H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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supo nada hasta después, cuando la Tierra de Occidente estuvo a salvo del peligro. Los hombres de pardo oliva no podían decir lo que ocurría, ni lo que iban a hacer, porque los hombres atezados y siniestros eran diestros en la ocultación y el disimulo.

      Jamás olvidarán los hombres de pardo oliva esa noche, y se hablará de la Calle como ellos hablan a sus nietos; porque fueron muchos los enviados, hacia el amanecer, a una misión distinta de cuantas ellos esperaban. Se sabía que este nido de anarquía era viejo, y que las Casas estaban en ruinas a causa de los estragos del tiempo, de las tormentas y la carcoma; sin embargo, lo que ocurrió esa noche de verano sorprendió por su extraña uniformidad. En efecto, fue un suceso de lo más singular, aunque muy simple. Porque sin previo aviso, a las primeras horas de la madrugada, todos los estragos de los años y las tormentas y la carcoma llegaron a su tremenda culminación: y tras el derrumbamiento final, no quedó en pie nada en la Calle, salvo dos antiguas chimeneas y parte de una pared de ladrillo. Nadie de cuantos vivían allí salió con vida de las ruinas. Un poeta y un viajero que llegaron con la enorme multitud a ver la escena, contaron después extrañas historias. El poeta dijo que en los momentos previos a los primeros rayos del sol contempló las sórdidas ruinas confusamente al resplandor de las luces eléctricas, y que por encima de los escombros se superponía otro esplendoroso paisaje en el que pudo dilucidar la luna, casas hermosas y bien construidas, árboles muy variados como olmos y robles y arces venerables. Y el viajero, por su lado, afirmó que ya no había ese habitual hedor, si no un delicado aroma como de rosas en flor. Aunque ¿no son palpablemente inciertos las ilusiones de los poetas y los cuentos de los viajeros?

      Hay una creencia popular algo extendida que dice que las cosas y los lugares tienen alma, y también otros que no lo creen; en mi caso, yo no podría decir más que lo que os he contado de la Calle.

       The Street: escrito en 1920 y publicado en ese mismo año.

      Se cuenta que en Ulthar, que se halla pasando el río Skai, ningún gato puede morir a manos de un hombre; y sin dudas lo puedo creer mientras observo al que descansa ronroneando frente a la hoguera. Porque el gato es misterioso, y cercano a esas cosas sorprendentes que el hombre no puede ver. Es el espíritu del antiguo Egipto, y el cuidador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es familia de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la siniestra y remota África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más viejo que la Esfinge y recuerda aquello que ella no puede recordar.

      En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un campesino viejo y su esposa, quienes se recreaban en atrapar y matar a los gatos de los vecinos. Por qué razón lo hacían, no lo sé; aunque muchos odian la voz del gato en la noche, y no les parece bien que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban verdaderamente capturando y asesinando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la forma de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión constante de sus rostros marchitos, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan tenebrosamente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas personas extrañas, les tenían más temor; y, en vez de confrontarlos como brutales asesinos, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se oían ruidos después de caída la noche, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa forma había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

      Un día, una caravana de peregrinos extraños procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Aquellos peregrinos eran oscuros, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado daban la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie sabía decirlo; pero se les vio entregados a oraciones extravagantes, y que habían pintado en los costados de sus carretas extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

      En esta curiosa caravana había un pequeño niño aparentemente huérfano, y con solo un gatito negro para cuidar. La plaga no había sido generosa con él, pero le había dejado esta pequeña y peluda cosa para atenuar su dolor; y cuando uno es muy joven, puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta manera, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía con más frecuencia de lo que lloraba mientras se sentaba a jugar con su gatito gracioso en los escalones de un carro pintado de extraña manera.

      Durante la tercera mañana de estadía de los viajeros en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras lloriqueaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le relataron la historia del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, su llanto dio paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo comprender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las extrañas formas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy curioso, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras oscuras y difusas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar a la persona imaginativa.

      Aquella noche los peregrinos dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de la casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato de la familia se había desvanecido; los gatos pequeños y los grandes, grises, negros, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el alcalde, juró que los viajeros oscuros se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y procedió a maldecir a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran quizá los más sospechosos; pues su odio por los gatos era famoso y descarado con creces. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, atestiguó que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos solemne y lentamente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había llevado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su repelente y oscuro patio.

      De este modo Ulthar se durmió en un enfado inútil; y cuando la gente despertó al día siguiente ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, grises, negros, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron gordos y muy brillantes, y ruidosos con satisfacción. Los ciudadanos comentaban entre ellos sobre el suceso, y se maravillaban considerablemente. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que la negación de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente rara. Y durante dos días completos los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solo dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

      Pasó una semana completa antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se encendían luces al atardecer. Luego, el notario Nith recalcó que nadie había contemplado al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el alcalde decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa cabaña, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras.