al Premio Nacional de Novela por mera casualidad: la lectora de una editorial insistió en que enviara el texto a concursar. Resultó ganadora apenas tres meses antes de decidir embarcarme en esta aventura que inició en París y siguió en Barcelona, adonde llegué embebido de felicidad, de ganas de celebrar, de desquitarme con la vida y de buscar nuevas historias. Fue así como mis pasos me llevaron a Antinous, una librería especializada ubicada en la orilla sur del Gótico. Joseph, su librero, me guio y le compré Teleny, de Wilde; La muerte de Tadzio, de Luisgé Martín; Memorias de un nómada, de Paul Bowles; los Diarios, de Joe Orton.
Comienzo la lectura con este último y me encuentro con otro como yo, con ansias de mundo y de placeres. Busco más sobre él. Me adentro en su biografía mientras pienso que no debí haberlo hecho. Su historia es corta: hijo de obreros, fue un hombre sin estudios, alguien común y corriente salvo por una corta estadía en la cárcel por robo y daño en cosa ajena luego de que, durante un rato largo, se dedicara, junto con su novio, Kenneth Halliwell, a cambiarles las portadas a los libros que robaban de la biblioteca pública, con las que luego decoraban las paredes de su apartamento. Todo así hasta que, a los 31 años, logra el éxito tras escribir un par de novelas y una muy reconocida obra de teatro que bate récords de taquilla en el Londres de mediados de los sesenta.
La vida le sonríe, pero, como sucede a veces, el amor, en lugar de salvar, se convierte en condena. Halliwell, quien no solo tenía intereses literarios antes de conocerlo, sino que, además, sedujo a Orton precisamente presumiendo de esos intereses, al parecer no soporta su éxito, el de Orton. Así que, llevado por la envidia y los celos, el 9 de agosto de 1967 descargó nueve veces en la cabeza del escritor el mismo pesado martillo que usaba Orton como herramienta antes de su triunfo literario. Luego de observar los pedazos de hueso y de piel junto con sangre que rodaron por el suelo como los cristales que vuelan al romperse un florero, Halliwell se tragó un frasco de Nembutal y fue el primero en morir.
Al leer aquella historia sentado frente a un café y una torta de zanahoria en Caelum, consternado y afectado por el guayabo, recordé a otros gais asesinados de modo parecido: Pasolini en Ostia, o el tío de un compañero de universidad, un pintor reconocido que había recogido a un hombre en la calle quizá para tener sexo y este lo mató con tanta sevicia como la de la prensa al mostrar las fotos de lo sucedido. Lo que más repaso de esa carnicería son los testículos del tío de mi amigo reposando en un cenicero. En ese entonces no se llamaba crimen de odio sino crimen pasional, lo que daba cierta licencia a las autoridades para no investigar.
De mi paso por el ejército también recuerdo a un par de compañeros, hoy ya muertos, que cada domingo, al regreso de la franquicia del fin de semana, armaban corrillo para contar anécdotas de burdel y noches largas. Con frecuencia esas historias eran protagonizadas por travestis a los que seducían en la avenida Caracas y luego abandonaban en cualquier paraje tras golpearlos y torturarlos. Se ufanaban al hablar de aquello como quien necesita exhibir su masculinidad. Los veía tan cobardes… pero los oía en silencio, muerto del miedo.
Uno de esos días salí del cine Almirante, en la calle 85 con 15, horrorizado luego de haber visto Cruising, la película en la que Al Pacino hace de policía infiltrado en el mundo gay de NYC en la búsqueda de un asesino cuyas víctimas eran gais. Ante las nuevas realidades a las que me enfrentaba la vida en aquel entonces, no pude hacer más que agarrarme la cabeza con desesperación, como cuando la virgen arranca sus cabellos en agonía, y gritar al universo: “¿Todo esto es lo que me espera?”.
Ahora acababa de salir del clóset, pero aún nadie lo sabía. Con la publicación de mi primera novela, el 15 de diciembre de 2002, apenas una semana antes de iniciar este viaje, tuve en mis manos el primer ejemplar. Finalmente me había quitado de encima tormentos y maldiciones, y el peso de un piano que cargaba a cuestas como si fuera el mundo entero. Ya nadie podría ahora cuchichear a mis espaldas —chismoseando, intrigando, burlándose a hurtadillas—, porque yo mismo acababa de gritarlo a los cuatro vientos en esta novela que en ese momento apenas unos cuantos conocían. Y de repente, en esos pocos días sin corsés ni apretadas vestiduras, había entendido, así de rápido, como si lo que me hizo sudar petróleo por más de treinta años, de súbito se hubiera esfumado, que ya no necesitaba aceptarme gay, sino tan solo ser. ¡Tanto tiempo desgastado padeciendo en silencio por el temor de que otros dijeran lo mismo que, al decirlo yo, en menos de un santiamén me inundó de tranquilidad! Sabía que ellos, los otros, los de mi pueblo, no dejarían de murmurar ni de rechazarme, pero no importaba porque yo ya no me rechazaba ni tampoco tenía intenciones de olvidarlo.
