noche, Kuranes subió por una infinita y húmeda escalera de caracol hecha de piedra. Llegó a la ventana de una torre donde se dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena, y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido con anterioridad. Si no hubiesen surgido la temibles luces de un lejano lugar al otro lado del horizonte, mostrando las antigüedades de la ciudad y sus ruinas, el río estancado cubierto de cañas y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis volviera de sus conquistas para hallar la venganza de los dioses, Kuranes habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai.
Y Kuranes, inútilmente siguió buscando la maravillosa ciudad de Celefais y las naves que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan. Mientras, contemplaba numerosas maravillas y en una ocasión escapó milagrosamente del gran sacerdote que, indescriptible, se esconde tras una máscara de seda amarilla y vive solo en un monasterio prehistórico de piedra en la fría y desierta meseta de Leng. Transcurrido el tiempo, los desolados lapsos del día le resultaron tan insoportables, que empezó a consumir drogas para aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó muchísimo y en una ocasión lo trasladó a un lugar del espacio donde no existen las formas, pero donde los gases incandescentes penetran los secretos de la existencia. Un gas violeta le hizo saber que esta parte del espacio estaba fuera de lo que él llamaba el infinito. Ese gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una masa infinita de materia, energía y gravedad. De nuevo, Kuranes se sintió muy deseoso de regresar a la Celefais llena de minaretes y aumentó su dosis de droga.
Luego, lo echaron de su buhardilla y vagó sin rumbo por las calles. Un día de verano cruzó un puente y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más pobres. Allí fue donde terminó su realización y donde encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.
Los caballeros eran hermosos, ataviados con relucientes armaduras y montados sobre caballos tricolores. Sus chaquetones tenían bordados con hilo de oro extraños escudos de armas. Eran tantos, que Kuranes pensó que eran un ejército, aunque habían sido enviados en su honor porque él era quien había creado en sus sueños Ooth-Nargai. Por ese motivo ahora iba a ser nombrado su dios supremo. Entonces, le dieron un caballo a Kuranes y lo colocaron a la cabeza de la comitiva. Emprendieron la majestuosa marcha, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido, por las campiñas de Surrey. Era raro, pero parecía que retrocedían en el tiempo mientras cabalgaban, pues cada vez que cruzaban un pueblo en el atardecer, veían a sus vecinos y a sus casas como Chaucer, y sus predecesores les vieron, y algunas veces se cruzaban con algún caballero con un grupo pequeño de seguidores. Al llegar la noche galoparon más deprisa —y tan prodigiosamente— que no tardaron en hacerlo como si estuvieran volando en el aire.
Cuando comenzaba a amanecer, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto agitadamente en su niñez y también dormido o muerto. Ahora estaba vivo y los aldeanos madrugadores hicieron una reverencia —cuando pasaron los jinetes calle abajo mientras resonaban sus cascos— y luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños.
Kuranes se había precipitado en ese abismo solo de noche y se preguntaba cómo sería de día, así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a llegar al borde. Mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, surgió de occidente una luz dorada y radiante que cubrió el paisaje con resplandecientes ropajes. El abismo era un hirviente caos de rosáceo y pálido esplendor, invisibles voces cantaban gozosas mientras el cortejo de caballeros saltaba al vacío y caía flotando graciosamente a través de luminosas nubes y plateados resplandores. Los jinetes seguían flotando interminablemente y sus corceles pateaban el éter como si cabalgasen sobre brillantes arenas, luego, los inflamados vapores se abrieron para mostrar un brillo aún más grande: la deslumbrante ciudad de Celefais y, más allá, su costa y su montaña que dominaba el mar y las naves de vivos colores que zarpan del puerto con destino a regiones lejanas donde el cielo se une con el mar.
Entonces, Kuranes reinó en Ooth-Nargai y en todos los territorios vecinos de los sueños, y tuvo su corte tanto en Celefais como en la Serannian formada de nubes. Y allí reina y reinará feliz para siempre, aunque al pie de los taludes de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que al amanecer había cruzado el pueblo semidesierto. Jugaban burlonamente y lo arrojaban contra las rocas, junto a las torres cubiertas de hiedra de Trevor, donde un obeso y millonario cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza destruida.
