Benito Pérez Galdós

Electra


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(Antes que el Marqués bese a la muñeca, Electra le da un ligero coscorrón con la cabeza de la misma.)

      Marqués. ¡Ah, pícara! Me pega. (Acariciando la barbilla de Electra.) Lulú no se enfadará si digo que su amiguita me gusta más.

      Evarista. Una y otra tienen el mismo seso.

      Don Urbano. ¿Y qué hablas con tu muñeca?

      Electra. A ratos le cuento mis penas.

      Evarista. ¡Penas tú!

      Electra. Sí, penas yo. Y cuando nos ve usted tan calladitas, es que pensamos en cosas pasadas...

      Marqués. Le interesa lo pasado. Señal de reflexión.

      Evarista. ¿Pero qué dices? ¿Cosas pasadas?

      Electra. Del tiempo en que nací. (Con gravedad.) El día en que yo vine al mundo fue un día muy triste, ¿verdad? ¿Alguno de ustedes se acuerda?

      Evarista. ¡Pero cuánto disparatas, hija! ¿No te avergüenzas de que el señor Marqués te vea tan destornillada...?

      Electra. Crea usted que los tontos más tontos, y los niños más niños, no hacen sus simplezas sin alguna razón.

      Marqués. Muy bien.

      Evarista. ¿Y qué razón hay de este juego impropio de tu edad?

      Electra (mirando al Marqués que sonríe a su lado). Ahora no puedo decirlo.

      Marqués. Eso es decir que me vaya.

      Evarista. ¡Niña!

      Marqués. Si ya me iba. Siento que mis ocupaciones no me dejen tiempo para recrearme en los donaires de esta criatura. Adiós, Electra; vuelvo a las cinco para llevármela a usted.

      Electra. ¡A mí!

      Don Urbano. Sí, hija: vamos a la inauguración de Las Esclavas.[41]

      Electra. ¿Yo también?

      Evarista. Ya puedes irte arreglando.

      Electra (asustada). Habrá mucha gente. ¡Ay! la gente me causa miedo. Me gusta la soledad.

      Marqués. ¡Si estaremos como en familia...! Vaya, no me detengo más.

      Evarista. Hasta luego, Marqués.

      Marqués (a Electra). A las cinco, niña; y que aprendamos la puntualidad. (Se va por el fondo con Don Urbano.)

       Índice

      Evarista, Electra.

      Evarista. Explícame ahora por qué estás tan juguetona y tan dislocada.

      Electra. Verá usted, tía: yo tengo una duda, ¿cómo diré? un problema...

      Evarista. ¡Problemas tú!

      Electra. Eso; en plural: problemas... porque no es uno solo.

      Evarista. ¡Anda con Dios!

      Electra. Y trato de que me los resuelva, con una o con pocas palabras...

      Evarista. ¿Quién?

      Electra (suspirando). Una persona que no está en este mundo.

      Evarista. ¡Niña!

      Electra. Mi madre... No se asombre usted... Mi madre puede decirme... y luego aconsejarme... ¿No cree usted que las personas que están en el otro mundo pueden venir al nuestro? (Gesto de incredulidad de Evarista.) ¿Usted no lo cree? Yo sí. Lo creo porque lo he visto. Yo he visto a mi madre.

      Evarista. ¡Virgen del Carmen,[42] cómo está esa pobre cabeza!

      Electra. Cuando yo era una chiquilla de este tamaño...

      Evarista. ¿En las Ursulinas de Bayona?[43]

      Electra. Sí... mi madre se me aparecía.

      Evarista. En sueños, naturalmente.

      Electra. No, no: estando yo tan despierta como estoy ahora. (Deja la muñeca sobre una silla.)

      Evarista. Electra, mira lo que dices...

      Electra. Cuando estaba yo muy triste, muy solita o enferma; cuando alguien me lastimaba dándome a entender mi desairada situación en el mundo, venía mi madre a consolarme. Primero la veía borrosa, desvanecida, confundiéndose con los objetos lejanos, con los próximos. Avanzaba como una claridad... temblando... así... Luego no temblaba, tía... era una forma quieta, quieta, una imagen triste; era mi madre: no podía yo dudarlo. Al principio la veía vestida de gran señora, elegantísima. Llegó un día en que la vi con el traje monjil. Su rostro entre las tocas blancas; su cuerpo, cubierto de las estameñas obscuras, tenían una majestad, una belleza que no puede imaginar quien no la vio...

      Evarista. ¡Pobre niña, no delires!...

      Electra. Al llegar cerca de mí, alargaba sus brazos como si quisiera cogerme. Me hablaba con una voz muy dulce, lejana, escondida... no sé como explicarlo. Yo le preguntaba cosas, y ella me respondía... (Mayor incredulidad de Evarista.) ¿Pero usted no lo cree?

      Evarista. Sigue, hija, sigue.

      Electra. En las Ursulinas[44] tenía yo una muñeca preciosa a quien llamaba también Lulú; y mire usted que misterio, tía: siempre que andaba yo por la huerta, al caer la tarde, solita, con mi muñeca en brazos, tan melancólica yo como ella, mirando mucho al cielo, era segura, infalible, la visión de mi madre... primero entre los árboles, como figura que formaban los grupitos de hojas; después... dibujándose con claridad y avanzando hacia mí por entre los troncos obscuros...

      Evarista. ¿Y ya mayorcita, cuando vivías en Hendaya...[45] también...?

      Electra. Los primeros años nada más. Jugaba yo entonces con muñecas vivas: los pequeñuelos de mi prima Rosaura, niño y niña, que no se separaban de mí: me adoraban, y yo a ellos. De noche, en la soledad de mi alcoba, los niños dormiditos, aquí ellos... yo aquí.

      (Señala el sitio de las dos camas.) Por entre las dos camas pasaba mi madre, y llegándose a mí...

      Evarista. ¡Oh! no sigas, por Dios. Me da miedo... Pero esas visiones, hija, se concluyeron cuando fuiste entrando[46] en edad...

      Electra. Cuando dejé de tener a mi lado muñecas y niños. Por eso quiero yo volverme ahora chiquilla, y me empeño en retroceder a la edad de la inocencia, con la esperanza de que siendo lo que entonces era, vuelva mi madre a mí, y hablemos, y me responda a lo que deseo preguntarle... y me dé consejo...

      Evarista. ¿Y qué dudas tienes tú para...

      Electra (mirando al suelo). Dudas... cosas que una no sabe y quiere saber...

      Evarista. ¡Qué tontería! ¿Y qué asunto tan grave es ese sobre el cual necesitas consulta, consejo...?

      Electra. ¡Ah! una cosa... (Vacila: casi está a punto de decirlo.)

      Evarista. ¿Qué? dímelo.

      Electra. Una cosa... (Con timidez infantil, manoseando la muñeca y sin atreverse a declarar su secreto.) Una cosa...

      Evarista (severa y afectuosa). Ea, ya es intolerable tanta puerilidad. (Le quita la muñeca.) ¡Ay! Electra, niña boba y discreta, eres un prodigio de inteligencia y gracia, cuando no el modelo de la necedad; tu alma se la disputan ángeles y demonios. Hay que intervenir,