H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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de forma espectral. El atardecer resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían advertido y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me agité al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El auto de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no transita por Kilderry. Los lugareños habían esquivado al coche y a su conductor que procedía del norte, pero a mí me habían dicho cosas, palideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me narró por qué.

      Los campesinos habían dejado Kilderry porque Denys Barry deseaba secar el gran pantano. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado incólume y odiaba ver sin ocupación la amplia y hermosa área de la que podía extraer turba y secar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron impresionarlo y ridiculizó a los aldeanos cuando primero rehusaron ayudarle y más tarde, cuando lo vieron decidido, lo maldijeron largándose a Ballylough con sus exiguas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando también lo abandonaron los criados, los reemplazó. Así que Barry se encontraba solo entre desconocidos, por lo que me pidió que lo visitara.

      Cuando conocí los temores habían desterrado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales temores eran de la clase más imprecisa, ridícula y absurda. Tenían que ver con una extraña leyenda tocante al pantano y con un aterrador espíritu guardián que moraba en las extrañas ruinas antiguas del distante islote que observara al crepúsculo, infinidad de luces danzantes en la penumbra nocturna y helados vientos que soplaban cuando la noche era calurosa, de blancos fantasmas revoloteando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra ahogada bajo la extensión pantanosa. Pero destacando sobre todas esas chifladas fantasías, la única en ser voluntariamente repetida, estaba que la maldición descendería sobre quien se atreviera a tocar o secar el gran pantano rojizo. Decían los campesinos, que hay secretos que no debían descubrirse, secretos que persistían ocultos desde que la plaga aniquilase a los hijos de Partholan durante los imaginados años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos descendientes de los griegos fueron todos sepultados en Tallaght, pero los ancianos de Kilderry hablan de una ciudad resguardada por la diosa de la luna protectora, así como de los montes impenetrables que la resguardaron cuando los hombres de Nemed vinieron de Escitia con sus treinta barcos.

      Tales eran los turbios cuentos que habían llevado a los lugareños al abandono de Kilderry, que al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. No obstante, yo sentía un gran interés por las antigüedades y estaba preparado a estudiar a fondo el pantano en cuanto lo secasen. Había viajado con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque indudablemente eran muy antiguas y su estilo tenía muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado estropeado para brindar una idea de su periodo de gloria. Ahora, estaban a punto de comenzar los trabajos de drenaje y los trabajadores del norte pronto arrancarían al pantano prohibido el musgo verde y el brezo rojo, también arrasarían los pequeños riachuelos sembrados de conchas y los serenos estanques azules rodeados de juncos.

      Sentí mucho sueño cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado trabajoso y mi anfitrión había permanecido hablando hasta muy tarde en la noche. Un criado me acompañó a mi habitación que se encontraba en una lejana torre, dominando la aldea y la planicie que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que a la luz de la luna pude ver desde la ventana las calmadas viviendas abandonadas por los campesinos y que ahora cobijaban a los trabajadores del norte. También divisé la iglesia parroquial con su viejo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las lejanas y viejas ruinas brillando de manera espectral sobre el islote. Al acostarme, creí percibir débiles sonidos a lo lejos, ritmos extraños y algo musicales que me causaron una extraña turbación que penetraron mis sueños. Pero al despertar la mañana siguiente, consideré que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve eran más asombrosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Mi mente, influenciada por la leyenda que me había narrado Barry, había rondado en sueños alrededor de una grandiosa ciudad, ubicada en un verde valle cuyos caminos y estatuas de mármol, villas y santuarios, frisos e inscripciones, recordaban de numerosas maneras el encanto de Grecia. Cuando le conté el sueño a Barry, nos echamos a reír juntos, pero yo me reía más, porque él se sentía desconcertado ante la conducta de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando aturdidos y de una forma muy lenta, procediendo como si no hubieran reposado, aun cuando la noche antes se habían acostado temprano.

