H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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en la oscuridad. Debía conservar ahora la electricidad para las emergencias.

      El sábado 18 estuve en total oscuridad, inquieto por pensamientos y recuerdos que amenazaban con derrotar mi voluntad germánica. Klenze había enloquecido y había muerto antes de alcanzar este siniestro resto de un pasado inconcebiblemente remoto y me había pedido que me fuese con él. ¿Había, en efecto, preservado el Destino mi cordura solo para llevarme irremediablemente a un final más temible e impresionante de lo que cualquier hombre pudiera soñar? Ciertamente mis nervios estaban sometidos a una gran presión y yo tenía que liberarme de esos temores propios de un hombre débil.

      No pude dormir durante la noche del sábado y encendí las luces sin pensar en el porvenir. Resultaba lamentable que la electricidad no fuese a durar tanto como el aire y los suministros. Retomé mis ideas sobre el suicidio y revisé mi pistola automática. Hacia la mañana debí quedarme dormido con las luces encendidas ya que cuando desperté en la oscuridad fue para encontrarme con las baterías totalmente agotadas. Prendí varias cerillas, una tras otra, y lamenté abatido el descuido que me había llevado a malgastar las pocas velas que llevábamos. Tras apagarse la última vela que me atreví a utilizar, me senté sin luces en completa quietud. Mientras pensaba sobre el inevitable final, mi mente regresaba a los sucesos previos y me di cuenta de algo hasta ahora inadvertido que hubiera hecho temblar a un hombre más blandengue y supersticioso. La cabeza del dios resplandeciente de las esculturas del templo de piedra es la misma cabeza que la pieza tallada en marfil que tenía el marinero recogido en el mar y que el pobre Klenze se llevó de vuelta consigo al mar.

      Me sentí un poco sacudido ante tal coincidencia, pero no aterrorizado. Tan solo un pensador de inferior categoría se adelanta a explicar lo único y lo complejo mediante el primitivo atajo hacia lo sobrenatural. La coincidencia resultaba muy rara, pero yo estaba demasiado formado en el raciocinio como para unir hechos que no admitían un nexo lógico, o para asociar de alguna asombrosa manera los funestos sucesos que me habían llevado desde la cuestión del Victory hasta mi situación actual. Sabiéndome necesitado de sueño, tomé un sedante y me aseguré un poco más de sueño. Mi estado nervioso quedó en evidencia en mis sueños, ya que creí oír gritos de gente ahogándose y ver rostros de muertos apretados contra las aberturas de la nave. Y entre todos esos rostros se hallaba el semblante vivo y burlón del joven de la imagen de marfil.

      Debo cuidar las anotaciones que registran mi amanecer de hoy, ya que estoy perturbado y debe haber gran cantidad de alucinación entremezclada con la realidad. Mi caso resulta de lo más interesante desde el punto de vista psicológico y lamento no poder ser sujeto a estudio por parte de la autoridad alemana competente. Al abrir los ojos mi primera impresión fue la de un imbatible deseo de visitar el templo de piedra, un apetito que crecía a cada instante, aunque yo trataba de resistirme instintivamente mediante las sensaciones de miedo que obraban en contra. Más tarde, tuve la impresión de ver una luz en medio de aquella oscuridad motivada por las baterías consumidas, y creí observar una especie de luminosidad fosforescente en el agua a través del pórtico que se abría hacia el templo. Eso despertó mi curiosidad, ya que yo no conocía ningún organismo abisal capaz de emitir tal luminiscencia. Pero antes de lograr investigar me llegó una tercera impresión que, a causa de su desatino, me provoca serias dudas sobre la integridad que cualquier cosa que puedan registrar mis sentidos. Era una ilusión de aura, una sensación de sonidos rítmicos y melodiosos, como una especie de canto o himno coral salvaje, pero agradable. Seguro de mi trastorno psicológico y nervioso, encendí algunas cerillas y tomé una exorbitante cantidad de solución de bromuro sódico, que pareció relajarme hasta el punto de eliminar la ilusión de sonido. Pero la fosforescencia persistía y tuve dificultades para contener el infantil impulso de acercarme a la ventanilla y buscar su fuente. Resultaba pasmosamente real y pronto pude descubrir con su ayuda los objetos conocidos que me rodeaban, así como el vaso vacío del bromuro sódico, del que no tenía una previa impresión visual ni idea de su actual posición. Este último hecho me hizo reflexionar y crucé la estancia para tocar el vaso. En efecto se hallaba en el lugar donde me parecía verlo. Ahora, ya sabía que la luz era lo bastante real, o parte de una alucinación tan fija y persistente, que no podía esperar a que desapareciera, así que abandonando todas mis dudas subí a la torreta para buscar la fuente luminosa. ¿Sería quizá otro U-boat, que me brindaba una posibilidad de rescate?

