Roma para acabar siendo derrotado.
Así, pues, se relata el fin de la monarquía mediante una narración compleja y con tintes legendarios, por la cual Tarquinio es expulsado de la ciudad por un grupo de aristócratas airados ante la tropelía cometida por su hijo. La tradición presenta el final del último rey como un golpe de Estado incruento provocado por razones internas. No obstante, parece que los estudios arqueológicos del periodo contradicen esta visión y proyectan una imagen de destrucción y, por tanto, de mayor violencia. Quizá el papel de Porsena fuese distinto; podríamos considerarlo, tras su conquista de Roma, el verdadero responsable de la expulsión de Tarquinio. Una vez que Porsena fue derrotado en Aricia (504 a.C.), quedaba ya abierto el escenario para el enfrentamiento entre Roma y las demás comunidades latinas.
No obstante, algunos estudiosos prefieren no recurrir a este episodio y optan por explicar la transición de la Monarquía a la República como un proceso largo que no precisaría un acontecimiento revolucionario como este. En realidad, poco importa que los hechos sean del todo ciertos; lo significativo es conocer cómo se produce la evolución al nuevo sistema político. Tampoco el año en sí tendría mayor trascendencia, y podemos asumirlo como una fecha convencional más, al igual que la de la fundación. Lo relevante es el periodo, y no hay duda de que el proceso tiene lugar a finales del siglo VI a.C., quizás en los años 509 o 507.
Parece deducirse con bastante claridad que el final de Tarquinio fue provocado por la actuación de grandes familias opuestas al rey. En este episodio no habría pesado el origen etrusco del monarca, sino el carácter tiránico y populista de su poder. Por otra parte, las ciudades etruscas y del Lacio abandonaban por estas fechas el régimen monárquico; mientras, las griegas promovían la creación de órganos democráticos, de ahí la generalización de ejércitos de hoplitas. Roma se encontraba en un contexto similar, con familias patricias tradicionales que se enfrentaban con otras nuevas que aspiraban a disponer de análoga representación política. Además, en la ciudad etrusca de Clusio, el rey Porsena emprendió el proyecto de adueñarse del Lacio. Ante la presión tributaria impuesta por este, las comunidades de la Liga Latina se sublevaron y lo expulsaron. Porsena, pues, no buscaría restablecer a Tarquinio en el poder y con su intervención, simplemente, habría acelerado el proceso. El final de Tarquinio escribe también el epílogo del sistema monárquico que había dado ya antes, sin duda alguna, muestras evidentes de agotamiento.
PODER E INSTITUCIONES: REY, SENADO, COMICIOS Y COLEGIOS SACERDOTALES
El poder público se fue consolidando e instituyendo, en paralelo a la conformación de la civitas. Disponemos de poca información sobre este ámbito para los primeros tiempos de la Monarquía, aunque parece claro que la fase decisiva tendría lugar a partir del 600 a.C. Fue entonces cuando se crearon los espacios públicos del poder, Comitium y Curia, y se manifiestó de manera más ostensible el poder regio: insignias, escolta de lictores provistos de hacha con un haz de varillas (fasces), manto púrpura, trono de marfil o cetro con águila (elementos de clara influencia etrusca).
A nivel cívico el punto de inflexión vino dado por la elaboración del censo, por cuanto este implicó la existencia de una autoridad central ante la cual la ciudadanía rendía cuentas. Este censo, realizado de manera periódica y sancionado por un ritual sacro (lustrum), establecía una estructuración del cuerpo social, que ya no era de tipo gentilicio, y encuadraba a los ciudadanos varones en las dos clases que probablemente formaban el primer ordenamiento centuriado, la classis y la infra classem. La primera correspondía a aquellos que podían ser llamados al ejército al sufragar su propio equipamiento. La centralidad del censo, junto a la división territorial determinada por las tribus, rompían la estructura de poder de las gentes.
