Alonso Sánchez Baute

Parábola del salmón


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los excesos. “Pero yo no meto coca ni tomo pastillitas azules”, me digo para caer en mi propia trampa. ¡Qué fascinante es el autoengaño! Lo conozco bien, mejor que las palmas de mis manos. Pero lo dejo que actúe porque, ajá, no es malo mentirse a uno mismo una que otra vez. Así me digo y así de fácil me convenzo porque la que es puta es práctica, como dice mi amigo, la Lupe; y la vida ha de seguir. De modo que saco otra pepa del bolsillo, la miro. La carita feliz esculpida en una de sus caras me hace ojitos. Susurra suave y melodiosamente: “Trágame, trágame”. Salivo de placer imaginando oír el gluglú mientras atraviesa mi garganta. Pero no. Entro a un locutorio y mando un mail a N, mi amigo en Berlín: “El muerto es otro”.

      Subo a la habitación. Entro al baño, enciendo la luz. Toda la pared del fondo es un solo espejo. Detesto los espejos, no soporto que me miren los espejos, aborrezco la sola palabra. ¿No basta con tener que “verme” por dentro todos los días? El amor es para los lindos y con los estragos de la noche estoy ahora muy feo para que alguien me quiera. ¡Ni yo mismo soy capaz de consentirme! Orino con la luz del baño apagada; orino como si nunca antes hubiera orinado: demoro más de cinco minutos desocupando la vejiga. A la cama entonces. Doy vueltas y vueltas y vueltas. ¡Cuánta falta me hacen mis almohadas que de tanto usarlas están ya talladas con las formas de mis sueños! Los científicos del caso afirman que a una persona que no duerme durante largos períodos se le imposibilita generar nuevos recuerdos. Dicen que el cerebro hace clic y desconecta el limbo al que van a parar todas esas nuevas experiencias que luego se entremezclan en la memoria como si fueran una ensalada de lechuga, tomate, zanahoria y aguacate. Hubiera sido feliz de haber conocido este dato en la niñez con tal de evitar que se almacenara todo aquello que nunca debió suceder y que no lograba ahora que rebotara y saliera corriendo, ahuyentado por el chispún chispún chispún y la alegría y el jajajá.

      En lugar de un sueño esto es una pesadilla: de nuevo lo de antes, lo de siempre, ese pánico al pensar que moriré solo, a 8.582 kilómetros de casa, y que encontrarán mi cadáver varios días después, cuando la hediondez inunde todo el hostal. Es un miedo recurrente —denso, pesado—, que me paraliza nomás con pensarlo y ahora está ahí, acostado a mi lado en esa cama fría, en esa cama extensa, en esa cama a la que le sobra más de la mitad del colchón. Y así estoy ahora: solo. Como cuando de niño enfrenté el abismo de vivir en pecado o no vivir. Y luego negarme en público para sobrevivir. El miedo ahí y uno sin poder hablarlo, sin tener al lado a alguien en quien confiar.

      Y había una rabia. Todo me molestaba: la gente, la casa, el colegio, yo mismo. En el audio que retumbaba en mi cabeza se repetían el ¡buuuuum!, el pum pam, el traca traca. El silencio de esa rabia era buscado: sabía que cada palabra que dijera era una bala dispuesta en el tambor. No quería matar sino tan solo herir para que cada vez que esas personas me vieran recordaran, con su propio dolor, el dolor que me habían causado. “Aunque el destino sea trágico, hay que seguir adelante”, había anotado la frase en otra servilleta olvidando el nombre de su autor.

      En casa de mis padres, donde vivía, me movía a hurtadillas, con el temor siempre de un nuevo regaño, de una nueva culpa, de otra comparación. ¿Cómo vivir en casa propia cuando no eres más que un invitado? Yo mismo también me castigaba. ¡Y bien fuerte! Me deslizaba cauteloso, como un ratón, usando siempre zapatos de suela silenciosa; ni alzaba la voz ni carcajeaba para que no me notaran; sonreía para que de antemano me perdonaran la existencia. Hubo un tiempo en el que evitaba de mi mente cualquier idea “abyecta” creyendo que alguien podía leerla y descubrir el “pecado” que arrastraba. Y a la hora de las comidas me concentraba en lo que había en el plato, evitando tener que sostenerle a alguien la mirada para que no pudiera leer mis pensamientos.

