Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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evitar generalizaciones. Otro hito en la historiografía lo constituyó la particular aportación que supuso el caso de Pompeya (descubierta prácticamente intacta tras la erupción del Vesubio del año 79 y poco después de su reconstrucción a raíz del seísmo del 62), de la mano de R. Étienne en La Vie quotidienne à Pompei, de 1966 (hoy actualizado y popularizado por M. Beard con su Pompeii: The Life of a Roman Town, 2008). Poco a poco se fueron incorporando nuevos aspectos, como: el trabajo, Lavoro e lavoratori nel mondo romano (F. De Robertis, 1963); la caridad, Charities and Social Aid in Greece and Rome (A. R. Hands, 1968); el evergetismo, Le Pain et le cirque (P. Veyne, 1976); las mentalidades, Le Métier de citoyen dans la Rome républicaine (C. Nicolet, 1976); el individuo, Die Rolle des Einzelnen in der Gesellschaft des römischen Kaiserreiches: Erwartungen und Wertmasstäbe (G. Alföldy, 1980); la alimentación, LʼAli­mentation et la cuisine à Rome (J.-M. André, 1981); el placer, Les Loisirs en Grèce et à Rome (J.-M. André, 1984); la infancia, Être enfant à Rome (J.-P. Neraudau, 1984), o la mujer, Le donne e la città (E. Cantarella, 1985).

      Además de estos nombres, cabría citar a historiadores cuya obra ha resultado capital en las últimas décadas a la hora de abordar cuestiones clave de la Roma antigua; como T. J. Cornell, para la etapa mo­nárquica y la primera República, o M. Crawford, para la crisis republicana. Hoy en día, algunos de los debates historiográficos más intensos permanecen vivos, como el origen y fundación de Roma (entre la leyenda y la historia), el imperialismo (como política premeditada de Roma o medida defensiva), la crisis de la República (con o sin alternativa), el concepto de romanización y las complejas relaciones entabladas por Roma con las comunidades conquistadas (aculturación, asimilación, identidad, etc.), o los factores, siempre discutidos, de la decadencia del Imperio. De igual manera, como en otros ámbitos históricos, se propone ya una visión global, entendiendo la globalidad como la búsqueda de una historia conectada, en la que el Imperio sería un espacio en circulación, un ámbito relacional, donde los auténticos actores serían los intermediarios, las gentes de los distintos territorios integrados. A estas cuestiones nos acercaremos en estas páginas con el ánimo de entender un poco mejor una civilización lejana en el tiempo, pero nunca ajena.

      Mapa 1. Poblaciones prerromanas de la península itálica.

      I

      LA HISTORIA ANTES DE ROMA: LAS COMUNIDADES DE LA ITALIA PRIMITIVA

      A priori, al hablar de pueblos, populi, pensamos en realidades concretas, sociedades estructuradas, cuyas relaciones interétnicas en la mayoría de los casos fueron conflictivas y en las que el territorio cristalizó sus ambiciones y reivindicaciones. No obstante, cuando contemplamos la Italia prerromana encontramos enormes problemas para definir y localizar sus principales comunidades. De hecho, no hay acuerdo historiográfico sobre la naturaleza, extensión o localización de muchas de ellas (que analizó con detalle S. Bourdin). Aquí expondremos los puntos esenciales sobre el mapa político peninsular previo a la formación de Roma, sin entrar en el fondo de la cuestión. En él distinguimos comunidades itálicas, etruscas y griegas.

      LOS PUEBLOS ITÁLICOS

      Suele resultar muy complejo desentrañar los orígenes de una cultura debido a la variedad de factores que entran en juego y, en este caso, además, ante la escasez de fuentes de información. Las dos vías que nos permiten reconstruir la Italia primitiva son la arqueología y la lingüística. Veamos cómo.

      Los restos arqueológicos indican que el momento decisivo en la conformación de la Italia primitiva se situó en la transición de la Edad del Bronce a la del Hierro, aproximadamente entre los años 1200 y 900 a.C. Hasta el Bronce Final el panorama presentaba una región bastante uniforme, con yacimientos caracterizados por un horizonte material similar, con cerámica bruñida de decoración geométrica incisa y herramientas o armas de bronce, y la inhumación como ritual funerario. Estos depósitos se registran por toda la península itálica, pero en particular en la zona montañosa central, de ahí la denominación de cultura apenínica (1800-1200 a.C.). Señalemos ya que es, precisamente, en el ámbito funerario donde la arqueología realiza, con diferencia, el mayor número de hallazgos, hasta el punto de que conocemos mucho mejor el mundo de los muertos que el de los vivos en esta fase histórica.