      Es comprensible que el lector no acepte nada de lo que sigue como una verdad ecuánime, ya que los hechos suponen una violación de la ley natural, siendo esencialmente creaciones subjetivas e irreales de mi perturbada mente. Cuando llegué hasta la torreta, descubrí que el mar estaba en un estado muy lejano a la luminosidad que yo esperaba. En las cercanías no había fosforescencia animal o vegetal y la ciudad, bajando hasta el río, resultaba invisible en la oscuridad. Lo que observé no era espectacular, ni grotesco o terrorífico, pero espantó el último rastro de confianza en mi propia razón, ya que la puerta del templo submarino abierto en la colina rocosa se veía brillantemente iluminada con un resplandor tembloroso, como el de una gran llama ceremonial encendida en sus abismos.

      Los hechos posteriores resultan caóticos. Mientras observaba las puertas y ventanas tan extraordinariamente iluminadas, comencé a sufrir las más extrañas visiones. Visiones tan extravagantes que no me atrevo ni a narrarlas. Creí distinguir objetos en el templo —tanto estáticos como en movimiento— y me pareció escuchar de nuevo el canto irreal que sonaba a mi alrededor al despertar. Y por encima de todo se levantaban pensamientos e imágenes centrados en el joven del mar y la imagen de marfil cuya talla se veía duplicada en los frisos y columnas del templo que tenía delante de mis ojos. Pensé en el pobre Klenze, y me pregunté si su cuerpo reposaría con la imagen que se llevó al mar. Él me había advertido contra algo y yo no le había prestado ninguna atención... ya que era un palurdo oriundo del Rin que enloquecía ante problemas que un prusiano era capaz de enfrentar sin dificultad.

      El resto es muy simple. Mi impulso de ir y entrar en el templo se ha convertido ahora en una orden imperiosa e inexplicable que ya no puedo ignorar. Mi propia voluntad germánica no basta ya para controlar mis acciones, y la elección de ahora en adelante, será posible tan solo en temas menores. Tal demencia fue la que condujo a Menze a la muerte, acudiendo a cabeza descubierta y sin protección al océano, pero yo soy un prusiano y un hombre cabal, y hasta el fin apelaré a la poca voluntad que me queda. Al comprender que debía salir, preparé escafandra, casco y generador de aire para un uso inmediato y comencé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que algún día pueda llegar al mundo. Guardaré el manuscrito en una botella y la confiaré al mar al salir para siempre del U-29.

      Ya no tengo miedo de nada, ni siquiera de los augurios del enloquecido Klenze. Lo que he visto no puede ser verdadero y sé que esta perturbación de mi propia voluntad tan solo puede llevarme a la muerte por asfixia una vez se me agote el aire. La luz del templo es una completa ilusión y moriré tranquilamente, como un alemán, en las oscuras y olvidadas profundidades. Esa risa diabólica que escucho mientras escribo proviene únicamente de mi propia mente debilitada. Así que me colocaré cuidadosamente la escafandra y ascenderé determinado los peldaños que transportan a ese santuario primigenio, a ese silencioso misterio de aguas desconocidas y periodos olvidados.

       The Temple: escrito en 1920 y publicado en 1925.

      Se les ocurrió a Ángelo Ricci, Manuel Silva y Joe Czanek ir a visitar al Terrible Anciano. El viejo vive solo en una casa muy vieja de la calle Walter cerca del mar, y se le conoce por ser un hombre excepcionalmente rico, a la vez que por tener una salud extremadamente frágil… lo cual se convierte en un atractivo gancho para hombres del quehacer de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su oficio no era otro menos digno que el despojo de lo ajeno.

      Los habitantes de Kingsport dicen y opinan muchas cosas sobre el Terrible Anciano, cosas que generalmente lo protegen de la curiosidad de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi categórica certeza de que esconde una fortuna de incierta magnitud en algún lugar de su enmohecida y venerable mansión. Ciertamente, es una persona muy rara, que al parecer fue capitán de barcos de las Indias Orientales en su día. Es tan anciano que nadie se acuerda cuándo fue joven, y tan callado que pocos