Ana María Suárez Piñeiro

Roma antigua


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Es el caso de J. Connolly, quien, asustada por la política de la administración Bush en 2001, inicia el estudio de la República romana con el objetivo de hallar herramientas que nos permitan conocer mejor nuestro mundo y responder de manera más inteligente y humana a los retos del presente.

      Quizá le pidamos demasiado a los romanos. Es indudable que la Antigüedad romana, y el mundo clásico en general, es una referencia a la que acudimos con asiduidad desde el Renacimiento para situarnos en el mundo occidental. A partir de ella planteamos, o buscamos respuesta, a cuestiones capitales como guerra y conquista (e imperio), poder y política (y corrupción), dioses y religión, arte y belleza. Roma fue el fruto de una construcción política sin parangón en la historia. De ella nos atraen desde sus sorprendentes inicios hasta su estrepitoso final. Estamos, pues, ante una historia necesaria, atractiva y popular: aproximémonos una vez más al «milagro romano».

      ¿DÓNDE Y CUÁNDO NACE ROMA?

      Marco espacial

      Debemos partir del conocimiento del marco físico, del escenario en el que se inicia la historia, que sobresale, ante todo, por su carácter favorable para el desarrollo de la actividad humana. Roma designa todo un Imperio, pero también, simplemente, una ciudad, cuya primera ocupación parece tener lugar a mediados de la Edad del Bronce, en un suelo altamente productivo, a veinte kilómetros de la costa y en una región de colinas dibujadas por los ríos tributarios del Tíber. Parte así de una ubicación estratégica, en el centro del Lacio, como punto crucial de las comunicaciones de la región. Con el tiempo, este tímido asentamiento inicial se convertirá en una de las mayores urbes del mundo, alcanzando entre tres y cinco km2 de extensión entre cualquiera de los puntos de su perímetro. A pesar de que los cálculos demográficos son muy cuestionados para estas etapas históricas, por su complejidad, se estima una población máxima de alrededor de un millón de habitantes en la etapa de mayor desarrollo del Imperio.

      Pronto Roma iniciará su expansión por la península itálica, bañada por dos mares, el Tirreno, al oeste, y el Adriático, al este, y marcada por dos cadenas montañosas que definen su relieve: los Alpes, una im­ponente barrera al norte, y los Apeninos, que la recorren de norte a sur. Este territorio cuenta, además, con amplias llanuras fértiles, rega­das por las cuencas de los principales ríos: de norte a sur, el Po, el Arno y el Tíber, en la zona central. Así mismo, el clima de la región, de tipo mediterráneo, suave, resulta muy propicio para el asentamiento humano y el desarrollo de actividades agropecuarias.

      De igual modo, esta península posee también una ubicación estratégica, al situarse en el centro del mar Mediterráneo, en las riberas del cual florecieron grandes culturas de la Antigüedad: Egipto, Carta­go, Fenicia, Judea, Grecia o Macedonia. Por tanto, conquistando Italia, los romanos obtendrán una posición dominante entre las naciones del mundo antiguo, contemplando un enorme horizonte de expansión. Esta cuenca mediterránea, que comprende el sur de Europa, el norte de África y Asia Menor, llegará a ser asumida como propia por los romanos con el término mare nostrum. De hecho, en el momento de máxima expansión del Imperio, Roma recorrerá cerca de 3.600 km, los que separan Gibraltar de las costas de Asia Menor, y podría aproximarse, según algunas estimaciones, a los 100 millones de habitantes.

      Marco temporal

      La historia de Roma en la Antigüedad abarca un prolongado periodo de tiempo, más de doce siglos de desarrollo, aunque en propiedad su historia no se agota ni antes ni después de los límites marcados. Dada esta amplitud temporal, para entender la civilización romana y poder estudiarla con mayor facilidad, se han establecido etapas, de acuerdo con su evolución política: Monarquía (753-509 a.C.), República (508-27 a.C.) e Imperio (Alto Imperio, siglos I-III, y Bajo Imperio, siglos IV-V, asumiendo como fecha final, para la pars Occidentis, el año 476). Esta periodización es una creación nuestra que los romanos no conocieron y que, en parte, utiliza fechas convencionales, fruto de la tradición impuesta por autores como Dionisio de Halicarnaso y Tito Livio.

      ¿QUIÉN NOS CUENTA LA HISTORIA DE ROMA?

