Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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por ejemplo, las diversas comunidades latinas, los prisci Latini, Alba Longa, etc. En este sentido, F. Coarelli ha calculado, para finales del siglo VI a.C., una superficie superior a los 1.000 km2. Mayor reto supone aún estimar para la época la población que ocuparía esos espacios y, aunque las cifras oscilan bastante, la mayoría se ciñe a la horquilla de 25.000 a 40.000 habitantes; número nada desdeñable en su contexto para la primera Roma.

      LA MONARQUÍA

      Consideraciones previas

      No hay duda en aceptar la tradición de que la forma política originaria de Roma fue la realeza. No obstante, a partir de aquí muchos son los interrogantes que surgen sobre este periodo: la validez de los reyes, su número, la cronología de sus mandatos, sus acciones, el origen de algunos, la influencia etrusca, en qué reinado situar el auge del periodo, etcétera.

      Fabio Píctor, el primer analista, nos ofrece la lista de reyes, que con­tiene solo siete nombres: Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio; podría añadirse Tito Tacio, corregente con Rómulo. A cada uno de ellos se le atribuyen funciones particulares con el objeto de armonizar un relato continuista y, del mismo modo, cada monarca sería responsable de ocupar alguna colina, participando así en la conformación física de la ciudad. La arqueología no nos permite en la actualidad corroborar este último aspecto y, además, las fuentes resultan contradictorias; por ejemplo, el monte Celio se atribuye a Tulo Hostilio (Dionisio) y a Anco Marcio (Cicerón). Por otra parte, para demostrar el sinecismo practicado por Roma, los reyes procederían de diferentes comunidades. De esta manera, habría monarcas sabinos, como Numa o Anco Marcio; latinos, como Tulo Hostilio, y etruscos. Esta capacidad de integración la encontraríamos ya en el episodio de las sabinas durante el reinado de Rómulo, puesto que su corregencia con el sabino Tito Tacio supondría la unión de latinos y sabinos.

      No resulta extraño, pues, que algunos autores hayan puesto en entredicho nuestro conocimiento, sobre todo de los dos primeros siglos del periodo monárquico, dudando de la credibilidad de la tradición analística (recogida por Dionisio o Livio). No obstante, aunque no aceptemos la narración de los reinados tal y como nos la transmiten los textos, podemos intentar trazar los rasgos esenciales del periodo monárquico combinando la información textual con otros datos de tipo arqueológico y lingüístico (a partir, por ejemplo, de la onomástica o la toponimia). Con certeza cabe afirmar que hubo reyes desde mediados del VIII a.C., pero no necesariamente con esos nombres, en ese número y con los perfiles que narran los textos clásicos. Exceptuando Rómulo, figura legendaria, cuya existencia resulta inverosímil para casi todos los autores (a excepción de los intentos de Carandini a partir de los hallazgos del Palatino), la historicidad básica del resto de la información se puede defender con algún matiz. Por supuesto, cuanto más nos acercamos en el tiempo y las fuentes aumentan, las noticias adquieren mayor veracidad, de ahí que conozcamos mejor a los tres últimos monarcas.

      Comencemos por la cuestión de la cronología. Para establecer la fecha fundacional la tradición realizó un cálculo estimando 35 años por generación, desde el punto indicado en los fasti consulares por el inicio de la República (509 a.C., según Varrón), hasta llegar así al 753 a.C. A priori parecen muy pocos monarcas para un periodo que cubre 244 años, teniendo en cuenta, además, la corta esperanza de vida de la época y el carácter violento de la muerte de, al menos, cuatro de ellos (Tulo Hostilio y los tres últimos). Del mismo modo, ¿cómo podemos aceptar que Tarquinio el Soberbio sea hijo de Tarquinio Prisco, dado el lapso temporal que media entre ellos (el primero reina en el 616 y el segundo deja el trono en el 509 a.C.)? Por tanto, parece que la tradición altera, si no manipula, y adapta fechas para encajarlas en un relato continuo, homogéneo e interesado.