      Esa mañana y durante la tarde, vagué a solas por el poblado bañado por el sol, conversando aquí y allá con los agotados trabajadores, ya que Barry estaba atareado con los planes finales para emprender su trabajo de secado. Los obreros no estaban tan alegres como debieran, ya que la mayoría parecía intranquila por culpa de algún sueño, aunque trataban de recordarlo en vano. Les conté el mío, pero no se impresionaron por él hasta que mencioné los raros sonidos que creí escuchar. Entonces me observaron de forma extraña y dijeron que ellos también creían evocar unos sonidos extraños.

      Al anochecer, Barry cenó conmigo y me informó que comenzaría el trabajo de drenaje en dos días. Me alegré, porque aunque me disgustaba ver desaparecer el musgo, el brezo y los pequeños riachuelos y lagos, sentía un creciente deseo de ver con mis ojos los viejos secretos que la densa turba pudiera esconder. Esa noche el sonido de las resonantes flautas y las galerías de mármol tuvo un final violento e impresionante, ya que vi descender sobre la ciudad del valle un efluvio y, posteriormente, la aterradora avalancha de las pendientes boscosas que arroparon los cuerpos muertos en las calles y dejaron descubierto en lo alto tan solo el templo de Artemisa, donde Cleis, la vieja sacerdotisa de la luna, permanecía fría y callada con una aureola de marfil sobre sus sienes plateadas.

      Desperté de repente y sobresaltado, por un instante no fui capaz de establecer si me hallaba dormido o despierto, pero cuando noté sobre el suelo el frío resplandor de la luna y los perfiles enrejados de una ventana gótica, resolví que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces sentí un reloj en algún lejano corredor de abajo tocando las dos y distinguí que estaba despierto. Pero aún escuchaba el fastidioso toque de flauta a lo lejos. Sonidos extraños, irracionales, que me hacían imaginar alguna danza de faunos en el antiguo Menalo. No me dejaban dormir y me levanté inquieto, caminando en la habitación. Solo por casualidad llegué a la ventana norte y observé la callada aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería ver, porque lo que deseaba era dormir, pero las flautas me inquietaban y tenía que hacer o ver algo. ¿Cómo podía sospechar lo que estaba a punto de observar?

      Bajo la luz de la luna que se observaba sobre el espacioso llano, allí se desarrollaba un espectáculo que ningún ser humano, habiéndolo observado, jamás podrá olvidar. Al sonido de flautas de caña que provocaban ecos sobre la ciénaga, se escurría silenciosa y aterradoramente una afluencia entremezclada de figuras oscilantes, realizando una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar antiguamente en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha junto a Ciane. La extensa llanura, la dorada luz de la luna, las figuras bailando entre las sombras y, sobre todo, el chillón y aburrido son de flautas producían un efecto que casi me inmovilizó, aunque a pesar de mi perturbación vi que la mitad de aquellos danzarines maquinales e inagotables eran los obreros que yo creía dormidos, mientras que la otra mitad eran insólitos seres blancos y etéreos de naturaleza indeterminada y que, sin embargo, parecían pálidas y pensativas sílfides de las amenazadas fuentes acuosas de la ciénaga. No sé cuánto tiempo estuve contemplando esa imagen desde la ventana del aislado torreón antes de caer súbitamente en un desmayo sin sueños del que me despertó el sol ya alto de la mañana.

      Al despertar mi primer impulso fue informar a Denys Barry todos mis recelos y observaciones, pero cuando vi el brillo del sol a través de la enrejada ventana oriental me persuadí de que lo que yo suponía haber visto era algo irreal. Soy proclive a fantasías raras, aunque no soy lo bastante endeble como para creérmelas, por lo que esta vez me limité a preguntar a los obreros, que habían dormido hasta muy tarde y no lograban recordar nada de la noche anterior, salvo nublados sueños de sonidos ensordecedores. Ese tema del sombrío toque de flautas de veras me abrumaba y me pregunté