se formó una escena que, aunque difusa, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era familiar en cierto modo, aunque lo extraordinario se superponía a la manera como una escena cinematográfica se proyecta en un escenario terrestre sobre el telón de fondo de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast frente a mí, pero la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares no estaba vacía. Una profusión de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entre ellas en terrible confusión y junto a cada objeto conocido, existían mundos enteros y extrañas y desconocidas entidades. Del mismo modo, parecía que las cosas cotidianas intervenían la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había monstruosidades muy negras y gelatinosas que temblaban fofamente en unidad con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en asquerosa profusión, y para horror mío, descubrí que se intercalaban, que eran semifluidas y capaces de penetrarse mutuamente y de traspasar lo que conocemos como materia sólida. Nunca estaban quietas, sino que parecían moverse con algún propósito perverso. A veces, se engullían unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola súbitamente de la vista. Entendí, con cierta turbación, que eso era lo que había hecho desaparecer a la desdichada servidumbre y después, no fui capaz de retirar dichas entidades de mi pensamiento mientras intentaba descubrir nuevos detalles de este mundo —recientemente visible— que existe a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado mirando y me decía:
—¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que alrededor tuyo y a través de ti, flotan y revolotean en cada momento de tu vida? ¿Ves esas criaturas que habitan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he logrado romper la barrera? ¿No te he mostrado mundos que ningún otro hombre vivo ha visto? —escuché que gritaba a través de aquel caos y vi su rostro ofensivamente cerca del mío. Sus ojos eran dos hoyos llameantes que me observaban con lo que ahora reconozco como un odio infinito. La máquina sonaba de manera detestable.
—¿Crees que esos seres que se retuercen torpemente fueron los que devoraron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados se han esfumado, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme, me intimidabas cuando necesitaba hasta la más mínima migaja de aliento, te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, desgraciado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero de inmediato lo sabrás. Mírame. Oye lo que voy a decirte. ¿Crees que los conceptos de espacio, de tiempo y de magnitud son reales? ¿Crees que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu pequeño cerebro no lograría imaginar. He visto más allá de los confines del infinito y he conjurado a los demonios de las estrellas. He viajado sobre las sombras que van de mundo en mundo diseminando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes? y ahora hay entidades que me buscan, entidades que devoran y disuelven, pero sé la manera de eludirías. Es a ti a quien atraparán, como atraparon a los criados... ¿Se está moviendo el señor? Ya te he dicho que es peligroso moverse. Te he salvado antes al advertirte que te mantuvieras inmóvil, a fin de que vieses más cosas y oyeras lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato se habrían lanzado sobre ti. No te preocupes, no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados. Fue mirarlos lo que les hizo gritar de aquella forma a esos pobres diablos. No son agraciados... mis animales favoritos vienen de un lugar cuyos patrones de belleza son... muy diferentes. La desintegración es totalmente indolora, te lo puedo asegurar, pero quiero que los veas. Yo estuve dispuesto a verlos, pero logré detener la visión. ¿No te da curiosidad? Siempre supe que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de inquietud por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Entonces, por qué no te mueves? ¿Estás cansado? Bueno, amigo mío, no te preocupes porque ya vienen... Mira. Mira maldito, mira... allí, sobre tu hombro izquierdo.
Lo que queda por contar es muy breve y tal vez ya lo saben por las noticias que aparecieron en los diarios. La policía escuchó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos —a Tillinghast muerto y a mí inconsciente—. Me detuvieron porque mantenía el revólver en la mano, pero me soltaron tres horas después, al descubrir que lo que había acabado con la vida de Tillinghast había sido una embolia y comprobar que había dirigido el disparo contra la peligrosa máquina que ahora permanecía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada de lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase incrédulo, pero por la leve explicación que le di, el doctor declaró que yo había sido hipnotizado, sin duda, por el vengativo y desquiciado homicida.
Quisiera poder creerle. Mis lacerados nervios se calmarían si dejara de pensar lo que ahora pienso sobre el aire y el cielo que tengo sobre mí y a mi alrededor. Ya no logro sentirme a solas, ni a gusto, y a veces cuando estoy agotado, tengo la aterradora sensación de que me están persiguiendo. Es este simple hecho lo que me impide creer en lo que dice el doctor: la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que creen que mató Crawford Tillinghast.
From Beyond: escrito en 1920 y publicado en 1934.
El Árbol22
“Fata viam invenient.”
En Arcadia, en una verde ladera del monte Ménalo, se encuentra un olivar muy cerca de las ruinas de una villa. Al lado se halla una tumba, antiguamente embellecida con las más hermosas esculturas, pero ahora está sumergida en la misma decadencia que la vivienda. A un extremo de la tumba, crece un olivo antinaturalmente grande y de forma particularmente desagradable, con sus características raíces desplazando los bloques de mármol pentélico vejados por el tiempo. Tanto se parece a la figura de un hombre deforme, o de un cadáver retorcido por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca de allí en esas noches que la luna brilla lánguidamente a través de sus retorcidas ramas.
El monte Ménalo es uno de los parajes favoritos del temible Pan, el de el enjambre de raros compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna aterradora relación con estos bárbaros silenos, pero un anciano ovejero que habita en una cabaña cercana me narró una historia diferente.
Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La hermosura de su obra era alabada desde Lidia hasta Neápolis, y nadie se atrevía a pensar que la habilidad de uno sobrepasara al otro. El Hermes de Calos se levantaba en un marmóreo templo de Corinto y la Palas de Musides completaba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y a Musides, y se sorprendían de que ninguna sombra de envidia artística desalentara el calor de su fraternal amistad.
Pero aunque Calos y Musides convivían en perfecta armonía, sus maneras de ser no eran iguales. Mientras que Musides disfrutaba las noches entre los placeres citadinos de Tegea, Calos prefería permanecer en casa, descansando fuera de la vista de sus esclavos bajo el fresco abrigo del olivar. Allí meditaba sobre las imágenes que colmaban su mente y allí ideaba las formas de belleza que luego inmortalizaría en mármol casi vivo. Por supuesto, los ociosos decían que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran más que las imágenes de las dríadas y los faunos con los que se relacionaba, ya que nunca realizaba sus trabajos a partir de modelos vivos.
Tan famosos eran Calos y Musides que nadie se sorprendió cuando el tirano de Siracusa despachó a sus mensajeros para hablarles sobre la valiosa estatua de Tycho que planeaba levantar en su ciudad. Habría de ser de gran tamaño y belleza sin par, ya que la estatua habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en un destino para los viajeros. Honrado, más allá de cualquier pensamiento, sería aquel cuyo trabajo fuese escogido y Calos y Musides estaban invitados a disputar tal distinción. Era de sobra conocido su amor fraterno, y el astuto tirano presumía que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo, así que producirían dos imágenes de belleza extraordinaria, cuya belleza eclipsaría inclusive los sueños de los poetas.
Los escultores aceptaron encantados el encargo del tirano, así que los días que siguieron los esclavos podían escuchar el permanente golpeteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron