tal cual me motilo desde mis tiempos en el ejército? Qué desperdicio de dinero: ¡menos vale una pepa! Mientras lo pienso, viéndome en el espejo, descubro a mi lado una cara conocida. Es aquel al que antes vi a la salida de la discoteca. Lo oigo hablar y su acento se me antoja cercano. Dice que ha llegado a vivir a Barcelona apenas un par de meses atrás, con ansias de encontrar un hueco en el mundo que se ajuste a la medida de su libertad. El peluquero lo oye contarle la historia de un reciente disgusto con su novio. Luego lo aconseja y yo tomo nota a hurtadillas. “En el amor, a veces hay que cortar con el pasado para poder avanzar”. El muchacho dice que le ha invertido tiempo a esa relación y que ahora no quiere perderlo. El peluquero cambia de parecer: “Tienes que liártela para no dejar que se te escape”. El muchacho lagrimea un poco: creo que realmente ama al chico que ha perdido. Cuenta que hasta lo ha ayudado a salir adelante con su dinero. Y así, en lugar de hojear la Hola mientras mi peluquero termina lo suyo, disfruto de una radionovela en vivo y en directo, al tiempo que una pregunta busca respuesta en mi cabeza: “¿De dónde diablos conozco a este tipejo?”. Su cara angulosa da círculos en mi memoria, pero no logro recordar si es algún paisano, pues su acento me suena cada vez más vallenato, o si simplemente lo he visto por ahí, caminando igual que yo por la ciudad. No es tanto que sea bonito, sino que es muy atractivo. ¡Joder! Con cara dura, como la del tropelero del barrio, cejas superpobladas, nariz recta y la mirada tan cerrera como el primer café de la mañana. Parece un boxeador enfurecido deseoso de demoler a cualquiera a puñetazos. La barba incipiente le ayuda a esa imagen de potro salvaje que invoca al sexo… ¡Sexo! Freno en seco la perorata en mi cerebro. “¡Calmáte Pepe Grillo —le hablo con acento vallenato porque me acompaña desde que nací—: dejáme respirá, pa podé pensá normal!”. Volteo a verlo de nuevo y me vienen de inmediato a la memoria sus nalgas macizas. Y esas nalgas, como la magdalena de Proust, desencadenan otros recuerdos en los que al final aparece su nombre: Jean Franko. Caigo en cuenta de que el hombre es venezolano y de ahí la candencia al hablar tan cercana a la mía. Nos levantamos casi al tiempo de la silla, yo primero, y noto que me saca en altura más de una cabeza. Advierto bajo su buzo de cuello tortuga que su lomo es delgado y macizo, como el de un torete. Dejo que él pague y, luego de pasar yo por la caja, me devuelvo al peluquero a darle su propina con la clara intención de averiguar si de veras es quien creo. “Joder, que en Barcelona no es el único”, y al decirlo se le alegran los ojos con picardía. “¿Y si yo también me quedo a vivir acá? ¡No sería mala idea, eh!”. El chico sonríe y entiendo su insinuación cuando me recomienda que vuelva a su local si quiero toparme con algún otro pornstar.
Sí, Barcelona es también la casa de muchos de estos actores y actrices que caminan por entre sus calles como las camino yo y le cuentan su drama al peluquero como le cuento los míos a Iván, el que me motila desde siempre en Bogotá. Y resulta que, de repente, está ahí, frente a mí, un chico que bien pudo haber posado para Playgirl, un chico de esos que en mi niñez significaba el mundo inmenso y distante, el universo brillante. Y yo estaba allí, ahora, junto a él, tan lejos de aquellas murallas infranqueables a las que llaman montañas. ¡Que mierda los sueños: de nada se vuelven realidad!
Otra vez a la calle y otra vez a lo mismo. A ver y nada más. Caminar, vagabundear. Da lo mismo estar en este o en cualquier otro lugar. Lo mejor sería no estar en ningún sitio. ¡Evaporarme de mi propia historia! ¿Cómo desaparecer a voluntad? Largarme de este y de todos los mundos, incluso de los que invento en mi mente, y volver cuando me dé la gana. ¿Pero de qué diablos hablo, si de donde realmente quisiera largarme es del pasado? Hacer al menos como si no hubiera existido ese lugar, porque es eso: el pasado es un lugar en mi memoria; un lugar lúgubre y doloroso.
Por fortuna nadie me ve, porque para nadie existo aquí. Me detengo con frecuencia a observar las fachadas de los edificios como aquel que acaba de descubrir el hielo. Clic. Clic. Las fotografío. Las que más me gustaban entonces, al igual que hoy, corren paralelas a la Rambla Cataluña o las que achaflanan las esquinas del Exaimple que cuentan su propia historia, algunas de ellas informando el dato exacto de su construcción. Y así se me van los días. Las tardes desvaneciéndose con esa luz naufragada que no termina de morir.
Los paseos se hacían tristes. Me quedaba largo rato contemplando las aceras repletas de hojas y se me antojaba que aquello era como una casa al día siguiente de una fiesta, con las botellas de guaro y las latas de cerveza completamente vacías, los ceniceros sucios y todos los restos sobre la alfombra, incluidas las peleas de los borrachos y las amistades perdidas por una palabra mal entendida o por una mirada negada, ese “empelicule”, como dicen por ahí, que no es más que rumiar mentalmente una situación ficticia; ese empelicule, que no es más que dar alas a las fantasías propias de las drogas.
A los árboles, en cambio, de pie allí, completamente desnudos, los veía como viejitos caminando sin toalla a lo largo de los pasillos de un sauna, exhibiendo obscenamente sus pudores junto con sus arrugas, como en esos grandes óleos de Lucian Freud colgados en las paredes de Caixa Fórum, en los alrededores de la plaza España, que disfruté dos, tres, cuatro días seguidos. Óleos en los que no había caras hermosas ni cuerpos enaltecidos ni personajes presumiendo de sus vestidos, como ese retrato en el que Leigh Bowery ha dejado atrás sus extravagancias en drag y se despoja incluso de su física desnudez. Solo vemos en todos lo que somos: la veracidad de la carne, los pliegues del cuerpo humano que caen pesadamente sobre la pesada humanidad; el cuerpo que exhibe su memoria: las cicatrices, el vergonzoso volumen, las llantas y los conejos, los vellos de más, la angustia de la existencia. ¡La vulnerabilidad!
No hay caso: vivir es esta cosa tan difícil que es tener que existir.
Luego de tantos días de duermevela, el cuerpo está a punto de derrumbarse. Arrastro los pies, los párpados se me caen, por momentos me vence el cansancio. Hasta los pliegues epicánticos me pesan. Me detengo. Durante breves minutos estiro los músculos, en especial el cuello y las piernas. Qué sensación más bella y más plácida, sentir el cuerpo. Sé que abuso de él, que lo exprimo. Lo uso como un trasto viejo que, de tanto acompañarme pasa desapercibido o como un caparazón al que no hay que darle brillo para que no resalte. Así mejor, que se haga pasito. ¡Ja! Que la costra no deje ver las estrías, las cicatrices viejas, las heridas que todavía supuran. Las vulnerabilidades. Cero cosquillas, también. Como un robot programado para reír con condescendencia. La mirada congelada, triste. La mirada es un arma porque acusa. La sonrisa también, porque desarma. ¿Lo leí en alguna parte o me lo inventé? No sé. O tal vez no quiero saberlo.
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