Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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de origen (el Renacimiento pretendía ser la continuación del esplendor de la decadente Roma), calificaron el periodo comprendido entre la caída de Roma y su momento presente como «edad media».

      Posteriormente, la Ilustración contribuyó de manera decisiva a la popularización de los museos, al tiempo que se llevaron a cabo en este periodo excavaciones arqueológicas en busca de hermosas piezas artísticas. En este contexto, aunque pueda resultar paradójico, la conquista de Italia por parte de Napoleón aceleró el desarrollo de los estudios clásicos, ya que el general se apoderó de muchas piezas romanas consideradas ya valiosas (la mayoría de las cuales serían luego reclamadas y devueltas; el resto permaneció en el Museo del Louvre). También este personaje propició el estudio de la Antigüedad a nivel metodológico, porque durante sus campañas de Egipto estableció un equipo de investigadores para estudiar los lugares y recoger los materiales de manera cuidadosa.

      El interés internacional por Roma continuó y varias instituciones nacionales se establecieron en Italia con el objetivo de estudiar sus monumentos, como, por ejemplo, el Deutsches Archäologisches Institut o la École Française de Rome. En cuanto a la propia Italia, a mediados del siglo XIX afrontó su unificación en una época de enfrentamientos internos que supusieron la destrucción de muchos de sus monumentos. Tras la unificación, Víctor Manuel II se propuso, de acuerdo con el espíritu del Risorgimento, la preservación del patrimonio mediante una serie de instituciones como el Museo Nacional de Roma. También en otros países se utilizó la historia romana dentro de la coyuntura política coetánea, caso de Inglaterra o Francia, estados que ganaban poder en el mundo y que veían en el estudio de Roma un modelo de imperio exitoso digno de imitar.

      Al mismo tiempo, algunos autores marcaron el camino para que la Historia Antigua abandonase el anticuarismo, el mero coleccionismo, y se convirtiese en una disciplina erudita, como, por ejemplo, E. Gibbon con una obra trascendental en la que analizó la decadencia romana, The Decline and Fall of the Roman Empire (1788), para en­contrar en el cristianismo su principal explicación. Sin embargo, hasta el siglo XIX solamente podemos hablar de recopilación de fuentes, ya que carecemos de una disciplina rigurosa, dotada de herramientas propias para analizar en profundidad la información recogida. En Alemania se dieron los pasos decisivos para asumir los criterios científicos propios de la materia, primero de la mano de B. G. Niebuhr y su Römische Geschichte (1811), y, a continuación, gracias a la Escuela filológica alemana, integrada por nombres como F. Wolf, A. Böckh o U. Wilamowitz, quienes, a través de la filología o la epigrafía, practi­ca­ban una historia antigua más ambiciosa. Fue esta también la época de los grandes trabajos de compilación, esenciales para cimentar el co­nocimiento de la historia de la Antigüedad: como el diccionario enciclopédico de A. Pauly y G. Wissowa (Realencyclopädie der Clas­sischen Altertumswissenschaft, editado a partir de 1839) y los catálogos de inscripciones, Corpus Inscriptionum Latinarum (desde 1863, impulsado por T. Mommsen).

      Los inicios del siglo XX vivieron el desarrollo de la arqueología como disciplina académica, junto con otras ciencias sociales. La Segunda Guerra Mundial irrumpió con fuerza en el campo de acción de la arqueología al provocar una gran destrucción. También, al igual que en el siglo XIX los nacionalistas románticos emplearon las tradiciones de la vieja Roma para excitar la sensibilidad italiana, el partido fascista de Mussolini adoptó el símbolo romano del águila y defendió revitalizar la lengua latina como vía para restaurar la gloria pasada. Por otra parte, la destrucción generalizada provocada por la guerra permitió contemplar a cielo abierto muchos restos arqueológicos.

      La ciencia arqueológica se fue especializando por áreas culturales de estudio, aunque hasta mediado el siglo no entró plenamente en la historia romana, de la mano de E. Gjerstad (Early Rome, 1953-1963). Esta disciplina asumió plenamente la metodología científica a partir de los años sesenta y setenta, y sus numerosos y continuos hallazgos de las últimas décadas resultaron decisivos para actualizar y completar el conocimiento de este periodo histórico. Y, en algunos casos, como el yacimiento de Vindolanda ya citado, nos siguen maravillando sus descubrimientos. De una manera u otra, en consecuencia, la cultura romana siempre se ha hecho visible y ha podido conservar una parte significativa de su legado.

