H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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con pasmosa fealdad lo repugnante que es la realidad y despojar la vida de sus bordados ropajes de mito, Kuranes tan solo buscaba la belleza. Cuando no lograba revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y en la ilusión, en cuyo mismo origen la encontraba entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

      No todas las personas reconocen las maravillas que guardan para sí mismas los relatos y visiones de su propia juventud, pues en nuestra niñez escuchamos y soñamos y tenemos pensamientos a medias sugeridos, pero cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordarlos, el veneno de la vida nos ha vuelto torpes y ordinarios. Muchos de nosotros despertamos durante la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que le hablan al sol y dorados acantilados que se asoman a unos mares susurrantes, de llanuras que se extienden alrededor de ciudades soñolientas de bronce y de piedra, y sombrías compañías de héroes que galopan sobre sus ataviados caballos blancos por los linderos de densos bosques. Entonces sabemos que hemos vuelto a mirar, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo maravilloso que nos pertenecía antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

      Kuranes regresó de pronto a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con el lugar donde había nacido, una construcción de piedra cubierta de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de sus antepasados y donde él había esperado morir. La luna brillaba y Kuranes había salido silenciosamente a la fragante noche de verano, atravesó los jardines, bajó por las terrazas, dejó atrás los inmensos robles del parque y caminó el largo camino que llevaba al pueblo. El pueblo se veía muy viejo y tenía su borde mordido como la luna cuando ha empezado a menguar. Y Kuranes se preguntó si los techos puntiagudos de las casas ocultaban el sueño o la muerte.

      En las calles había tallos de hierba muy larga y los cristales de las ventanas miraban ciegamente de uno y otro lado o estaban rotos. Kuranes siguió caminando trabajosamente, sin detenerse, como llamado hacia algún lugar. No se atrevió a detener ese impulso por temor a que resultase igual que las ilusorias solicitudes y aspiraciones de la vida despierta que no conducen a ninguna parte. Luego se dirigió hacia un callejón que salía de la calle del pueblo hacia los acantilados del canal y llegó al final de todo... a un precipicio. A un abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un infinito vacío, y donde también el cielo estaba vacío y, allá delante, no lo iluminaban ni siquiera la luna mordida o las curiosas estrellas.

      La fe le había exhortado a seguir caminando hacia el precipicio, se arrojó al abismo por el que cayó flotando, flotando, flotando. Pasó oscuros y deformes sueños no soñados, esferas cuyo apagado brillo podían ser sueños apenas soñados y seres alados y sonrientes que parecían burlarse de todos los soñadores del mundo. Luego pareció que una grieta de claridad se abría en las tinieblas que tenía delante de sí y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo y una montaña coronada de nieve muy cerca de la costa.

      En el instante en que vio la ciudad, Kuranes despertó, sin embargo, supo con esa breve mirada que era Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, que estaba situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había habitado durante la eternidad de una hora una tarde de verano, hacía mucho tiempo cuando había escapado de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo serenara y lo durmiera mientras veía las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa. Entonces protestó, porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en un navío dorado rumbo a esas regiones seductoras donde el cielo y el mar se unen. Ahora, al despertar se sintió igualmente irritado, ya que después de cuarenta rutinarios años había encontrado su maravillosa ciudad.

      Pero Kuranes regresó a Celefais tres noches después. Como la vez anterior, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto y con el abismo al que debía bajar flotando silenciosamente, luego apareció nuevamente la grieta de luz, observó los brillantes minaretes de la ciudad, las graciosas naves fondeadas en el puerto azul y, mecidos por la brisa marina, los árboles ginkgo del Monte Arán. Pero esta vez no fue sacado de su sueño, así que descendió suavemente —como un ser alado— hacia la herbosa ladera hasta que sus pies descansaron suavemente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai y a la espléndida ciudad de Celefais.

      Kuranes paseó en medio de fragantes hierbas y espléndidas flores, cruzó por el pequeño puente de madera —donde había tallado su nombre hacía muchísimos años— sobre el burbujeante Naraxa, cruzó a través de la rumorosa arboleda y fue hacia el gran puente de piedra ubicado en la entrada de la ciudad. Aunque los mármoles de los muros no habían perdido su belleza, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían, todo era muy antiguo. Y Kuranes se dio cuenta que no tenía que sentir temor de que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía, porque hasta los centinelas en las murallas eran los mismos y eran tan jóvenes como él los recordaba. Cuando cruzó las puertas de bronce y entró en la ciudad, pisó el pavimento de ónice y los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás hubiese estado ausente y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que en Ooth Nargai no existe el tiempo, sino solamente la juventud eterna.

      Luego, Kuranes bajó hasta la muralla del mar por la Calle de los Pilares y se mezcló con los mercaderes y marineros y con hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se une con el mar. Allí estuvo mucho tiempo, observando por encima el reluciente puerto donde las ondas del agua brillaban bajo un sol desconocido y donde se mecían las naves fondeadas oriundas de lugares lejanos. También contempló el Monte Arán, que desde la orilla se levantaba majestuoso, con sus verdes laderas cubiertas de árboles ondulantes y con su blanca cima tocando el cielo.

      Kuranes deseó, más que nunca, zarpar en un navío hacia lugares lejanos de los que tantas y raras historias había escuchado, así que nuevamente buscó al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias en que estuviera en el pasado y Athib no pareció tener conciencia del tiempo que había pasado. Luego, se fueron juntos en bote hasta una barca del puerto, le dio órdenes a los remeros y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días navegaron sobre las aguas ondulantes, hasta que finalmente llegaron al horizonte, allí donde el mar se junta con el cielo. Pero la nave no se detuvo aquí, sino que siguió navegando ágilmente a través del cielo azul, entre vellones de nube teñidos de color rosa. Y por debajo de la quilla, Kuranes logró ver tierras y ríos extraños y ciudades, de inimaginable belleza, tendidas con indiferencia ante un sol que no parecía desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que el viaje no terminaba nunca y que pronto entrarían en el puerto de Sarannian, la ciudad de las nubes de mármol rosa, construida sobre la impalpable costa donde el viento que viene del Oeste sopla hacia el cielo. Pero, cuando pudieron verse las torres esculpidas más altas de la ciudad, se produjo un fuerte ruido en alguna parte del espacio y Kuranes despertó en su buhardilla, en Londres.

      Después de eso, Kuranes durante meses buscó en vano la maravillosa ciudad de Celefais y sus navíos que hacían la ruta del cielo, y aunque sus sueños lo llevaron a variados y maravillosos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar, nuevamente, el Valle de Ooth-Nargai, el cual estaba situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde se veían brillar débiles fogatas de campamento, solitarias y muy diseminadas, también había manadas de reses extrañas y peludas, cuyos cabestros tenían cencerros tintineantes y, en la parte más recóndita de esta zona montañosa, tan remota que pocas personas podían haberla visto, descubrió una especie de calzada —o camino empedrado— terriblemente antiguo, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y que era demasiado gigante para haber sido construido por seres humanos.

      Más allá de la calzada, en la gris claridad del alba, llegó a un lugar de exóticos jardines y cerezos y cuando se elevó el sol, observó tanta belleza de flores blancas, verdes follajes, campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de techos rojos que, embargado de felicidad, por un momento olvidó a Celefais. Pero al transitar por un blanco camino hacia una pagoda de techo rojo, nuevamente la recordó. Si hubiese querido