Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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cuáles serían sus funciones, en todo caso escasas y de poca trascendencia en este momento. Cada centuria tendría un representante en la nueva asamblea. En apariencia podría verse como un sistema democrático, pero se trataba, en realidad, de una organización oligárquica, en la que se imponían los intereses de los más ricos y conservadores. Las centurias se distribuían de manera que se aseguraba el mayor peso del voto de los seniores frente a los iuniores, y de los ricos sobre el de los pobres. Los más acaudalados poseían la mayoría de las centurias: la primera clase y los equites comprendían 98 centurias, y todas las demás juntas solo 95.

      ¿Cómo valorar la política serviana? Las fuentes resultan contradictorias en este punto. Dionisio describe a un Servio popular, partidario de la plebe y que buscaba su apoyo, mientras Livio presenta a un monarca aristocrático. Si analizamos sus reformas, no parece que practicase una política favorable al pueblo, ya que impuso un esquema sociopolítico y militar regido por la riqueza. En él sigue predominando la nobleza, que es la propietaria de la tierra. Además, el sistema censitario incrementaba las obligaciones militares de la población, implicando en mayor grado a los estamentos inferiores. Y, en último término, el control que se ejercía sobre ellos era mayor. Quizá, a cambio, estos grupos recibiesen algún derecho de tipo político a través de los nuevos comicios. En el año 534 a.C. Servio fue asesinado por una trama criminal urdida por una de sus hijas, la menor de las Tulias, casada en segundas nupcias con Lucio Tarquinio, quien será su sucesor.

      Llegamos así al último monarca, Tarquinio, conocido como el Soberbio (534-509 a.C.), presentado por las fuentes como un déspota, un tyrannos griego, un gobernante cruel que no cosechaba más que enemistades entre la aristocracia, y como un demagogo que buscaba el favor popular promoviendo grandes obras públicas. Su figura se contrapone a los logros de Servio y, de hecho, la analística minusvalora sus obras, como señaló P. M. Martin (1982): el programa urbanístico supondría esclavizar a la plebe, la adquisición de los libros sibilinos reflejaría su ceguera y la política exterior se basaría en el engaño. En palabras de J. Martínez-Pinna (2009), en el último rey de Roma se volcaría el odium regni republicano.

      Este monarca rompe, con mayor claridad aún que su predecesor, el procedimiento de ascenso al trono. Lo usurpó de manera violenta mediante la conspiración urdida con su esposa Tulia, la propia hija de Servio, y en la que murieron varios miembros de la familia real. En su caso, el rechazo suscitado habría sido unánime, puesto que ni patres ni pueblo sancionarían su poder: neque populi iussu neque auctoribus patribus, en palabras de Livio (1, 49, 3). Y otra diferencia respecto a reyes anteriores es su carácter «dinástico», al presentarse como hijo de Prisco, al margen de las comentadas dificultades cronológicas que ello implique. Aun así, no hay ruptura alguna respecto a la política practicada por sus predecesores, y prosiguió con el desarrollo monumental de Roma. Además de construcciones que las fuentes le atribuyen y que citaremos a continuación, los trabajos arqueológicos parecen adjudicarle obras de ingeniería hidráulica en el Palatino, para drenar terrenos, y una cuarta fase de la Regia. Del mismo modo, afianzó el papel dominante de la ciudad en la Italia central.

      Al igual que Servio, Tarquinio intentó legitimar su poder y para ello utilizó representaciones escultóricas de Hércules, que situó en puntos clave de la ciudad y, sobre todo, su vinculación con la figura de Prisco, para presentarse como continuador de su obra. Así se explicaría el ambicioso programa urbanístico aplicado a Roma. Según las fuentes, el último monarca sería el responsable de la construcción del templo de Júpiter Capitolino (el segundo como ya hemos visto), que precisó de enormes recursos, o las gradas cubiertas que se le atribuyen en el circo (quizá en una versión en madera, porque la pétrea sería posterior, aunque, en todo caso, mantendría la tradición de los ludi Romani impuesta por Prisco).

