el Sacristán mayor de Antipolo, y que, cuando se enfada, se pone negra como el ébano, y á que las otras Vírgenes son más blandas de corazón, más indulgentes: sabido es que ciertas almas aman más á un rey absoluto que á uno constitucional; díganlo Luis XIV y Luis XVI, Felipe II y Amadeo I. Por esta razón acaso se debe el verse también, en el famoso santuario andar de rodillas á moros infieles y hasta españoles; sólo que no se explica el por qué se escapan los curas con el dinero de la terrible Imagen, se van á América y allá se casan.
Aquella puerta de la sala, oculta por una cortina de seda, conduce á una pequeña capilla ú oratorio, que no debe faltar en ninguna casa filipina: allí están los dioses lares de capitán Tiago, y decimos dioses lares, porque este señor más bien estaba por el politeismo que por el monoteismo, que jamás había comprendido. Allí se ven imágenes de la Sagrada Familia con el busto y las extremidades de marfil, ojos de cristal, largas pestañas y cabellera rubia rizada, primores de la escultura de Santa Cruz. Cuadros pintados al óleo por los artistas de Paco y Hermita, representan martirios de santos, milagros de la Virgen, etc.; Santa Lucía mirando al cielo y llevando en un plato otros dos ojos con pestañas y cejas, como los que se ven pintados en el triángulo de la Trinidad ó en los sarcófagos egipcios; san Pascual Bailón, san Antonio de Padua con hábito de guingón4, contemplando lloroso á un Niño Jesús vestido de Capitán general, tricornio, sable y botas como en el baile de niños de Madrid: esto para el capitán Tiago significaba que aunque Dios añadiese á su poder el de un Capitán general de Filipinas, siempre jugarían con él los franciscanos como con una muñeca. Vénse también un san Antonio Abad con un cerdo al lado, cerdo que para el digno capitán era tan milagroso como el santo mismo, por cuya razón no se atrevía á llamarle cerdo, sino criatura del santo señor san Antonio; un san Francisco de Asís con siete alas y el hábito color de café colocado encima de un san Vicente que no tiene más que dos, pero en cambio lleva un cornetín, un san Pedro Mártir con la cabeza partida con un talibón5 de malhechor, empuñado por un infiel puesto de rodillas, al lado de un san Pedro que corta la oreja á un moro, Malco sin duda, que se muerde los labios y hace contorsiones de dolor, mientras un gallo sasabungin6 canta y bate las alas sobre una columna dórica, de lo cual deducía capitán Tiago que para ser santo lo mismo era partir que ser partido. ¿Quién puede enumerar aquel ejército de imágenes y decir las cualidades y perfecciones que allí se atesoran? ¡No tendríamos bastante con un capítulo! Sin embargo, no pasaremos en silencio un hermoso san Miguel de madera dorada y pintada, casi de un metro de altura: el arcángel, mordiéndose el labio inferior, tiene los ojos encendidos, la frente arrugada y las mejillas de rosa; embraza un escudo griego y blande en la diestra un kris joloano, dispuesto á herir al devoto ó al que se acerque (según se deduce de su actitud y mirada) más bien que al demonio rabudo y con cuernos que hinca los colmillos en su pierna de doncella. Capitán Tiago no se le acercaba jamás temiendo un milagro. ¿Cuántas y cuántas veces no se ha animado más de una imagen, por peor tallada que fuese como las que salen de las carpinterías de Paete7, para confusión y castigo de los pescadores descreidos? Es fama que tal Cristo de España, invocado como testigo de promesas de amor, asintió con movimiento de cabeza delante del juez, que otro Cristo se desclavó el brazo derecho para abrazar á santa Lutgarda ¿y qué? ¿no había él leido un librito, publicado recientemente sobre un sermón mímico, predicado por una imagen de santo Domingo en Soriano? El santo no dijo una sola palabra, pero de sus gestos se dedujo ó dedujo el autor del librito que anunciaba el fin del mundo8 No se decía también que la Virgen de Luta del pueblo de Lipa tenía una mejilla más hinchada que la otra, y enlodados los bordes del vestido? ¿No es esto probar matemáticamente que las sagradas imágenes también se dan paseos sin levantar el vestido y hasta padecen dolores de muelas, acaso por causa nuestra? No había él visto por sus propios ojitos á los Cristos todos en el sermón de las Siete Palabras mover y doblar la cabeza á compás de tres veces, provocando el llanto y los gritos de todas las mujeres y almas sensibles destinadas al cielo? ¿Más? Nosotros mismos hemos visto al predicador enseñar al público, en el momento del descenso de la cruz, un pañuelo manchado de sangre, é íbamos ya á llorar piadosamente, cuando, para desgracia de nuestra alma, nos aseguró un sacristán que aquello era broma: era la sangre de una gallina, asada y comida incontinenti á pesar de ser Viernes santo... y el sacristán estaba grueso. Capitán Tiago, pues, á fuer de hombre prudente y religioso, evita aproximarse al kris de san Miguel;—¡Huyamos de las ocasiones! decía para sí; ya sé que es un arcángel, pero ¡no, no me fío, no me fío!
No pasaba un año sin concurrir con una orquesta á la opulenta romería de Antipolo: entonces costeaba dos misas de gracia de las muchas que forman los tres novenarios y los otros días en que no hay novenarios, y se bañaba después en el renombrado batis ó fuente, donde la misma sagrada Imagen se bañara. Las personas devotas ven aún la huella de los pies y el rastro de los cabellos en la dura peña, al enjugarlos, precisamente como una mujer cualquiera que gasta aceite de coco, y como si sus cabellos fuesen de acero ó de diamante, y pesase mil toneladas. Nosotros desearíamos que la terrible Imagen sacudiese una vez su sagrada cabellera á los ojos de estas personas devotas, y les pusiese el pie sobre la lengua ó la cabeza.—Allí, junto á esa misma fuente, capitán Tiago debe comer lechón asado, sinigang de dalag con hojas de alibambang9 y otros guisos más ó menos apetitosos. Las dos misas le venían á costar algo más de cuatrocientos pesos, pero resultaban baratas si se ha de considerar la gloria que la Madre de Dios adquiere con las ruedas de fuego, cohetes, bombas y morteretes ó bersos como allí se llaman, si se han de calcular las grandes ganancias, que, merced á estas misas, había de conseguir en el resto del año.
Pero Antipolo no era el único teatro de su ruidosa devoción. En Binondo, en la Pampanga y en el pueblo de san Diego, cuando tenía que jugar un gallo con grandes apuestas, enviaba al cura monedas de oro para misas propiciatorias, y, como los romanos que consultaban sus augures antes de una batalla dando de comer á los pollos sagrados, capitán Tiago consultaba también los suyos con las modificaciones propias de los tiempos y de las nuevas verdades. Él observaba la llama de las velas, el humo del incienso, la voz del sacerdote etc., y del tono procuraba deducir su futura suerte. Es una creencia admitida que capitán Tiago pierde pocas apuestas, y éstas se deberían á que el oficiante estaba ronco, había pocas luces, los cirios tenían mucho sebo, ó que se había deslizado entre las monedas una falsa, etc., etc.: el celador de una cofradía le aseguraba que aquellos desengaños eran pruebas, á que le sometía el cielo para asegurarse más de su fe y devoción. Querido de los curas, respetado de los sacristanes, mimado por los chinos cereros y los pirotécnicos ó castilleros el hombre era feliz en la religión de esta tierra, y personas de carácter y gran piedad le atribuyen también gran influencia en la Corte celestial.
Que estaba en paz con el Gobierno, no hay que dudarlo, por difícil que la cosa pareciese. Incapaz de imaginarse un pensamiento nuevo, y contento con su modus vivendi, siempre estaba dispuesto á obedecer al último oficial quinto de todas las oficinas, á regalar piernas de jamón, capones, pavos, frutas de China en cualquiera estación del año. Si oía hablar mal de los naturales, él, que no se consideraba como tal, hacía coro y hablaba peor; si se criticaba á los mestizos sangleyes10 ó españoles, criticaba él también acaso porque se creyese ya ibero puro. Era el primero en aplaudir toda imposición ó contribución, máxime cuando olía una contrata ó un arriendo detrás. Siempre tenía orquestas á mano para felicitar y dar enfrentadas11 á toda clase de gobernadores, alcaldes, fiscales, etc., etc., en sus días, cumpleaños, nacimiento ó muerte de un pariente, en cualquiera alteración, en fin, de la monotonía habitual. Encargaba para esto versos laudatorios, himnos en que se celebraba al suave y cariñoso gobernador, valiente y esforzado alcalde