de un mundo lejano e inmenso al otro lado de las montañas de ese valle donde nací.
La casa de mis padres era lo más cercano a un club social: todo el día, todos los días, había amigos que la visitaban. Desde que me despertaba había gente merodeando por ahí. Entre mi habitación y la cocina debía pasar por el hall de las mecedoras donde siempre había “adultos hablando cosas de adultos”. Solían ser las mismas personas que chismeaban siempre de lo mismo con palabras cargadas de miedos, de envidias, de prejuicios. Entre más gente había, más solo me sabía. No encajaba en ese lugar. Luego vino el colegio, esa herida que se abrió para siempre, y me sentí aún más solo e inseguro.
Además de literatura, en la adolescencia descubrí el placer por las revistas de banalidades, tipo Buenhogar y Vanidades, y por las Selecciones del The Reader’s Digest , que acumulaba papá. Y había una cuarta revista a la que me hacía clandestinamente y ocultaba bajo llave, como veía que otros más hacían: Playgirl. Así como mis compañeros se masturbaban viendo Playboy, Penthouse o Hustler, o teniendo sexo con las burras y las cabras, a mí me gustaba hojear Playgirl. Ver cada mes un nuevo ejemplar de esta revista me invadía por dentro de deseo. Pero que nadie lo imagine, pues no era un deseo sexual. Aquellos cuerpos de hombres desnudos me hablaban de libertad; me confirmaban lo que ya sabía: que había otro mundo, un mundo donde la gente era tan libre que no le daba importancia a mostrarse desnuda ante los demás; un mundo donde la gente no tenía ataduras, ni se preocupaba por resaltar las culpas ajenas ni escandalizarse con los juicios morales. Tenía quince años cuando decidí alistarme en la Escuela Militar de Cadetes que, equivocadamente, creí sería mi tabla de salvación.
Cuando leí Maurice, de E.M. Forster, ya vivía en Bogotá, en los ochenta, y su lectura fue importante no solo porque me confirmó que no estaba solo, sino porque es una novela escrita desde una perspectiva no condenatoria. “Ah, entonces sí se puede”, me dije a mí mismo. Para entonces tenía un par de amigos gais con quienes me iba de juerga. Las discotecas me divertían un rato, pero no resolvían mis preguntas. Me hacían creer que me aceptaba como gay, que sentía eso que llaman con pompa “orgullo”, mientras por dentro seguía negándomelo. En el empeño por otros libros que hablaran de mis dilemas conocí a Whitman, a Kavafis, a Mishima, a Yourcenar (amé tanto Alexis que la repetí de corrido tres o cuatro veces), a Isherwood, a McCullers… Encontré entre estas páginas las mismas dudas, los mismos problemas sin resolver. “La literatura no trae respuestas, pero te ayuda a encontrarlas”, leí también por entonces.
Fue en ese camino que me topé con Corto Maltés, que no es gay, pero es como si lo fuera. Es elegante, bonito, cosmopolita, pero, sobre todo, es libre. Libre como un gato. Es decir, como un gay. Y entonces quise ser como Corto Maltés: ni justiciero ni moralista. Tan solo un aventurero que recorre el mundo sin tener que explicarle a nadie por qué es como es. Corto Maltés me enseñó a soñar con la libertad y la libertad, lo entendí entonces, no es más que ser uno mismo.
Escribir no fue una decisión. Ni siquiera lo pensé. Lo hice por la necesidad de buscar mi propia voz en un entorno que negaba la mía. En un pueblo misógino que desconocía la opinión de las mujeres, que las obligaba a callar, un marica no era más que un mudo. Yo era visible solo para las burlas, pero mi voz era inaudible: me gritaban, pero no me permitían hablar. Sentía todo el tiempo un pesado pie en la garganta; una parálisis de las cuerdas vocales impuesta por todos esos señores que se creían superiores por presumir de muy machos. Del silencio de aquellos tiempos me fue quedando una voz que gaguea cuando me encuentro de repente hablando ante el silencio ajeno.
De modo que desde muy joven enfrenté la disyuntiva de escribir o escribir. No había otra opción. Me encerraba con doble seguro en mi habitación y escribía historias cargadas de terror porque era lo que sentía en ese momento: terror ante la vida, terror a que cualquiera supiera que habitaba en mí un monstruo que luchaba cada vez con más fuerzas por hacer añicos los barrotes.
