Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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del futuro Estado romano, al crear sus principales instituciones políticas.

      En cuanto a la fecha de esta fundación, diversas fuentes tradicionales coinciden en señalar el 21 de abril, festividad de Pales, diosa de los pastores. No hay acuerdo en el año y se barajan varias opciones entre el 758 y el 728 a.C., aunque, finalmente, se impone la datación propuesta por Ático y Varrón del 753. Esta datación se establecería a partir de los fastos y como resultado de la estimación, desde el inicio de la República, de la duración del periodo monárquico (calculando un mandato aproximado de 35 años para cada uno de los siete reyes):

      Cuadro 1. Reyes de Roma (753-509 a.C.).

Rómulo (753-716)
Numa Pompilio (716-673)
Tulo Hostilio (673-641)
Anco Marcio (641-616)
Tarquinio Prisco (616-578)
Servio Tulio (578-534)
Tarquinio el Soberbio (534-509)

      Nada hay en realidad que haga verosímil la existencia de un personaje fundador y primer rey como Rómulo. Hoy en día existe un consenso general por parte de los estudiosos a la hora de negar la existencia de un acto fundacional para explicar el origen de Roma, que no sería más que el fruto de la reelaboración, a la manera griega, de los orígenes de la ciudad por parte de autores de los siglos IV-III a.C. En la actualidad se impone la idea de un proceso urbanizador paulatino, en el que se daría un fenómeno de sinecismo mediante el cual se irían in­corporando diversas comunidades, a lo largo de varios siglos. En este sentido Roma, en sus primeros pasos, no se distinguiría de manera sustancial de otras ciudades de la Italia central.

      LA ROMA ARQUEOLÓGICA

      Como veremos al estudiar la fase monárquica, la tradición narra el desarrollo de la ciudad de manera progresiva y armoniosa, como fruto de las contribuciones de cada uno de los siete reyes que reconoce. Cada monarca ampliaría el área urbana y se encargaría de embellecerla y dotarla de servicios y obras monumentales. Es decir, el acto fundacional a la manera griega (ktísis), atribuido a Rómulo, es compatible con un desarrollo excepcional de Roma. El primero, gracias a la «propaganda troyana», permite explicar los orígenes de la ciudad de manera gloriosa al vincularlos con la cultura de mayor prestigio, la helena. El segundo marca el carácter particular de los romanos, diferentes de los griegos y de todas la demás comunidades, y que justifica su grandeza y superioridad. Cómo si no entender, por ejemplo, la participación en la formación de Roma de diferentes grupos étnicos (latinos, sabinos o etruscos) que se van integrando en la futura nación; hecho inaudito desde el punto de vista de la cultura griega.

      No hay duda de que estas informaciones nos ilustran sobre la propia imagen que los romanos querían tener, y querían dar, de su pasado. El debate surge alrededor de la validez que nosotros les damos a las mismas. Caben a priori dos opciones: o bien rechazar la tradición, o bien intentar encajarla a partir de otras fuentes históricas (en esencia, de tipo arqueológico y lingüístico). Se podría reducir la cuestión a qué creer y qué es lo que conocemos, pero corremos el riesgo de caer en el «todo es falso» de algunos o en el «todo es cierto si lo dice la tradición» que otros practican. Como reconoce A. Grandazzi, la histo­ria, en ocasiones, no es más que un conjunto de incertidumbres, y más si nos enfrentamos a los primordia Romana. Uno de los autores más significados por su rechazo al uso de la tradición como fuente histórica ha sido J. Poucet, quien ha llegado a ser tachado de hipercrítico por sus planteamientos. También T. J. Cornell se ha alineado en esta corriente, aunque de manera más matizada. En el bando contrario, y en posición extrema, podríamos citar a A. Carandini, quien ha intentado con sumo entusiasmo hallar, en los restos arqueológicos aparecidos en los últimos años, refrendo de las situaciones recogidas por los textos. En un punto intermedio, en el que nosotros también nos situamos, tendríamos la crítica temperata que practica C. Ampolo: se puede aceptar, con matices, la reconstrucción histórica de la tradición, siempre y cuando no contradiga otras fuentes como las arqueológicas. En esta misma línea se halla el trabajo de J. Martínez-Pinna (1999), quien no renuncia a ninguno de los testimonios (de la tradición, la arqueología o la lingüística) para componer los primeros tiempos de la historia de Roma.