      En comparación con otros periodos, la historia de Roma está, a nivel general, bien documentada y cuenta con numerosas fuentes para su estudio. En realidad, la civilización romana no ha dejado de estar presente en la cultura occidental, de un modo u otro, y esta circunstancia ha permitido la conservación de una parte significativa de su legado, tanto textual como material.

      Fuentes textuales

      La historiografía romana es relativamente tardía y en origen se ciñe a una serie limitada de acontecimientos, en esencia de tipo político y militar, recogidos cada año siguiendo la tradición de pontífices y magistrados. De la primera analística, de finales del siglo III a.C., apenas se conservan fragmentos. El precursor de esta historia sería Quinto Fabio Píctor, quien, movido por el afán de glosar la victoria de Roma en las guerras púnicas, elaboró un relato desde los inicios de la ciudad, ab urbe condita, práctica que se acabaría imponiendo. De este senador poco conocemos y de su obra solo guardamos citas aisladas, pero sí sabemos que escribió en griego, de manera que aplicaría a Roma los cánones propios de la historiografía helena. Sin duda, el griego era la lengua de prestigio de la época, y vehículo idóneo para propagar el mensaje político de sus escritos. Otros analistas significativos serían L. Cincio Alimento, Valerio Antias o Cayo Acilio; todos ellos trataron de justificar ante el mundo helenístico la conquista expansiva de Roma por el Mediterráneo.

      Siguiendo esta misma pauta de narrar la historia de Roma desde sus inicios, el primer texto escrito ya en latín llegó alrededor del año 200 a.C., Origines (en siete volúmenes apenas conservados), de la ma­no de Marco Porcio Catón, el Censor. Coetáneo suyo fue Quinto Ennio, autor de un poema narrativo sobre la historia del pueblo romano, comenzando con los viajes de Eneas tras la conquista de Troya hasta su propia época. Aunque conservamos nada más que una pequeña parte de los versos, estos nos permiten conocer una obra que ejerció una enorme influencia en la construcción de la epopeya nacional por parte de la literatura posterior.

      En cualquier caso, la historiografía romana no se entiende sin la herencia griega. Entre los griegos, como estableció A. Momigliano, podemos distinguir dos paradigmas historiográficos principales. El que sigue a Heródoto, caracterizado por el relato etnográfico, y el que se inspira en Tucídides, dedicado a los sucesos políticos y militares. En Roma se impuso el segundo modelo, a partir de la tradición analística y de la influencia ejercida por ciertos autores helenos. A los griegos les interesaban, sobre todo, los orígenes de Roma y aquellos acontecimientos que tuviesen que ver directamente con ellos. En concreto, fue Timeo (siglos IV-III a.C.) quien introdujo a Roma en el marco general de los conocimientos de los griegos. Él fue el primero que abordó en serio la historia romana, registrando el enfrentamiento entre Roma y el Estado helenístico liderado por Pirro. Un siglo más tarde, Polibio (siglo II a.C.) firmó una historia en la que marcó una diferencia clara con autores anteriores, al no limitarse a enumerar simplemente los hechos y procurar ya comprender los factores que los desencadenan. De este modo, en los 40 volúmenes de sus Historias intentó explicar las claves de la hegemonía de Roma a partir de las guerras púnicas. Además, fue un político activo y en su obra se esmeró en documentarse para hallar las causas que provocan los acontecimientos. Su obra fue continuada por Posidonio de Apamea (135-51 a.C.), el último gran historiador griego. Él comenzó su obra en el momento en el que Polibio remataba la suya, la destrucción de Cartago y Corinto, en el año 146 a.C.

      Volviendo a los autores latinos, Salustio (siglo I a.C.) en sus Historiae narraba importantes sucesos como las luchas de Pompeyo, los combates de Marco Antonio o la revuelta de los esclavos en Sicilia. La muerte parece que lo sorprendió antes de concluirlas. De hecho, ninguna de las obras escritas antes de la desaparición de César nos han llegado completas. Apenas han sobrevivido fragmentos y citas recogidos por autores posteriores, hasta una de las fuentes capitales. En época de Augusto, Tito Livio redactó un trabajo monumental en 142 tomos, Ab urbe condita, con la finalidad de glorificar la historia de Roma desde su fundación hasta la muerte de Druso, en el año 9 a.C. Conservamos 35 volúmenes (del 1 a 10, de los orígenes al 293 a.C., y del 21 a 45, del año 218 al 167 a.C.) y de los perdidos constan resúmenes y extractos. Livio recoge aquí con frecuencia viejas leyendas transmitidas por autores anteriores, mostrando escaso interés por contrastar sus fuentes.