      Fueron tiempos difíciles. Siempre lo fueron: el mundo no es un buen lugar para vivir. Era la culpa, ahora lo sé, la culpa por saber que me habitaba lo que para los otros no era más que la maldad, ese “monstruo” que crecía en mí cada vez con más fuerza y no lograba dominar. Aquel daño que me hacía a mí mismo… No lo sabía, pero así opera la culpa. ¿Cómo no temer de ti mismo cuando todos te gritan que por dentro arrastras al mismísimo demonio?

      En aquel entonces vivía en una esquizofrenia. Oía voces en mi cabeza: la voz de mi propio Pepe Grillo que me decía que cualquier cosa que hacía estaba mal hecha; una voz que me limitaba, que me reprendía, que me insultaba, que me inmovilizaba, que me ataba, que me impedía cualquier vestigio de libertad. “No hagas esto, ni aquello, ni mucho menos eso otro”. Muchísimos años después aprendí de todo eso que no hay mayor miedo que el que uno siente por uno mismo, por dejar aflorar todo aquello que se reprime, por permitir que otro supiera —¿o sepa? ¿Cómo debe ir el verbo aquí?— lo que movían mis deseos, lo que yo era; miedo a permitirme todo aquello de lo que me sabía capaz. El lío es que, de tanto pensar en ti, te vuelves narcisista y el problema con el narcisismo no es el egoísmo, sino la incapacidad de entender que los otros también sienten. El narcisismo no deja ver a los otros. Nos hace insensibles ante todo lo que no sea el yo.

      Algo que escribí en mi pubertad con esa letra agarrapatada que me cuesta tanto a mí mismo leer, dice: “Salvo escribir, todo me asusta”. Escribir era lo que hacía para liberarme, pero, ante todo, lo hacía como un acto de resistencia. ¿Escribo, luego vivo? Era también lo único en lo que confiaba, y por eso estoy cargado de papeles desde la adolescencia: cuadernos, libretas, hojas sueltas, post-it, pañuelos, servilletas. Cajas repletas con papeles en los que he documentado toda mi existencia. Y luego está la soledad, esa mariposa negra que se mete en el alma y una vez allí es imposible de espantar. Leo en una libreta de tiempo atrás: “Nadie imagina lo difícil que es tener que vivir solo conmigo mismo. Necesito la compañía de mis demonios. De todos. Me ayudan a enfrentar, día a día, no el odio, ni la furia, ni la burla, ni aquello ni lo demás, sino lo peor: la resignación, eso de tener que ser lo que soy como si se tratara de un libreto escrito desde el más allá; un libreto al que no puedo aportarle nada diferente de lo que ya dice; un libreto en el que me debo conformar con ser tan solo el protagonista; un libreto en el que ‘elegir’ no es un verbo que pueda pronunciar en primera persona”.

      De modo que para lograr el sueño esa tarde en Barcelona, me imaginé en otra piel, en otro cuerpo, en otros huesos más fuertes que los míos. “Si fuera un animal, sería un morrocoyo”, me digo. Como hubiera querido serlo cuando niño para perderme en la tierra y no volver a casa nunca más, pero también por saber que su corteza es tan fuerte que nadie puede atravesarla. Entre sueños, oigo en la habitación de al lado, o creo oír durante la duermevela, un piano alegre y una voz que canta que se me hace familiar.

      I wish I knew how

      It would feel to be free

      I wish I could break

      All the chains holding me

      I wish I could say

      All the things that I should say

      Say ‘em loud say ‘em clear

      For the whole round world to hear.

      No sé hasta las cuantas duermo. Solo sé que, al despertar, la pena me obliga a mantenerme acaracolado bajo las cobijas. Está todo tan oscuro y hay tanto silencio que imagino estar en un ataúd. Solo se oye, como una uña que se hace trizas al deslizarse sobre un vidrio, la voz de aquella mujer en la habitación de al lado; la voz de aquella mujer que ahora identifico claramente: la voz de Nina Simone, tan desgarrada, tan desgarradora, como la cuerda de una guitarra.

      I wish I could give

      All I’m longin’ to give

      I wish I could live

      Like I’m longin’ to live

      I wish I could do

      All the things that I can do

      And though I’m way overdue

      I’d be starting anew.

      Al segundo día, la culpa comienza a disiparse. La idea no es morir. La idea es vivir al límite. Como un funámbulo cojo que camina sobre la cuerda floja. Pienso que mañana amaneceré con los labios desbordados de aftas, como cuando le tenía miedo al sida y pensaba que moriría con la boca colmada de llagas. Las llagas del estrés, del miedo, de la culpa;