Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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el más enigmático e inverosímil de los siete reyes conocidos. Debe contemplarse como un personaje epónimo que justifica el nombre de la ciudad, que podría derivar incluso de Rumon, antigua denominación etrusca del Tíber. Era el héroe que la tradición necesitaba para iniciar la historia gloriosa de la gran Roma.

      A continuación, el sabino Numa Pompilio (716-674 a.C.) es presentado como hombre devoto y pacífico, y, como tal, se le hace responsable de instaurar la religión de Estado. A él correspondería la fundación del templo de Jano, el dios de las puertas, junto con la instauración de la celebración religiosa que unía a las primitivas siete colinas (Aven­tino, Capitolio, Celio, Esquilino, Palatino, Quirinal y Viminal), en un ritual procesional o Septimontium, aunque dicha festividad podría ser anterior. La figura de este monarca tampoco escapa a la leyenda, ya que aparece como discípulo de Pitágoras, como anteriormente anotamos, en un claro anacronismo, o pidiendo consejo a la ninfa Egeria.

      En contraposición a Numa, Tulo Hostilio (673-642 a.C.) emerge como un gran militar, que se enfrenta a la poderosa Veyes y a los sabinos, y lidera la victoria sobre Alba Longa. Esta hazaña se nos traslada mediante la leyenda que recoge el duelo entre dos parejas de hermanos, los Horacios y los Curiacios, en representación, respectivamente, de los habitantes de Roma y de Alba Longa. Solo sobrevive uno de los Horacios, quien simboliza el triunfo romano. Los trabajos arqueológicos permiten confirmar la decadencia de Alba Longa y su incorporación a la órbita romana en esta época.

      Por su parte, Anco Marcio (641-617 a.C.), de origen sabino, es retratado como un mandatario popular y magnánimo. A él le debe la ciudad alcanzar la costa y la construcción de su puerto de Ostia. Estas obras repercutirían de manera beneficiosa en las actividades comerciales, en particular en las vinculadas con la explotación de sal. Además, levantaría el primer puente estable sobre el Tíber, el Sublicius, cuyo guardián (el pontifex maximus) acabaría adquiriendo funciones sacerdotales hasta convertirse en dirigente del collegium pontificum y principal autoridad en materia religiosa.

      A Anco Marcio lo sucede el primero de los monarcas considerados etruscos, Tarquinio Prisco (616-578 a.C.). Parece clara su procedencia de Etruria –su propio nombre supone una latinización del etrusco Tarchunies–, aunque no podamos establecer ni su ciudad de origen ni las razones precisas que lo traen a Roma. Por otra parte, que sea un rey etrusco no implica necesariamente que su gobierno signifique un predominio etrusco sobre Roma. En este sentido, como vimos al comentar la cuestión de la «etrusquización» de la monarquía, no hay acuerdo por parte de la historiografía: como usurpador e invasor lo presenta, por ejemplo, M. Pallotino; mientras otros, como J. Martínez-Pinna (1996), apuntan que cuando asciende al poder ya sería un romano a todos los efectos. En cualquier caso, su elección como monarca parece que no cumplió fielmente los cánones establecidos y quizá no contase con el apoyo unánime de los patres. Livio y Dionisio destacan, ante todo, su actuación en el campo militar. Así, Prisco se significa por expandir Roma hacia los prisci Latini y también sería el responsable de victorias en el campo de batalla ante sabinos o etruscos.

      Aunque se le relaciona con el inicio de la construcción de la Cloaca Máxima, este dato parece más bien una confusión entre los dos Tarquinios, siendo el último de ellos su ejecutor. Aun así, dejó su huella en el terreno de la edificación. Construyó el templo de Júpiter en el Capitolio (anterior a la gran edificación atribuida a Tarquinio el Soberbio) y el Circo Máximo, gran recinto ovalado donde se realizaban carreras de carros. Este último era el escenario que necesitaban los juegos (ludi magni) que introdujo y por los que se granjeó fama de benefactor ante el pueblo. También incorporaría la práctica ceremonial del triunfo, por la cual el general victorioso entraba en la ciudad con gran pompa, seguido por su ejército y los prisioneros capturados; en el Capitolio se realizaban servicios religiosos y el día rema­taba con una gran fiesta. El triunfo era el mayor honor que Roma podía otorgarle a un general.

