H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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y casi no tenía pliegues. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una visible vitalidad y proyectaban miradas de profunda intensidad. De no ser por su particular apariencia, el hombre hubiese impuesto su presencia distinguida y su excepcional forma física. Precisamente, la apariencia estrafalaria era lo que lo infectaba irremediablemente con un aire desagradable. No es posible detallar lo que en otro tiempo había sido su vestimenta, ahora reducida a un montón de trapos que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible señalar el grado de inmundicia de toda su persona.

      Todo eso, sumado al miedo involuntario que me poseía desde antes de su llegada, causó en mí un sentimiento de rechazo hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa observar, en clara contradicción con su apariencia y con los sentimientos que experimentaba, cómo me invitaba con un gesto elegante a que me sentara y me hablaba con voz débil, pero muy agradable, para declararme su respetuosa hospitalidad. Hablaba en un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui a la que yo presumía desaparecida hacía mucho tiempo y que ahora tenía ocasión de estudiar, mientras hablábamos plácidamente frente a frente.

      —¿Lo sorprendió la lluvia? —comenzó la conversación—. Afortunadamente estaba cerca de la casa. Imagino que debí haber estado dormido, de lo contrario, lo habría oído… Necesito dormir muchas horas todos los días, ya no soy joven... ¿Va muy lejos? No pasa mucha gente por esta ruta desde que suprimieron la diligencia de Arkham.

      Le contesté que efectivamente me dirigía a Arkham y le pedí disculpas por haber entrado de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.

      —Me alegra verlo, señor. Son muy pocos los rostros nuevos que pueden verse por aquí y no hay mucho con qué entretenerse. Imagino que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de reconocer a alguien de esa ciudad solo con verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se marchó y nadie volvió a saber de él.

      El anciano dejó escapar una especie de risa contenida y, al preguntarle, no me respondió sobre la causa de la misma. Lucía de muy buen humor, pero dejaba ver las excentricidades propias de alguien con su apariencia. Durante un rato continuó hablando solo, como si encontrara un importante placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan extraño como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recuperado del asombro que me causó encontrar ese ejemplar en esa casa y por algunos momentos había reprimido mis deseos de hablar sobre ello, pero finalmente mi curiosidad fue más fuerte que todas las demás aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no generó la iniciación de un tema incómodo para mi anfitrión, quien se entregó a una extensa explicación.

      —¿El libro africano? Se lo canjeé al capitán Ebenezer Holt por algún objeto que ahora no recuerdo, creo que en el año 68, antes que él muriera en la guerra.

      El nombre Ebenezer Holt hizo que pusiera atención de inmediato. Durante mis investigaciones genealógicas me había encontrado con aquel nombre, pero no había podido hallar datos precisos acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Me imaginé que aquel hombre podría ayudarme en la ubicación de esos datos, pero resolví aplazar la pregunta para más tarde. Mientras tanto, él continuaba con su relato:

      —Ebenezer navegó durante muchos años en un navío comercial de Salem y no había puerto donde se detuviera en el que no se encaprichara con alguna alabada rareza. Me parece que este libro lo había conseguido en Londres. Le gustaba mucho ir a las tiendas para comprar esas cosas. Una vez visité su casa en las montañas, donde había ido a vender caballos y vi este libro. Me gustaron mucho los grabados y le propuse un intercambio. Es un libro muy raro. Vamos a verlo… Necesito mis lentes…

      El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes grasientos e increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las puso, tomó con extremo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.

      —Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes, el reverendo Clark, de quien se dice que murió ahogado en la laguna, también me leyó algo… ¿Usted puede entender lo que dice?

      Le dije que sí y para comprobarlo le traduje un fragmento del comienzo. Tal vez cometí algunos errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera enmendarme. Además, parecía satisfecho con mi versión. Su cercanía se iba incrementando y, al mismo tiempo, se me hacía cada vez más insoportable, pero no encontraba la manera de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me complacía el infantil entusiasmo de aquel anciano iletrado ante los grabados de un libro que no podía leer. Me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre la repisa. Reparé en esa simpleza y de pronto sentí como grotescos todos los recelos que había estado sintiendo.

      —Es interesante cómo los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Por ejemplo, veamos este que está al inicio. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que estos, con hojas tan fabulosas colgando de las ramas? Y estos hombres… no pueden ser negros… da la impresión de que fueran indígenas a pesar de que están en África. Algunos de estos individuos que están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca escuché de nada parecido a esto —dijo señalando una rara criatura que parecía un dragón con cabeza de lagarto.

      —Sin embargo, aun no hemos visto el mejor de todos. A ver, está por aquí, en medio del libro… —su hablar se volvió más denso y sus ojos brillaron con un extraño resplandor.

      El libro se abrió inequívocamente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a sorprender la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se mostrara en mi cara. Volví a verla y comprobé que lo realmente extraño era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos. De los muros dibujados colgaban piernas y brazos en una situación evidentemente desagradable, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.

      —¿Qué le parece? ¿A que nunca había visto nada similar?

      Apenas lo miré, le dije a Eb Holt que era algo como para encenderle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de las aniquilaciones, la de los medianitas, por ejemplo, me imagino escenas como esta. Aquí está todo lo que se necesita para recrearlo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en trozos siento como un hormigueo que me atraviesa todo el cuerpo. No puedo quitar la vista del grabado. ¿Observó cómo el carnicero separó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la cabeza y un brazo... el otro está más lejos…

      En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un nefasto éxtasis, su rostro barbudo cobró una intensa expresividad, pero por el contrario el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un mar de emociones encontradas. Había vuelto a sentir todo el pánico que confusa e intermitentemente había sentido desde que vi la casa, causándome un fuerte rechazo hacia aquella detestable criatura que tenía a mi lado. No podía entender la locura y la perversión de la que hacía alarde, pero lo que más me impresionaba era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más pavoroso que cualquier grito.

      —En efecto, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacer pensar a uno. Joven, me refiero a este. Cuando Eb me entregó el libro solía dedicarme a mirarlo muy a menudo, especialmente después que el pretensioso reverendo Clark blasfemaba todos los domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré narrarle una travesura que se me ocurrió una vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado, yo solía mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas después de observarlo…

      La voz del anciano continuaba disminuyendo; por momentos no podía escuchar algunas de sus palabras que eran cubiertas por el ruido de la lluvia o por el traqueteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente se escuchó el ruido de un rayo, fenómeno particularmente extraño para la época del año en que nos encontrábamos. Primero el resplandor y a continuación el ruido produjo un estremecimiento hasta las bases de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente sumergido en su relato,