En la cumbre del poder se situaba el rey, acompañado por la Cámara Alta o Senado; completaban el cuadro las asambleas populares de los comicios por curias y por centurias. La monarquía no era hereditaria, tal y como sugiere la tradición de manera uniforme, por lo que, curiosamente, contravendría la leyenda que establecía la descendencia por vía dinástica de la saga de reyes albanos hasta el primer romano, Rómulo. El proceso de designación del monarca era electivo. Al morir el rey, los cabezas de familia patricios (los patres) se turnaban en el cargo de interrex, que cumplía de manera interina las funciones del monarca, durante cinco días, hasta que procedían a la elección del sucesor. La decisión quedaba sancionada por la lex curiata de imperio y los patres ratificaban la medida (auctoritas patrum). Es decir, los patricios autorizaban la decisión adoptada por el pueblo (auctoritas patrum, iussu populi), fórmula que se utilizará en el periodo republicano durante la vacante del consulado. El procedimiento contaba, además, con el consentimiento divino dado por los augures mediante la ceremonia de la inauguratio. El rey (rex) tenía el mando absoluto o imperium y, en una sociedad, en origen, sin estructuras políticas y administrativas, ello implicaba concentrar el poder civil y militar, inseparable también del religioso. No hay duda de su vinculación con la esfera religiosa, ya que representaba a la comunidad ante los dioses, era su interlocutor; poseía los auspicia (facultad de consultar a los dioses), como summus augur, y custodiaba la pax deorum, por la cual se determinaba la prosperidad y el éxito militar de la comunidad.
Por su parte, el Senado estaba integrado por los más viejos, senes, de los diversos clanes o gentes de la ciudad. Su función era asesorar al monarca, quien seleccionaba a sus miembros. El Senado estaba, respecto al resto de los romanos, en la misma posición que un padre ante su familia y, como un pater, era más viejo y sabio. Por esa razón sus miembros eran patricios y esperaban que sus órdenes fuesen respetadas. En origen, esta institución estaría formada por un número reducido de miembros (según la tradición, 100, que aumentarían a 300 con la incorporación de nuevas gentes, llamadas minori; cambio que las fuentes atribuyen a Prisco).
Dos serían las asambleas populares existentes en el periodo monárquico, cuya composición venía determinada por la unidad de participación: comicios por curias y comicios por centurias. La información disponible para conocer la composición y las funciones de ambas es muy escasa e imprecisa. Según la tradición, la curia (coviria, reunión de hombres o asamblea) fue creada por Rómulo al dividir cada una de las tres primigenias tribus en 10 unidades, para un total de 30. Se trata de una entidad muy mal conocida ya que, en verdad, ninguna fuente antigua aporta información segura sobre su composición y funciones originarias. Apenas sabemos que tomaba parte en celebraciones sagradas muy antiguas como las Fornacalia (en honor de la diosa Fornace, para dar gracias por el uso de los hornos) y Forcidicia (en honor a Tellus). Además, las curiae integraban la asamblea de Quirites que velaba por las relaciones sociales de tipo familiar. La reunión de estas entidades daría como resultado los comitia curiata, cuyas funciones se limitarían al ámbito más privado que público, como la adopción y la cooptatio (agregación por elección) en el seno familiar, testamentos, etc. Las fuentes también indican que esta asamblea confería el poder al rey mediante la lex curiata de imperio. No obstante, no habría que ver aquí tanto la expresión de la voluntad popular cuanto, más bien, un acto de ratificación del nombramiento y, sobre todo, el compromiso público de obediencia a la figura regia. Con el paso del tiempo, y la aparición de nuevas tribus y de nuevas agrupaciones sociales como las centurias, estos comicios fueron perdiendo presencia en la vida pública romana hasta desempeñar solo un papel meramente simbólico y ceremonial.
A partir de otra entidad, la centuria, derivada de la reforma política realizada por Servio, se desarrolló una nueva asamblea política, los comitia centuriata. Estas unidades integraban a todos los ciudadanos aptos para el combate, de entre 17 y 60 años de edad, clasificados en función de una determinada renta. Sabemos que en el siglo III a.C. existían 193 centurias, pero desconocemos el número que habría en época monárquica; quizá alrededor de 60, como sugiere T. J. Cornell. Esta asamblea asumió cada vez más protagonismo, pero sus competencias no están claras para el periodo de su formación durante la Monarquía.
Para completar el cuadro del poder público hay que tener en cuenta los colegios sacerdotales, responsables de la organización de las actividades de carácter religioso. Ya hemos indicado que el rey, además de jefe político y militar, también desempeñaba las máximas prerrogativas en este ámbito. No obstante, de manera progresiva, y dada la complejidad de sus obligaciones, perdió parte de sus atribuciones, que fueron desempeñadas por los colegios sacerdotales; entre otros,