      Ciertos autores, entre otros M. Pallotino o J. Martínez-Pinna (1996), atribuyen un papel relevante a Prisco en la formación de la civitas que tendría lugar en las primeras décadas del siglo VI a.C. Por entonces, la capacidad de influencia política estaba en manos de la aristocracia tradicional, y en este ámbito actuaría el monarca debilitando su posición. De esta manera, incrementaría la composición del Senado (incorporando los patres minorum gentium), de la caballería (duplicando las centurias, que pasaron de tres a seis) y del colegio sacerdotal de las vestales (hay quien extiende el incremento de miembros a otros colegios como el de pontífices y augures). La ampliación del número de senadores hallaría su refrendo arqueológico en la curia Senatus, y quizá el número de miembros se estableciese entonces ya en 300. La reforma de la caballería le permitiría al monarca incorporar a esta elevada categoría social a individuos afines a su persona. De igual modo, se puede suponer la actuación de Prisco en la organización militar. La tradición establece que el ejército antes de la reforma de Servio corresponde a la obra de Rómulo, pero cabría pensar en un ejército preserviano ciudadano y armado, aunque manteniendo tropas privadas (presentes hasta los albores de la República).

      Además, como fruto de la tradición etrusca este monarca incorporaría símbolos claros de poder, tales como las insignias portadas en el triunfo y guardadas en el Capitolio. Estos elementos son interpretados como parte de un sistema ideológico para afianzar el poder de la realeza mediante su vinculación al ceremonial y a la religión a través de Júpiter. Recordemos que toda civitas precisa una divinidad, por lo que el templo de Júpiter Capitolino encajaría en este esquema y reforzaría la posición del rey. Por el contrario, otras voces (caso de T. J. Cornell) rechazan situar en el reinado de Prisco cambios capitales en la evolución del Estado romano, que atribuyen a su sucesor, Servio. En cualquier caso, según las fuentes Prisco practicó una política bastante continuista respecto a sus predecesores y solo alteró el perfil del monarca tradicional al morir de manera violenta. En el año 578 a.C. cayó asesinado a manos de hombres pagados por los hijos del rey Anco Marcio, quienes pretendían el trono. Aquí entró en escena el yerno de Prisco, Servio Tulio, para asumir un papel decisivo.

      Servio Tulio (578-534 a.C.) es un personaje enigmático por cuanto su origen, ascenso al poder y reformas admiten versiones encontradas. Podemos admitir que fue un usurpador, pues no alcanzó el trono de la manera acostumbrada; se significó como gran impulsor de la Roma monumental y realizó reformas políticas primordiales para la evolución del Estado. Su reinado se señala como una época de esplendor para Roma, en la que esta consiguió que los latinos reconociesen su hegemonía, materializada en el templo de Diana en el Aventino, símbolo de la unidad latina. Según la tradición, este monarca era de origen servil, como indicaría su propio nombre, y como esclavo sería criado en el palacio real. Se ha cuestionado esta interpretación, aunque poco sentido tendría que las fuentes antiguas enturbiasen de manera intencionada la condición de uno de los monarcas más señalados por sus obras (mas lógico habría sido que ocultasen esta circunstancia). El relato establece que su madre, Ocresia, era originaria de Corniculum y fue hecha prisionera de guerra. Un hecho fantástico determinaría el futuro de Servio: siendo niño, mientras dormía su cabeza se cubrió de llamas pero no sufrió daño alguno. Este episodio le valió la protección de la familia real, en particular de la mujer del rey, Tanaquil, por considerarlo un presagio del futuro brillante que aguardaba a aquel muchacho. Con el tiempo se convirtió en un personaje clave en la corte de Tarquinio Prisco, asumiendo tareas políticas y militares de relevancia. A la muerte de este, desterró a sus asesinos y se hizo con el poder.

      Más allá de la analística, para conocer su procedencia contamos con un testimonio epigráfico recogido en las pinturas murales de la tumba François de Vulci. Allí aparecen los nombres de varios personajes: Mastarna, quien lucha junto a los hermanos Vibenna frente a su víctima, Cneve Tarchunies Rumach (Cneo Tarquinio de Roma). Este epígrafe llamó la atención del emperador Claudio, para quien Servio Tulio sería en realidad el nombre latino del etrusco Mastarna. El sufijo -na significa pertenencia, por lo que Mastarna podríamos leerlo como hombre del Mastar/magister o jefe, y de ahí derivaría la forma latina Servius. No obstante, esta identificación de Mastarna con Servio Tulio no encajaría con el relato cronológico de la tradición romana; quizá fuesen dos personajes distintos o, como apunta T. J. Cornell, Mastarna sucediese a Prisco y Claudio lo identificase de forma errónea con Servio... Volvemos aquí a lo ya expresado al inicio de este apartado: puede haber monarcas cuyos