      En este sentido se han propuesto soluciones alternativas. Por ejemplo, T. J. Cornell opta por una secuencia mucho más corta, comprimiendo las fechas, de manera que el periodo monárquico quedaría reducido solo al intervalo del 625 al 500 a.C. De este modo, los primeros cuatro monarcas conocidos reinarían entre los años 625 y 570 a.C., y coincidirían con la secuencia arqueológica de la formación urbana y con el arranque de la ciudad-Estado. Ellos pondrían los cimientos de Roma: a nivel político, Rómulo; a nivel religioso, Numa, y, a nivel territorial, Tulo Hostilio y Anco Marcio. Esta visión coincidiría con la interpretación del mapa arqueológico de Roma, que comienza a convertirse en civitas en torno al 600 a.C., dada también por C. Ampolo o el propio M. Pallotino. Siguiendo esta misma línea, otros autores reducen incluso más la etapa monárquica, como E. Gjerstad, quien sitúa a Numa a principios del siglo VI a.C. Por el contrario, otros insisten en mantener una cronología mayor, según la tradición, llevando a mediados del siglo VIII a.C. los orígenes de la ciudad, como vimos al seguir la propuesta de A. Carandini, y en la que tendrían cabida los primeros monarcas. Una forma de salvar la dificultad planteada por el marco temporal tan amplio que abarcan los dos Tarquinios sería incluir otros monarcas; por ejemplo, nombres de personajes significados en las fuentes, caso de Cneo Tarquinio, Aulo Vibenna o Porsena, a los que seguidamente conoceremos.

      Quizá la tradición recoja solo los nombres de los reyes más señalados por sus obras y obvie mandatarios secundarios o periodos de anarquía, porque parece difícil también no pensar en enfrentamientos por el poder entre familias aristocráticas. En este sentido, J. Martínez-Pinna (2009) es partidario de suponer la existencia de periodos de interregnum, entendidos como ausencia de poder entre unos y otros reyes. En cualquier caso, existe consenso a la hora de entender que esta cronología, tal y como la tradición establece, resulta insostenible y el tema se mantiene hoy en día como un problema no resuelto. El debate deriva en otra cuestión, estrechamente relacionada, ¿cuál es el momento clave en el desarrollo de la monarquía romana, o dicho de otro modo, a qué monarca le correspondería el papel protagonista? De nuevo, aquí el interés se centra en intentar encajar en una secuencia temporal homogénea la información de la tradición literaria con los hallazgos arqueológicos. Para nuestras fuentes escritas no cabe duda de que la figura más trascendente es Rómulo, ya que, como fundador, se le hace responsable de la creación de los resortes del Estado. A partir de aquí, a la hora de adjudicar contribuciones o logros políticos, urbanísticos o militares, la tradición tampoco establece distinciones entre unos y otros mandatarios.

      Por supuesto, la crítica actual desecha esta lectura, pero no existe acuerdo a la hora de determinar el punto culminante de la monarquía romana o de elevar a un rey por encima del resto. Ciertos autores han defendido con insistencia que el momento crucial tendría lugar hacia el año 600 a.C. (de acuerdo, como hemos visto, con los cambios físicos decisivos que experimenta Roma, cada vez más compacta y organizada como urbs, y con la formación inicial de la ciudad-Estado), coincidiendo con el reinado de Tarquinio Prisco. J. Martínez-Pinna (1996), por ejemplo, resalta que su mandato supone transformaciones relevantes y con él la monarquía adquiere un carácter más personal que institucional. No olvidemos que los dos últimos reyes alcanzan el poder de manera violenta, lo cual indicaría un giro acusado hacia la radicalización de la vida política. No obstante, no es el primer Tarquinio, sino el monarca que le sucede, Servio, quien aparece en las fuentes como responsable de innovaciones trascendentales en el sistema político –profundizaremos en este aspecto al abordar de manera individualizada cada reinado en el apartado siguiente–. Al mismo tiempo, señalar el año 600 a.C. permite afianzar la tesis de la influencia decisiva que habría ejercido la cultura etrusca sobre la monarquía romana.

      Llegamos así al tercer interrogante, al hilo de esta última cuestión, que consiste en reconocer las influencias externas que han podido resultar determinantes en la evolución del sistema monárquico. Al respecto, la hipótesis más seguida ha subrayado el papel desempeñado por los etruscos e incluso se ha planteado la existencia de una monarquía etrusquizada o de una fase etrusca de los reyes romanos. En esencia, a principios del siglo XX la revalorización de la cultura y el arte etruscos llevó a muchos autores a destacar el dominio etrusco de Roma y del Lacio a partir de la ocupación de la Campania. Esta concepción alcanzó bastante eco y, de hecho, la historiografía suele presentar el periodo monárquico dividido en dos etapas: los cuatro primeros reyes y los etruscos. Entre los numerosos nombres que más han defendido una acusada y decisiva presencia etrusca en Roma cabría citar a R. M. Ogilvie. Pero, al margen del origen o no etrusco de algunos monarcas de Roma, ¿en qué aspectos se manifestaría