como enjuagadas en cloro, dan esa impresión. De repente estoy ya en la calle y miro en plan levante desde la otra acera. La salida de las discotecas gais suele parecer la entrada de una fiesta de famosos con alfombra roja: todas las miradas se concentran en la puerta a ver si ese que sale es el que llevarás a casa. Me llama la atención ver a un hombre tan guapo saliendo solo de una discoteca. Intento saludarlo, al desconocido. El cerebro da la orden, pero la lengua no la cumple. Lengua indisciplinada, habrá que castigarla. Pero, ¿cómo? ¡Qué ebrio está el barco! El sol ya coquetea con la mañana. ¿Irme al hotel? ¡Ni de fundas! ¿A qué, si me sobran pepas en el bolsillo?
Quería más, más, más y no dormir hasta cuando el cuerpo finalmente cayera dos metros bajo tierra. Además, ¿cuál es el afán, si en casa nadie me espera? Así que, sin darme cuenta, sin proponérmelo, los pasos me llevan hasta la calle Casanova y pienso que la culpa la tienen los pies, que conocen caminos que no deberían recorrer. Sobre la esquina achaflanada, la puerta del sauna. La fila para ingresar supera los cien metros, pero no soy el último: pronto llegan más. Tardo más de media hora y pienso: “La pepa va a estallar y no quiero caer dormido en el andén”. ¿Cuánto tiempo puede ponerse en pausa una pepa? Me asaltan otras preguntas filosóficas y le pido al universo que conspire y detenga el efecto mientras sueño con la ducha. La piel caliente, sudorosa, y el agua helada resbalando sobre ella. Sueño de pie: el tiempo pasa a marcha lenta y termina el mundo, y yo allí, todavía, bajo la ducha. Finalmente logro entrar al lugar. Me desnudo. Y nomás.
Cuando despierto oigo gritos a mi alrededor, gente que corre en chanclas y toalla de un lado a otro, pero lo que realmente afecta mi sueño son las luces encendidas. Necesito total oscuridad para poder dormir: así es la fotofobia, hasta la luz de una luciérnaga me despierta. Levanto la cabeza de la banca frente al televisor. Dos hombres cruzan frente a mí vestidos de enfermeros. Llevan en sus manos una camilla. Sigo atortolado y no me muevo, echado allí como un oso dormilón. Sale más gente de allá, de donde antes provenían los gritos y de donde ahora se oye un angustiante y trémulo silencio. “Apártense, apártense”, varias veces se repite la orden. Sobre la camilla traen a un hombre. Alguien le ha puesto encima la toalla, que lo cubre a la altura del pudor. “¿Murió?”, pregunta uno. No alcanzo a ver su rostro porque el pasillo es corto y estrecho. “Es el Matías”, se oye. Susurros, susurros, susurros. Y pienso cuánto me encanta el sonido de esta palabra: susurro. Suena como un susurro. La mente se me iba así de fácil con las drogas, siguiendo siempre el primer rastro que encontrara.
Cuando no hay nadie en el pasillo me levanto y camino hasta el cuarto de los hechos. Huele a mierda y a sangre revueltas. Hay una luz tenue, adormilada. Cierro los ojos y creo oír los gritos del placer confundidos con el terror de la muerte. ¿Cómo habrán sido sus últimos minutos? Imagino al chico en pleno éxtasis y al hombre de la guadaña mirándolo a los ojos. ¿Se habrá dado cuenta de que se iba? Camino hasta el sling atado al techo por cadenas al otro lado del cuarto, pero no me atrevo a tocar el cuero. Lo presiento tan frío como el frío del destino. Me da asco y miedo a la vez. “¿Sería tanto como llamar la muerte?”, me preocupo y recuerdo aquel relato en el que José Luís Peixoto dice que quien ve la cara de un muerto es quien le sigue en turno. Y, bueno, me contesto sonriente, ¿acaso la muerte no es lo que tanto busco? Me rayan mis propias contradicciones. Prefiero pensar en el muerto: ¿se habrá balanceado allí, en ese sling que no me atrevo a tocar? Veo en un rincón la aguja suelta de una jeringuilla: “¿hizo slam sobre el sling?” y me pregunto si se “dobló”, que no es más que jugar a rozar la sobredosis, mientras esquivo con los pies unos cuantos condones usados. Cuando salgo, el lugar ha vuelto a la penumbra. Aquí no ha pasado nada, señores, sigamos en lo que estábamos que a eso hemos venido.