      ¿QUÉ SE ESTUDIA HOY? TENDENCIAS ACTUALES DE LA INVESTIGACIÓN

      No es nuestro objetivo realizar un repaso exhaustivo por la historiografía de la materia, sino que solo pretendemos señalar algunas obras de referencia que han marcado el camino de la investigación sobre la historia romana hasta hoy en día. Podríamos partir de T. Mom­msen en tanto que uno de los grandes padres de la disciplina gracias, entre otros títulos, a su Römische Geschichte (1854-1885). Este autor renunció ya a que los mitos lo guiasen para conocer los orígenes de Roma, si bien aplicó a su estudio los conceptos propios de su época, la Europa decimonónica, y, así, entendió la política romana como la disputa entre partidos políticos de signo liberal y conservador (que él asimiló con populares y optimates, respectivamente). Comenzó a partir de aquí una corriente que determinó como protagonistas principales de la historia antigua romana a las elites gobernantes, caso de M. Gelzer (Die Nobilität der römischen Republik, 1912) o de F. Münzer (Römische Adelsparteien und Adelsfamilien, 1920). La vía de análisis empleada por estos autores fue la prosopografía, mediante la cual reconstruyeron, de manera minuciosa, las carreras políticas de la aristocracia romana. Siguiendo esta pauta, R. Syme firmó una de las obras de mayor trascendencia en la historia romana, The Roman Revolution (1939); extraordinario trabajo de erudición en el que consideró la transición de la República al Imperio como una revolución protagonizada por la elite gobernante.

      El debate sobre quiénes protagonizaron la vida política romana se fue enriqueciendo al incorporar nuevos actores: las clientelas, de la mano de P. A. Brunt (Italian Manpower 225 B.C. – A.D. 14, 1971); la plebe, con Z. Yavetz (Plebs and Princeps, 1969); y se abrió aún más con F. Millar, quien reclamó el papel de las masas en el debate político, a través de su presencia en el foro o en las calles (The Crowd in Rome in the Late Republic, 1998). De este modo, de los individuos poderosos, y sus familias, con sus relaciones clientelares, llegamos a considerar a la plebe como parte activa, en ocasiones decisiva, en el juego político, con lo que las posibilidades de estudio se complicaron y enriquecieron. Rebasamos con claridad, pues, los límites de la prosopografía para entrar de lleno en el complejo terreno de las relaciones sociales y la estructura del poder.

      En el ámbito de la economía, un nombre singular que debemos tener presente en este repaso por la historia de la disciplina es el de M. Rostovtzeff, cuya obra Historia social y económica del Imperio romano (Oxford, 1926) aún se reedita en nuestros días. Su mayor mérito fue la introducción, de manera global, de la arqueología en el relato histórico, sin renunciar al empleo sistemático de ninguna fuente a su alcance. Este autor, de origen ruso y exiliado en Reino Unido, fijó en la edad imperial el máximo desarrollo económico de Roma, gracias a un capitalismo urbano que atribuyó a una «burguesía» que, en el siglo III, provocaría la revuelta de los campesinos soldados. Su­peradas ya las aproximaciones marxistas, y con la perspectiva dada por la conceptualización de M. Weber (en la que la economía se ligaba a instituciones y sociedad), hallamos la obra de M. Finley (The Ancient Economy, 1973). En opinión de este autor, el estatus y la ideología gobernarían la economía en la Antigüedad más que las motivaciones racionales de tipo económico. Hoy en día no se contempla explicar la grandeza y decadencia de Roma sin atender a su desarrollo económico y social, en buena medida estructurado alrededor de su principal fuente de riqueza, la tierra. Y hay, incluso, quien la ha situado en el centro del relato, como G. Alföldy, para quien la historia romana estuvo gobernada, de principio a fin, por una nobleza terrateniente. También desde otras disciplinas, por ejemplo la sociología y sus clasificaciones estadísticas, se realizaron aproximaciones significativas, como, por ejemplo, la contribución de K. Hopkins (Conquerors and Slaves, 1978) sobre la esclavitud.

      Los campos de estudio se fueron abriendo y, sobre todo, a finales del siglo XX se incorporaron aspectos propios de la vida privada o de la intrahistoria, antes descuidados o simplemente olvidados. Fue en Francia donde antes cobró relevancia esta manera de escribir la historia. Como precursor podríamos anotar la figura de Fustel de Coulanges con La Cité antique, de 1864, aunque también en la Alemania decimonónica podríamos rastrear precedentes (K. J. Marquardt firma Das Privatleben der Römer