De modo que ya no había nada que hacer. La decisión estaba tomada y, con la publicación de la novela, mi homosexualidad sería cosa pública. Sin embargo, al cerrar el Diario, de Orton, en medio del down porque había dejado de sentir el placer de la droga, me pregunté otra vez, como veinte años atrás: “¿Nunca termina la pesadilla?”.
Entro a un bar a reponer fuerzas con un trago. Está vacío y triste, como en Sunlights in a Cafeteria o como las salas de esos videos de cine porno gay en Bogotá en los que hombres solitarios apuran una cerveza sentados frente a la barra mientras de fondo se oye, desgarradoramente trágica, la voz de Isabel Pantoja, de Rocío Dúrcal, de la Jurado, de Juan Gabriel. ¡Cómo nos gusta echarle sal a la herida y embadurnarla luego con limón! En este mismo bar al que he entrado a darme fuerzas he oído de fondo una canción con esa voz ronca y envolvente de Leonard Cohen que traduce del inglés:
Como un pájaro en un cable,
como un borracho en un coro de medianoche,
he intentado, a mi manera, ser libre.
Salgo de nuevo a la calle buscando el abismo, o al menos algún hueco donde caer. ¡Ah, el spleen! En Valledupar, al spleen le decimos “nomehallo”. Cuánto disfrutaba durante estas caminatas en Barcelona ese estrés existencial que me llevaba constantemente a preguntarme: ¿quién me llevará a Viznar, me ejecutará frente al barranco y enterrará mi cadáver en un lugar en el que no lo encuentre nadie? O, acaso, ¿dónde hay cerca un río Ouse para rellenarme de piedras los bolsillos y perderme para siempre entre sus aguas? Lo fácil es morir. El lío es lo otro: ¿cómo soportar este cuerpo, esta existencia, durante otros cuarenta años?
De la vida solo importa el viaje, así que de nuevo a lo de antes, a caminar pensando que, por estas mismas calles, cincuenta años atrás, anduvieron Carlos Barral, Juan Goytisolo, Juan Marsé. ¿En cuál de todos estos edificios de la calle Muntaner queda ese sótano más negro que su reputación al que de día regresaba Gil de Biedma con los ojos rojos, los párpados pesados y la borrachera todavía viva, dando tumbos para sostenerse en pie y sabiendo que la muerte era el único argumento de la obra?
Poesía es lo que los ojos disfrutan mientras camino. Las hojas revoloteando sobre las aceras cubiertas como nieve. Nieve amarilla y roja; una señora toda pizpireta, muy alta y muy rubia, arropada en mink hasta las rodillas; otra que respira pequeños soplos de niebla, con boina negra y ojos grandes, inmensos, como los de Picasso o los que Francesco Clemente deja en los rostros de sus lienzos; las mesas y las sillas de los cafés sobre el andén esperando clientela; la banca cerca del semáforo y un viejo mirando pasar el tiempo, mirando pasar la belleza; las palmas sobre Diagonal, orondas y altaneras; los árboles con sus hojas sepias, el color de la nostalgia, el de las fotos viejas; la gente trotando a cualquier hora del día o la noche, casi siempre adultos. “¿El gimnasio es solo para los jóvenes?”, me pregunto. La calle en cambio es de todos, porque hay más: motos, cientos de ellas, parqueadas sobre la vía Enrique Granados; los cupcakes en esa misma calle; los perros tristes llevados de la mano de sus dueños. ¿Por qué los perros son tristes en Barcelona? ¿Acaso solo yo los veo tristes? ¿Acaso el triste soy yo?
Me reflejo en una vitrina. Flaco, mal vestido, ojeroso, estragado, con los crespos largos y mal peinados. ¿Realmente luzco así o me he dejado llevar por las palabras del poeta? A veces sucede que la realidad que creemos ver es apenas la que recordamos. En tiempos de “globalización” ya no se sabe cuál pensamiento es propio y cuál se ha plagiado de la literatura, del cine, de la poesía, del periodismo, incluso de los amigos. ¿Quién lo dijo primero? ¿Acaso no somos más que la suma de todo lo que hemos conocido? Como cuenta Borges en aquella historia de un cuento suyo en el que quien lo cuenta es un muchacho que al final del cuento