Dejé de escribir cuando me gradué de abogado. No pensé en volver a hacerlo hasta que se me cruzó una novela que, de alguna manera, cambió mi vida: En el camino, de Jack Kerouac, y con ella descubrí que se podía escribir desde el margen. Solo que en ese momento no se me ocurrió escribir absolutamente nada, ni al día siguiente, ni al otro mes, ni siquiera en los dos o tres años que pasaron después. Pero la creación aparece de maneras misteriosas y escribir no es un asunto tan simple como teclear frente a un computador. La creación obedece a un proceso, que a algunos nos toma más y, a otros, menos tiempo. Yo soy de los lentos, quizá porque no me afano y permito que mi mente haga su trabajo mientras me dedico a realizar cualquier otra cosa. Esto lo aprendí una mañana de sábado cuando caminaba las cuatro cuadras entre mi apartamento y el gimnasio que diariamente frecuentaba y de repente se me vino de chorro una historia inesperada. De chorro: como un caudal. No lo dudé. Regresé a casa, me senté frente al computador y, atropellando la gramática, comencé a tipear los primeros párrafos de la biografía de Edwin Rodríguez Buelvas.
En esa época yo trabajaba en la Contraloría General de la República. Era uno de esos burócratas aburridos que sobrevive entre las 8 y las 5 sorteando la pesadez de los chismes, las intrigas de los mandos medios y los intríngulis del poder y su hermanastra, la corrupción. Una ostra se divertía mil veces más que yo. Pero al llegar a casa todos los días, promediando las seis de la tarde, me iba al gimnasio y monologueaba: adelantaba mentalmente el tramado de la historia, es decir, de la lucha. Porque la trama, como la vida misma, siempre es una lucha. Al volver luego a casa me encerraba en el pequeño estudio sin ventanas ubicado al otro lado de la cocina y transcribía en el computador lo que ya había tallado en la memoria: la lucha de Edwin Rodríguez por alcanzar la fama y los detalles azarosos de su vida privada. Los detalles, los detalles, los detalles, que son los que dan verosimilitud y fuerza a una historia y a un personaje.
Mientras escribía, no pensé jamás en un posible lector. En uno siquiera. Este fue el contexto: me sabía excluido. A pesar de vivir físicamente en Bogotá, seguía atado a lo que pensaba de mí toda esa gente que yo había dejado atrás. De modo que ni siquiera concebía la idea de que alguien pudiera leer algo hecho por mí.
La primera persona que leyó esa historia, varios años después de haberla terminado, fue un compañero de la oficina. Este hombre había vivido las últimas décadas en Nueva York y le sorprendió encontrar en mi trabajo rastros de American Psycho (el protagonismo de las marcas y los sitios de moda, por ejemplo), la novela de Bret Easton Ellis que había sido publicada apenas un par de años atrás y que yo desconocía. En ese momento para mí no era claro que ese texto que yo le había entregado a mi amigo podía llamarse novela. No supe si sus elogios fueron sinceros, pues suelo recelar de la sinceridad de los aplausos recordando el mantra del fatalismo que viene de Laocoonte: “Desconfía de los griegos cuando traen regalos”. Sin embargo, sus palabras me motivaron para entregarle el texto a un segundo amigo, un cuentista cubano que dictaba un taller de escritura en ese entonces en Bogotá; y luego a un amigo vallenato que para entonces estudiaba Literatura en la Javeriana y finalmente a una de mis amigas más cercanas, cuya familia había crecido, como yo, en Valledupar. Los consejos de estas cuatro personas fueron claves para terminar de apuntalar mi trabajo, pero, más aún, para llenarme de fe en lo que hacía.
Este recorrido no tomó poco tiempo. Inicialmente necesité tres meses para trascribir en el computador a velocidad de ráfaga toda la historia tal cual llegaba a mi cabeza. Seguí el doloroso proceso de leer y releer y otra vez reescribir cada vez más y más palabras y más frases y más ideas y más párrafos y más páginas, aunque me parecieran efectivas, para dejar al final solo la abstracción, una línea escueta sin floripondios ni arandelas así se trate, como en el caso de esa historia, de un personaje que solo sabe expresarse con barroquismos; desde todo eso, decía, hasta entregar el texto a esta amiga, transcurrieron casi tres años en los que aprendí a solas que el proceso de la escritura tiene dos instancias: uno mágico, divertido, que corresponde a la creación; y otro doloroso, pesado y muy aburrido, que es el trabajo de edición. En mi caso, lo divertido fue muy breve. Lo aburrido, en cambio, fue lento. Lentísimo.
A fines del año 2000 entregué por primera vez el manuscrito a una editorial para recibir, cuatro meses después, la primera carta de rechazo. A lo largo de