la que le hace sufrir, una vieja que le hace la competencia en devoción, y que ha merecido de muchos curas más entusiastas alabanzas y encomios que él en sus mejores días consiguiera. Entre capitán Tiago y esta viuda, heredera de hermanos y sobrinos, existe una santa emulación, que redunda en bien de la Iglesia, como la competencia de los vapores de la Pampanga redundaba entonces en bien del público. ¿Regala capitán Tiago un bastón de plata con esmeraldas y topacios á una Virgen cualquiera? pues ya está doña Patrocinio encargando otro de oro y con brillantes al platero Gadáunez; que en la procesión de la Naval capitán Tiago levantó un arco con dos fachadas, de tela abollonada, con espejos, globos de cristal, lámparas y arañas, pues doña Patrocinio tendrá otro con cuatro fachadas, dos varas más alto, más colgajos y pelendengues. Pero entonces él acude á su fuerte, á su especialidad, á las misas con bombas y fuegos artificiales, y doña Patrocinio tiene que morderse con sus encías los labios, pues, excesivamente nerviosa, no puede soportar el repiqueteo de las campanas y menos las detonaciones. Mientras él sonríe, ella piensa en su revancha y paga con el dinero de los otros á los mejores oradores de las cinco Corporaciones de Manila, á los más famosos canónigos de la Catedral y hasta á los Paulistas para predicar en los días solemnes sobre temas teológicos y profundísimos á los pecadores que sólo comprenden lengua de tienda. Los partidarios de capitán Tiago han observado que ella se duerme durante el sermón, pero los partidarios de ella contestan que el sermón está ya pagado, y por ella, y en todas las cosas pagar es lo primordial. Ultimamente le anonadó regalando á una iglesia tres andas de plata con dorados, cada uno de los cuales le costará más de tres mil pesos. Capitán Tiago espera que esta anciana acabe de respirar el mejor día ó que pierda cinco ó seis de sus pleitos, para servir solo á Dios; desgraciadamente los defienden los mejores abogados de la Real Audiencia, y en cuanto á su salud, no tiene por donde cogerla la enfermedad: parece un alambre de acero, sin duda para edificación de las almas, y se agarra á este valle de lágrimas con la tenacidad de una erupción de la piel. Sus partidarios tienen la confianza segura de que á su muerte será canonizada, y de que capitán Tiago mismo la ha de venerar aún en los altares, lo que él acepta y promete con tal de que muera pronto.

      Así era capitán Tiago en aquel entonces. En cuanto á su pasado era el hijo único de un azucarero de Malabón, bastante acaudalado, pero tan avaro que no quiso gastar un cuarto para educar á su hijo, por cuyo motivo fué Santiaguillo criado de un buen dominico, hombre muy virtuoso, que procuraba enseñarle todo lo bueno que podía y sabía. Cuando iba á tener la felicidad de que sus conocidos le llamasen lógico, esto es, cuando iba á estudiar lógica, la muerte de su protector, seguida de la de su padre, dió fin á sus estudios, y entonces tuvo que dedicarse á los negocios. Casóse con una hermosa joven de Santa Cruz que le ayudó á hacer su fortuna y le dió su posición social. Doña Pía Alba no se contentó con comprar azúcar, café y añil: quiso sembrar, y compró el nuevo matrimonio terreno en San Diego, datando de ahí sus amistades con el P. Dámaso y D. Rafael Ibarra, el más rico capitalista del pueblo.

      La falta de heredero en los seis primeros años de matrimonio hacía de aquel afán por acumular riquezas casi una censurable ambición, y, sin embargo, doña Pía era esbelta, robusta y bien formada. En vano hizo novenarios; visitó por consejo de las devotas de san Diego á la Virgen de Caysasay en Taal; dió limosnas; bailó en la procesión en medio del sol de Mayo delante de la Virgen de Turumba en Pakil: todo fué en vano, hasta que fray Dámaso le aconsejó se fuera á Obando, y allí bailó en la fiesta de san Pascual Bailón, y pidió un hijo. Sabido es que en Obando hay una Trinidad que concede hijos é hijas á elección: Nuestra Señora de Salambau, santa Clara y san Pascual. Gracias á este sabio consejo, doña Pía se sintió madre... ¡Ay! como el pescador de que habla Shakespeare en Macbeth, el cual cesó de cantar cuando encontró un tesoro, ella perdió la alegría, se puso muy triste y no se la vió ya más sonreír.—¡Cosas de antojadizas! decían todos, hasta capitán Tiago. Una fiebre puerperal concluyó con sus tristezas, dejando huérfana una hermosa niña que llevó á la pila el mismo fray Dámaso; y como san Pascual no dió el niño que se le pedía, le pusieron los nombres de María-Clara en honor de la Virgen de Salambau y de santa Clara, castigando con el silencio al honrado san Pascual Bailón. La niña creció á los cuidados de la tía Isabel, aquella anciana de urbanidad frailuna que vimos al principio: vivía la mayor parte del año en san Diego por su saludable clima y allí fray Dámaso le hacía fiestas.

      María Clara no tenía los pequeños ojos de su padre: como su madre, los tenía grandes, negros, sombreados por largas pestañas, alegres y risueños cuando jugaba, tristes, profundos y pensativos cuando no sonreía. De niña su rizada cabellera tenía un color casi rubio; su nariz, de un correcto perfil, ni era muy afilada ni chata; la boca recordaba la pequeña y graciosa de su madre con los alegres hoyuelos de las mejillas; su piel tenía la finura de una capa de cebolla y la blancura del algodón al decir de sus enloquecidos parientes, que encontraban el rasgo de paternidad de capitán Tiago en las pequeñas y bien modeladas orejas de María-Clara.

      En los países meridionales, la niña á los trece ó catorce años se hace mujer, como el capullo de la noche, flor á la siguiente mañana. En ese periodo de transición, lleno de misterios y romanticismo, entró María Clara por consejos del cura de Binondo en el Beaterio de Santa Catalina para recibir de las monjas la severa educación religiosa. Con lágrimas se despidió del padre Dámaso y del único amigo con quien había jugado en su niñez, de Crisóstomo Ibarra, que después partió también para Europa. Allí, en aquel convento que se comunica con el mundo al través de una doble reja, y todavía bajo la vigilancia de la Madre Escucha, vivió ella siete años.—Cada