H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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junio tomamos rumbo al noreste y pese a algún enredo bastante gracioso con la sorprendente masa de delfines, nos pusimos en marcha.

      A las dos de la tarde, la explosión en la sala de máquinas nos tomó totalmente desprevenidos. No se había detectado ningún desperfecto en las máquinas y tampoco negligencia de los hombres, pero aun así, sin previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una gran explosión. El teniente Klenze se dirigió hacia la sala de máquinas, encontrando que el depósito de combustible y la mayor parte de la maquinaria estaba destruida, asimismo los maquinistas Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un instante nuestra situación se había vuelto extrema, ya que aunque los renovadores químicos estaban seguros, podíamos usar los aparatos para emerger y sumergirnos y abrir las escotillas mientras tuviéramos aire comprimido y batería, nos veíamos imposibilitados para propulsarnos o conducir el submarino. Buscar la salvación en los botes salvavidas significaba ponernos a nosotros mismos en manos de enemigos extremadamente resentidos contra nuestra fuerte nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos desde que, debido al tema del Victory, nos pusimos en contacto con otro U-boat de la Armada Imperial.

      Desde la hora del accidente, hasta el 2 de julio, derivamos incesantemente hacia el sur sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los delfines todavía rodeaban el U-29, una situación digna de narrar, habida cuenta de la distancia recorrida. En la mañana del 2 de julio vimos un buque de guerra que enarbolaba colores estadounidenses y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al final, el teniente Klenze tuvo que usar su arma contra un marinero llamado Traube que incitaba a tal acto antialemán con especial entusiasmo. Eso calmó de momento a la tripulación y nos sumergimos sin ser vistos.

      Durante la tarde siguiente, una gran bandada de aves marinas llegó desde el sur y el mar comenzó a tornarse peligroso. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos hasta entender que debíamos sumergirnos o morir entre las montañosas olas. La electricidad y la presión de aire disminuían, y tratábamos de evitar cualquier uso innecesario de nuestros muy escasos recursos mecánicos, pero en este caso no teníamos alternativa. No bajamos demasiado, y cuando el mar se calmó horas más tarde, decidimos emerger a la superficie. No obstante, aquí surgió un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestro objetivo, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según crecía el pánico entre los hombres encerrados en esta prisión submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar contra la cabeza de marfil del teniente Klenze, pero los aplacó la visión de una pistola automática. Tuvimos ocupados, tanto como pudimos, a los pobres diablos hurgando entre la maquinaria, aunque sabíamos bien que todo eso era inútil.

      Klenze y yo solíamos turnarnos para dormir, y durante mi periodo de sueño, el 4 de julio hacia las cinco de la mañana, se desató abiertamente el motín. Sospechando que estábamos perdidos, los seis cerdos marineros supervivientes estallaron violentamente en una ira maniaca motivada por nuestra negativa a rendirnos dos días antes al navío de guerra norteamericano, y se hundieron en un delirio de insultos y destrucción. Gruñían como los animales que eran y rompían, sin distinción, mobiliario e instrumental gritando insensateces sobre la maldición de la imagen de marfil y el joven moreno muerto que nos miraba y se alejaba nadando. El teniente Klenze parecía paralizado e incapaz de dar respuesta, que es lo que cabría esperar de un blando y afeminado oriundo del Rin. Acabé con los seis hombres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera ninguno.

      Arrojamos los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos solos en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía demasiado. Yo estaba dispuesto a seguir vivo tanto como fuera posible, empleando el generoso depósito de provisiones y el suministro químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locuras de aquellos malditos puercos marineros. Nuestras agujas, barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos, por lo que de ahí en adelante cualquier cálculo sería un mero estimado, basado en nuestros cronómetros, almanaques y la deriva calculada a juzgar por algunos objetos que podíamos observar a través de las troneras o desde la torreta. Afortunadamente, teníamos baterías almacenadas capaces aún de largo uso, tanto para alumbrado interior como para emplear el foco exterior. A menudo barríamos con este alrededor de la nave, pero únicamente veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio rumbo a la deriva. Desde el punto de vista científico, yo me sentía interesado en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé durante más de dos horas a uno de estos nadadores y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.

      Con el tiempo, observando la fauna y flora marinas, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Leímos mucho al respecto en los libros que yo me había llevado conmigo para los ratos de ocio, sin embargo, no pude dejar de notar la escasa preparación científica de mi compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a ilusiones y teorías sin valor. La cercanía de nuestra muerte le afectaba de forma curiosa y reiteradamente hablaba arrepentido sobre los hombres, mujeres y niños que había enviado a la muerte, olvidando que todo eso resultaba grande para alguien que sirve al estado alemán. Transcurrido un tiempo, comenzó a enloquecer notablemente, observando su imagen de marfil durante horas y maquinando fantásticas historias acerca de objetos perdidos y olvidados en el fondo del mar. A veces, como un experimento psicológico, yo provocaba esos desvaríos para escuchar sus infinitas citas poéticas y relatos sobre barcos hundidos. De veras lo sentía, porque detesto ver sufrir a un alemán, pero él no resultaba una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso, sabiendo que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían educados para ser hombres como yo.

      El 9 de agosto vimos el suelo del océano y con el foco proyectamos un poderoso rayo de luz sobre él. Se trataba de una extensa planicie ondulada, cubierta en su mayor parte de algas y salpicado por las conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había objetos fangosos con formas inquietantes, rematados de algas e incrustados de percebes que Klenze supuso viejos buques hundidos. Algo lo trastornó, un pico de materia sólida sobresaliendo cerca de un metro del lecho del océano, con cerca de medio metro de ancho, lados planos y suaves superficies superiores que coincidían en un ángulo sumamente cerrado. Yo manifesté que aquel pico debía ser un afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber observado tallas en su superficie. Tras un momento comenzó a temblar y alejó la vista como si tuviese miedo, aunque sin dar más explicación de que se sentía estupefacto ante las dimensiones, oscuridad, lejanía, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su mente estaba fatigada, pero yo soy siempre un alemán y no tardé en reconocer dos cosas: una, que el U-29 aguantaba grandiosamente la presión del mar, y otra, que los peculiares delfines seguían alrededor nuestro, incluso a una profundidad donde la mayoría de los naturalistas suponen imposible la vida para organismos superiores. Parecía indudable que yo había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estábamos lo bastante abajo como para que ese fenómeno resultara trascendente. Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la calculada mediante los seres con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze enloqueció totalmente. Había estado en la torreta usando el reflector, antes de precipitarse en la biblioteca donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó inmediatamente.

      —¡Él nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo estoy oyendo! ¡Tenemos que acudir! —mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió en el bolsillo y agarró mi brazo en un intento por arrastrarme escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento vislumbré que pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi compañía al exterior, una incongruencia suicida y asesina para la que yo no estaba prevenido. Cuando retrocedí y traté de tranquilizarlo se volvió aún más violento.

      —Vamos ahora... no esperemos más, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que retar y ser condenado.

      Entonces yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco de atar. Pero él se mantuvo imperturbable y decía:

      —¡Si estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se compadezcan del hombre que en su obstinación permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y enloquece ahora que él aún nos llama con benevolencia!

      Aquel