Ciertamente, los hijos encontraron las facilidades que buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las tribulaciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable acatamiento impuesto por el siniestro culto que se había apoderado de su imaginación.
Completamente al margen de los avances de la civilización, toda la tecnología de estos curiosos puritanos procedía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su autorrepresión patológica y la inclemente lucha contra un medio agreste, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya —de por sí oscuros— rasgos de su atávica ascendencia nórdica. Necesariamente austeros y esencialmente prácticos, estos no eran hombres que disfrutaran del pecado. Expuestos a equivocarse, como cualquier mortal, su propio código moral los obligaba a ocultarlo y así llegó el momento en que fueron plenamente incapaces de identificar que estaban ocultando. Solo las casas deshabitadas, insomnes y majestuosas, en apartadas y boscosas regiones, guardan lo que desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco orientadas a remover su letargo y tornarse comunicativas. Algunas veces, al observarlas, uno siente que lo que mejor podría hacer con ellas es arrasarlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por el lugar, estalló un aguacero tan furioso que me vi forzado a buscar cobijo en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad, ya hacía algún tiempo que transitaba la región vecina al valle de Miskatonic en busca de cierta información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la naturaleza propia de mis movimientos, pese a la estación del año, había decidido emplear una bicicleta. De esta forma, la tarde en cuestión, me había encontrado en una carretera de apariencia abandonada, por el que me había aventurado creyendo que era el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este camino, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció desmoronarse en un violento diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un arruinado edificio de madera que apareció en mi pequeño campo visual. Cercada por dos formidables olmos ya casi sin hojas y reclinada contra un cerro de piedras, desde el primer instante la casa no me inspiró ninguna confianza. Las ventanas empañadas, parecían astutos ojos entrecerrados. Sus bases —aún con mucha solidez y las paredes exteriores bastante enteras— correspondían con elementos básicos que se relacionaban con otros tantos que aparecían en las leyendas que había recopilado en mis investigaciones, y que me predisponían contra lugares como al que debía acudir entonces. En efecto, la fuerza de la tormenta era tal que no tuve más que apartar mis temores, lanzar la bicicleta por la bajada enmarañada de maleza que dirigía hasta la casa y así, de pronto me encontré frente a una puerta que, de cerca, mostraba una gran sugerencia.
Llegué convencido de que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella, algunos indicios me hicieron pensar que el lugar no se encontraba del todo abandonado. Por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, por eso en vez de abrir la puerta sin más preferí golpear cautelosamente. Mientras tanto me iba dominando una ansiedad cuyos orígenes no sabría explicar. De pie sobre la piedra que hacía las veces de escalón de entrada, me dediqué a inspeccionar las ventanas que tan mal me habían impresionado a lo lejos y pude evidenciar que, pese al daño del tiempo y a la suciedad que las cubría, ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Prueba adicional para mi sospecha de que, a pesar del abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no obtenían la menor respuesta. Volví a golpear en la puerta y tras una sensata espera, que también resultó inútil, me decidí a hacer girar el oxidado picaporte. Sin mucha sorpresa advertí que la puerta estaba abierta. Entré a un recibidor pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta fluía un olor particularmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta detrás de mí. Divisé una escalera angosta que concluía en una puerta también estrecha y que, sin duda, conducía al sótano. A la izquierda y a la derecha se podían ver otras tantas puertas que debían comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.
Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda y entré en una pequeña habitación de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi velados por el polvo y las telarañas y, prácticamente, sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en consideración el mobiliario compuesto por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se distinguía un antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la tenue luz que llegaba hasta aquel lugar me imposibilitaba leer sus títulos. Me resultaba interesante lo antiguo que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Era habitual encontrar numerosas reliquias del pasado en las casas de la región, pero aquí, la presencia de lo antiguo era impresionante. Por ejemplo, en la habitación donde me hallaba no había un solo objeto que perteneciera a una fecha posterior a la Revolución. Pese a la sencillez del mobiliario, aquella casa habría sido el paraíso de un coleccionista.
La hostilidad que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que aumentar a medida que iba transitando con la mirada el paisaje que se me presentaba. Era imposible determinar cuál era la causa que me provocaba temor o desagrado. Baste con decir que había algo indefinido en la atmósfera que me hacía pensar en evocaciones de tiempos obscenos, en la más ordinaria brutalidad y en circunstancias que valía más sepultar en el olvido. Nada me inducía a sentarme apaciblemente a esperar que la lluvia cesara, así que seguí dando vueltas y reconociendo los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de tamaño mediano que estaba sobre la mesa; su apariencia era tanta antigüedad que era sorprendente verlo fuera de un museo. Tenía la encuadernación en cuero guarnecido con metal y su estado de conservación era excelente. Es de hacer notar que no era cosa de todos los días hallar semejante volumen en una casa tan sencilla. Lo abrí y descubrí con sorpresa que se trataba de la descripción del Congo que hizo Pigafetta a partir de las reflexiones del marinero Lope. Estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.
Había oído hablar muchas veces de aquella obra, llamativamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que abstraído en su examen terminé por olvidar la incomodidad que me producía el lugar. Las ilustraciones eran verdaderamente únicas, decididamente inclinadas hacia la fantasía, con relativa fidelidad a las descripciones del texto. Una presencia, repetida en ellos, era la de los negros de piel blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato examinando el precioso volumen y habría seguido así mucho más si una insignificancia no hubiese venido a molestarme y a revivir mi ansiedad. Me molestaba el hecho de que quisiera o no, el libro siempre se abría en la Lámina XII, una estremecedora representación de los caníbales Anziques. No dejé de sentirme avergonzado por semejante exageración de susceptibilidad, pero en verdad permanecía la circunstancia de que aquel grabado no me agradaba en lo más mínimo, especialmente en los detalles que se referían la gastronomía anziqueña.
Lo coloqué sobre la mesa y me giré hacia el estante que había observado al comienzo. Había pocos libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con rústicos grabados de madera e impreso por el creador de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y otros pocos libros más de la misma época. De pronto, todo mi cuerpo se puso tenso al escuchar el característico sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis insistentes golpes en la puerta, pero no tardé en tranquilizarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una intensa siesta y ya, con mayor tranquilidad, escuché el sonido estridente de la escalera revelando que alguien descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de prudencia. Por mi parte, había tenido la cautela de cerrar detrás de mí la puerta de la habitación en la que me encontraba ahora. Al otro lado de la puerta se produjo un silencio, tiempo en el que seguramente quien fuese se dedicaba a inspeccionar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego observé un movimiento familiar en el picaporte y vi como se abría la puerta.
Apareció una persona con una apariencia tan estrafalaria que si no la recibí con un grito de espanto fue debido a mi muy cuidada y observada educación. Se trataba de un viejo de barba canosa, vestido solo con harapos, pero con un semblante y un porte que infundían admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y a