      Según la leyenda, Rómulo y Remo habrían sido recogidos en una cueva, el Lupercal, al pie del Palatino. Nos situamos en un área llana, denominada foro Boario, propicia para el asentamiento humano, entre la orilla izquierda del Tíber, el Palatino, el Aventino y el Capitolio. Además, la isla Tiberina era el lugar óptimo para atravesar el río mediante pasarelas o pequeños puentes. En 1946, en esta zona se hallaron restos de cabañas de la Edad del Hierro que testimoniarían una habitación relativamente antigua en el lugar. Recientemente se produjeron descubrimientos arqueológicos en este ambiente que han llevado a A. Carandini a plantear una hipótesis bastante atrevida. Aparecieron, en concreto en la ladera nororiental del Palatino, restos de un muro, cuya cronología se establece en el siglo VIII a.C., y que este autor identificó como «el muro de Rómulo». Es decir, estaríamos en el momento fundacional de la ciudad tal y como nos lo traslada la tradición. Además, se constatan elementos de un templo de Júpiter Stator (en la parte externa de esta construcción defensiva), así como una estructura interpretada como palacio real o Regia (que se quiere atribuir al primer rey romano) y restos de pavimentación en el foro; todos ellos encajan en la misma cronología, hacia mediados del siglo VIII a.C. Otro feliz hallazgo arqueológico (en 2007) parecía corroborar esta línea de tra­ba­jo, puesto que se descubrió una gruta recubierta de mosaicos, en el Palatino, identificada por algunos, de manera entusiasta, como la cueva Lupercal (de luperca, loba), en la que habrían sido recogidos los gemelos. No obstante, una lectura más sencilla, y plausible, de esta gruta la señala simplemente como el santuario o lugar de celebración de una serie de rituales de exaltación de la fertilidad, las Lupercales. En ellas se sacrificaban machos cabríos, y jóvenes desnudos, luperci, empleaban sus pieles como látigo para fustigar a las mujeres que hallaban en su camino y volverlas así fecundas.

      Llegados a este punto, ¿qué nos ofrece la arqueología hoy en día sobre el origen de Roma? Ante todo, una cronología inicial, mediados del siglo VIII a.C., que coincide con la fecha dada por la tradición. También constata el papel destacado, debido a los materiales conservados, que debieron de tener en la época ciudades presentes en la tradición como Alba Longa o Lavinio. Pero podemos afinar aún más; conozcamos cuáles podrían ser las líneas básicas de la evolución formal de la primera Roma.

      El origen de la ciudad habría que buscarlo en el área del Palatino, foro Boario y portus Tiberinus. A partir de ahí, entre finales del siglo VIII y principios del VII a.C., se irían sumando elementos: muro, Regia, pavimentación del foro y área sacra (en la que se registran cultos domésticos y a Vulcano). Respecto a este último, G. Boni descubría ya en 1899 los restos de un santuario bajo un pavimento de mármol negro, la Piedra Negra mencionada en las fuentes (niger Lapis in Comitio). Este santuario contenía un ara, la parte inferior de una columna y un bloque de piedra con inscripción en latín arcaico con el término recei o regi (rey). Hoy se identifica como el templo de Vulcano, que algunos autores vincularon con la figura de Rómulo, no como sitio de enterramiento (ya que en la leyenda su cuerpo desaparece) sino como cenotafio o lugar en el que se rendiría homenaje a su memoria. Esta sería, en buena medida, la Roma inicial, quadrata, que identifica Carandini a mediados del siglo VIII a.C.

      Hacia finales del siglo VII e inicios del VI a.C. aparecen las edificaciones públicas que darían auténtico carácter urbano y definirían a Roma como una ciudad-Estado: el Comitium (asamblea ciudadana), la Curia (primera sede del Senado, que la tradición atribuye a Tulo Hostilio) y templos (el dedicado a la tríada capitolina en el Capitolio; los de Fortuna y Mater Matuta en el foro Boario, y el de Diana en el Aventino). Ya en pleno siglo VI a.C., en torno al foro, entre el Capitolio y el Palatino, se procede al saneamiento de la zona pantanosa mediante la construcción de una red de alcantarillado y desagües que luego conoceremos como cloaca maxima. La ciudad gana así una importante área para su desarrollo.

      En cuanto al espacio que abarcaría Roma, resulta muy complejo precisar sus dimensiones. Los cálculos de C. Ampolo (a partir de las tribus urbanas de Servio) establecían 285 hectáreas. Esta cifra supondría una extensión considerable, la mayor en el ámbito latino (las ciudades del Lacio rondarían las 50 de media), mientras la rica Veyes no alcanzaría las 200 y solo grandes ciudades como Crotona, por ejemplo, se