      En cuanto a su relación con los dioses, se le atribuye la erección de dos templos, pero las fuentes parecen privarle del reconocimiento pleno de su compromiso con las divinidades. Así, levantó el templo Dius Fidius, dios de juramentos y pactos, con lo que Tarquinio estaría manifestando su respeto por las normas del derecho divino, pero no lo consagró (no se hizo hasta el año 466 a.C.). Del mismo modo, el gran templo de Júpiter en el Capitolio, que representa, como divinidad cívica de Roma, una extraordinaria manifestación de poder del rey y, al tiempo, de afirmación de hegemonía de la ciudad sobre el Lacio, fue dedicado por el magistrado republicano M. Horacio en el primer año de la República. En este mismo sentido se sitúa la introducción de los libros sibilinos, no exenta tampoco de una interpretación negativa por parte de la tradición. Según se nos narra, una anciana le ofreció los libros al rey, quien los rechazó por considerar elevado su precio. Ante la negativa regia, la mujer los fue quemando hasta que solo quedaron tres y entonces el monarca aceptó abonar el precio inicial por consejo de los augures. Estos libros contenían recomendaciones y preceptos para conjurar aquellos prodigios que supusiesen una amenaza para la ciudad. Por esta razón constituyen una garantía para la seguridad romana y merecen ser guardados en el santuario Capitolino. Así mismo cabe en la tradición el relato de una consulta que el Soberbio realiza a Delfos (confusa en cuanto a su motivación, bien el temor que provocó en el rey la visión de una serpiente en palacio, o bien la ofrenda de parte de un botín) y que sostiene la imagen de prodigios negativos que envuelven la figura de este monarca, en contraste con sus antecesores.

      El capítulo más tratado por los autores clásicos es su política exterior, en la que Tarquinio sí sale bien parado. Tanto Livio como Dionisio insisten en el papel que este desempeñó a la hora de imponer, por primera vez, la hegemonía romana en el Lacio, plasmada, además, de manera formal mediante la reunión de representantes latinos en el lucus Ferentinae, bosque sagrado dedicado a Ferentina, en Aricia. En este sentido, hay que anotar que las comunidades itálicas formaron ligas, basadas en alianzas defensivas, cuyos representantes solían reunirse en un santuario o cerca de él, caso del lucus Ferentinae, los latinos, o del fanum Voltumnae, los etruscos (S. Bourdin analiza con detalle esta cuestión). Las fuentes hablan de un nomen Latinum, al que Plinio el Viejo atribuía 30 populi albenses, y Roma, tras la destrucción de Alba Longa, reclamó la hegemonía sobre esta liga. En cualquier caso, la posición hegemónica de Roma quedó luego sancionada por el tratado que esta firmó con Cartago en el 507 a.C. Polibio cita este acuerdo como el primero de los diversos pactos romano-cartagineses conservados en unas tablas de bronce en el templo de Júpiter Capitolino. En él ambos estados acordaron mantener relaciones amistosas y no emprender acciones contra sus mutuos intereses. En concreto, los cartagineses aceptaron no actuar contra varias comunidades del Lacio, entre ellas Terracina, situada a unos 100 km al sur de Roma. Quedaba así reconocida la hegemonía romana sobre la región.

      Respecto a la política interior, las fuentes ofrecen poca información. De ella obtenemos la imagen de un monarca cruel y despótico que provocó el rechazo tanto de la aristocracia como de la plebe. De esta manera, persiguió a sus oponentes, que sufrieron todo tipo de castigos (pena capital, exilio o confiscación de bienes), redujo la composición del Senado, al que ninguneaba, y se rodeó solamente de familiares y amigos. Y de forma similar actuaría con la plebe, a la que sometería a duras levas. La arrogancia de Tarquinio acabó por convertir en enemigos suyos a todos los poderosos de Roma. Estos esperaron la oportunidad para rebelarse, que se presentó en mitad de una guerra, en el año 509 a.C. Según la tradición, el monarca había abandonado la pacífica política de alianza con las otras ciudades latinas practicada por Servio. Por el contrario, obligó a someterse a las más próximas y les hizo la guerra a los volscos, pueblo que habitaba la región suroriental del Lacio. Mientras seguía la guerra, su hijo, Sexto, abusó brutalmente de Lucrecia, esposa de un primo del rey, Tarquinio Colatino. Lucrecia se suicidó y el escándalo provocado por el suceso suscitó una rebelión, liderada por Colatino y Lucio Junio Bruto, sobrino del monarca. También intervino el padre de la joven, Espurio Lucrecio, y un amigo de este muy influyente, P. Valerio Publícola. Bruto tenía buenas razones para ser enemigo de los Tarquinios, pues estos habían dado muerte a su padre y a su hermano mayor. El rey, que estaba luchando contra Árdea, intentó regresar a la ciudad, pero no pudo franquear las puertas y hubo de marchar al exilio. En estas circunstancias, Bruto y Colatino serían elegidos cónsules, con lo que la caída de la monarquía habría dado paso de manera inmediata a las primeras magistraturas de elección anual. El monarca huiría a Etruria para pedir ayuda en varias ciudades, logrando que Porsena, rey de Clusio, marchase contra Roma,