Cephelaïs: escrito en 1920 y publicado en 1922.
Desde el más allá21
Exageradamente aterrador era el cambio que había experimentado mi mejor amigo, Crawford Tillinghast. No le había visto desde el día en que me relató, dos meses y medio atrás, hacia dónde se alineaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando dio respuesta a mis temerosas y casi aterradas reprimendas, echándome de su laboratorio y de su casa en una descarga de apasionada ira, supe que permanecería, en adelante, la mayor parte de su tiempo aislado en el laboratorio del desván con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada hasta de los criados. Pero nunca imaginé que un corto tiempo de diez semanas pudiera cambiar de ese modo a un ser humano. Ver a un hombre corpulento ponerse esquelético de repente no es nada agradable y menos aún cuando le tiemblan y se le crispan las manos, la frente se le llena arrugas y se le cubre de venas, las bolsas bajo sus ojos se le tornan grises o amarillentas y estos se le hunden y se ponen ojerosos y extrañamente resplandecientes. Y si a eso se le suma una asquerosa falta de aseo, un total desaliño en su ropa, una negra cabellera que comienza a encanecer desde la raíz y una barba blanca crecida en un rostro que siempre estuvo afeitado, el efecto general resulta espantoso. Pero así lucía Crawford Tillinghast la noche en que su casi indescifrable mensaje me llevó hasta su puerta después de mis semanas de exilio. Ese fue el espanto que me abrió —temblando— con una vela en mano y mirando sigilosamente por encima del hombro como temeroso de los entes invisibles de aquella vieja y solitaria casa, retirada de la línea de edificios que integraban Benevolent Street.
Que Crawford Tillinghast se dedicara a estudiar de la ciencia y la filosofía fue un error. Estas materias deben dejarse para un investigador frío e impersonal, ya que brindan dos alternativas, trágicas por igual, al hombre sensible y de acción: si fracasa en sus investigaciones, la consternación, y si triunfa, el inexpresable e incomprensible terror. Tillinghast había experimentado una vez el fracaso, retraído y melancólico, pero esta vez vislumbré con verdadero temor, que había experimentado el éxito. En efecto, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me contó la historia de lo que él sospechaba que estaba a punto de descubrir. Entonces, hablando con voz aguda y afectada se animó y se acaloró, aunque siempre presumido. Me dijo:
—¿Qué sabemos nosotros del mundo y del universo que nos rodea? Nuestras formas de percepción son terriblemente escasas y nuestro entendimiento de los objetos que nos rodean profundamente estrecho. Solo vemos las cosas de acuerdo a la estructura de los órganos con que las percibimos y no podemos hacernos una idea de su naturaleza absoluta. Ambicionamos alcanzar el complejo e ilimitado universo con cinco débiles sentidos, cuando existen otros seres dotados de un rango de sentidos más amplios y efectivos o simplemente diferente, ellos podrían, no solo ver las cosas que vemos nosotros de forma muy diferente, sino que podrían estudiar y percibir universos enteros de materia, energía y vida que se encuentran al alcance de la mano, pero que son imperceptibles a nuestros actuales sentidos.
»Siempre he tenido el convencimiento de que esos raros e inaccesibles mundos están muy cerca de nosotros y creo que ahora he descubierto la manera de traspasar esa barrera. No estoy bromeando. En veinticuatro horas, esa máquina que está junto a la mesa generará ondas que intervendrán determinados órganos sensoriales que nosotros poseemos en estado rudimentario o atrofiados. Esas ondas nos abrirán nutridas perspectivas desconocidas por el hombre, algunas de las cuales son excluidas de todo lo que consideramos vida orgánica. Advertiremos que hace aullar a los perros durante las noches y enderezar las orejas de los gatos después de las doce. Podremos ver esas cosas y otras que