Sobre la banca en la que antes me dormí está ahora un muchacho con la toalla abierta, pajeándose. Su piel es morena y sus facciones me recuerdan a la gente del Caribe. Me mira a los ojos y sonríe con una sutileza que ni la Mona Lisa. Lo entiendo: la idea es insinuar, no correr a ofrecerse. Lo miro también. En la penumbra (solo hay la luz de la pantalla del televisor) se advierte cierto brillo de picardía en lo blanco de sus ojos. Desliza con suavidad la mirada hacia lo suyo. Me siento como el ratón con el que juguetea el gato. Me divierte. Bajo la mirada yo también hacia lo suyo, tan curvo que parecía señalarle el ombligo; y más que erecto, amenazante. “Este es dominicano”, pienso mientras paso de largo y recuerdo la legendaria medida de Porfirio Rubirosa. Lo veo de reojo por última vez y él me devuelve una mirada herida, casi vacía.
Camino por entre los corredores por los que se accede a las habitaciones. Por entre las puertas abiertas veo a uno acostado de espaldas moviendo el culo insinuante (o vulgar, según se mire); en otra habitación, uno de pie sodomiza a otro en cuatro sobre la cama y pienso en aquellos a los que les encanta que los vean teniendo sexo como una invitación al voyerista para que también participe. Porque luego de la muerte el sexo sigue: Barcelona es puro chemsex, chemical sex, sexo químico.
Llega la policía y nos hace pasar uno a uno a interrogarnos en el pequeño bar a un costado de la entrada. Los efectos han desaparecido, salvo el dolor de cabeza que comienzo a padecer poco tiempo después de despertar esa mañana —bum, bum, bum, las venas de las sienes trepidan como si fueran a estallar, cada vez más fuerte: imagino que en cualquier momento pueden romper la piel— y el sabor de tantas pepas juntas que resbala por mi garganta. ¡Cuánto detesto ese sabor! Miro el reloj en la pared. Tictaquea. Finalmente paso al banquillo. 2:37 p.m. Me pienso ridículo contestando preguntas a un policía, vestido tan solo con una toalla tan húmeda que todo lo trasluce. “Yo estaba dormido”, contesto. El hombre juguetea con la barba como si fuera un personaje de la televisión. “Sí, eso dicen todos”.
Ya en la calle, oigo a un par. “Se pasó de coca con la viagra”. Los ojos se me despepitan. La culpa se desliza por todo dentro de mí como la luz del sol que penetra en una habitación y poco a poco se adueña de la mañana. Me pongo pálido por dentro, me cojea el alma. Siento ganas de llorar, pero me contengo. ¿Por qué habría de permitirlo? ¿Acaso llorar me va a hacer más fuerte? ¿Acaso lloraba aquellas tardes en que pasaba aquello? “¡Ni mierda!”, me digo con rabia y sigo a paso firme, pero lento. Resistir no es gritar, ni camorrear, ni alardear con golpes de pecho, como los gorilas, para parecer feroz y ahuyentar al enemigo. Es más bien permanecer en pie. Solo eso. Como el boxeador apaleado contra las cuerdas, el rostro sangrante, los ojos en carne viva y sin una ñisca de fuerza para sostenerse y, aun así, se niega a dar el brazo a torcer cuando su entrenador tira ante el juez la toalla para dar por terminada la contienda. Así he sido desde pequeño: prefiero morir a ser derrotado. No por los hombres, inseguros, frágiles y fracasados, sino por la vida, que es lo que importa.
Por eso, lo que me asusta ahora en Barcelona es pensar que, si algo me pasa, nadie sabrá quién soy, de dónde vengo ni para dónde voy. Eso es lo que me preocupa: lo que sucederá con mi cuerpo cuando ya no esté aquí para ocuparme de él. ¿Me llevarán a la morgue y me enterrarán luego como a un n.n.? Como al poeta, quizá, que todavía nadie sabe dónde diablos lo escondieron tan pronto lo fusilaron, mientras que a sus asesinos les rinden en sus tumbas honores y pleitesías.
Siento un ardor que me sube del estómago. El esófago me quema. Debo detenerme a mitad de la calle porque la tos no me deja respirar. Entro a una farmacia a comprar alguna pastilla. Detesto tomar pastillas. Puedo estar muriéndome, pero creo que los medicamentos matan más de lo que alivian. En esta ocasión parece que no hay de otra. Me piden fórmula médica. “¿Para una gastritis? Pero si eso en Colombia se vende como pan recién salido del horno”. La chica se alza de hombros, como diciéndome vaya y cómprelas en su país.
Camino al hostal. La quemazón es cada vez peor. Siento salir del esófago una humareda negra. Me digo una y otra vez que aquello no es gastritis, que el ardor es puro invento mío, que desde chico todos los problemas los somatizo, que aquello no es más que culpa por lo que he presenciado en el sauna. La culpa por haber estado allí. La culpa que es también el miedo de saber que aquello bien pudo haberme pasado a mí. La culpa: esa lombriz que culebrea por entre mis tripas alimentándose de mis miserias, de mis miedos, de mis complejos; esa larva que me irrita y me amarga y me atormenta; ese gusano que sonríe con mis angustias; esa que solo es feliz haciéndome sentir poca cosa, convenciéndome de que soy menos que nada. ¿Para qué arrancar ese gusano de las tripas si es el que alimenta la