      La situación cambió de manera sustancial a partir de aquí, ya que los yacimientos de la Edad del Hierro ofrecen mayor diversidad y presentan diferencias notables frente a los asentamientos del Bronce. En primer lugar crece de manera significativa el número de materiales recogidos, lo que denota un incremento demográfico de las comunidades que ocupan ya núcleos de mayor tamaño. En segundo lugar, el ritual funerario predominante se basa en la incineración de los restos, depositados en urnas enterradas a su vez en fosas profundas. Esta práctica recuerda claramente la cultura de campos de urnas que se extendía por Europa en el Bronce, y de donde pudo proceder la influencia. El ritual funerario se acompaña, además, de nuevos materiales cerámicos que, por su semejanza con los propios de la cultura villanoviana de la Edad del Hierro, de la que hablaremos a continuación, se caracterizan como protovillanovianos. En la Edad del Hierro, por tanto, la península itálica presenta una ocupación más intensa y diversificada. Surgen entonces grandes asentamientos ex nihilo en las regiones de Etruria y Emilia-Romaña, mientras otros anteriores son abandonados.

      Podemos clasificar estas comunidades a partir del ritual funerario practicado, ya sea incineración o inhumación. La incineración predomina en la región norte y en el litoral tirreno que baña Etruria, Lacio y Campania. En ese contexto cabe todavía distinguir otras culturas como Golasecca (Lombardía y Piamonte), la de Este o atestina (Padua), identificada por situlae o cubiletes de bronce, y la villanoviana (Emilia-Romaña). Esta última es, sin duda alguna, la más representativa porque se extiende por buena parte de la Italia peninsular, de manera que las culturas de urnas de incineración de este periodo se consideran variedades suyas. Villanova (identificada por vez primera en 1853, en el yacimiento del mismo nombre, cerca de Bolonia) se distingue por el empleo de urnas funerarias de tipología peculiar, de forma bicónica, con tapa (un cuenco invertido o incluso un casco), depositadas en una fosa profunda cubierta con una losa de piedra. En ocasiones, las cenizas eran recogidas en urnas con forma de pequeñas cabañas de terracota que representarían las viviendas de estos grupos.

      En cuanto a la región del Lacio en particular, aquí los testimonios del Bronce son más escasos e impiden apreciar mejor la transición a la nueva época y los cambios que esta conlleva. La arqueología y la lingüística dibujan un territorio (Latium vetes) marcado por la uniformidad dada por la cultura lacial (ca. 1000-600 a.C.). La posición geográfica de la región, cruzada por vías terrestres que unían Etruria, Campania y las comunidades del interior apenínico, junto con su pro­ximidad al mar Tirreno, le ofrecían excelentes condiciones de desarrollo. En este territorio los asentamientos eran en origen pequeños y ocupaban las colinas. En una primera fase (1000-900 a.C.), final de la Edad del Bronce, se da una variante local de la cultura protovillanoviana. Los yacimientos funerarios muestran, como acabamos de ver en otras regiones itálicas, urnas con cenizas, pero aquí los ajuares son más complejos y contienen objetos cerámicos (copas, fuentes, etc.) y de bronce (armas) en miniatura, depositados en grandes ollas circulares (dolia), enterradas en un pozo. Las urnas, aquí también, adoptan con frecuencia la forma de una pequeña cabaña o casa en miniatura. Uno de los yacimientos más interesantes es el de Osteria dellʼOsa (lago de Castiglione), donde aparecieron numerosas tumbas de inhumación e incineración. De igual modo, esta cultura lacial apenas deja huellas de los lugares de habitación, que serían aldeas de dimensiones reducidas. A partir de los restos estudiados, que muestran escasos signos de riqueza, podemos deducir la presencia de comunidades simples con escasa diferenciación social, que practicarían una economía de subsistencia de carácter agropecuario. Desde el 800 a.C. en adelante, el modelo de asentamiento comienza a cambiar y las aldeas se fusionan para formar núcleos de mayor tamaño, aunque hasta bien entrado el siglo VIII a.C. no encontramos las primeras ciudades del Lacio: Praeneste y Tibur (Tívoli), mientras Alba Longa se conformaría como un conjunto de aldeas en los montes Albanos.

      A partir de finales del siglo VIII a.C. se producen cambios relevantes que darían inicio a la fase cultural denominada orientalizante. Nuestra principal