arrastrándose por las esquinas sombrías.
Después hubo mucho que hablar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el notario; y Kranon y Shang y Thul fueron inundados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado detenidamente y, como recompensa, le dieron fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de peregrinos siniestros, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo misterioso durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se halló en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.
Y, en conclusión, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es contada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún gato puede morir a manos de un hombre.
The Cats of Ulthar: escrito y publicado en 1920.
Nyarlathotep28
Nyarlathotep… la confusión que se arrastra… Soy el último… al oyente con disposición le contaré.
No sé realmente cuándo empezó todo; hace meses seguro. Era terrible la tensión. Después de un tiempo de problemas políticos y sociales se sumó una lamentable aprensión de un terrible peligro físico; extendido además y que tomaría todo, un peligro como solo puede ser pensado por los más terribles seres nocturnos y fantasmagóricos. Tengo en la memoria todas esas personas que deambulaban con rostros pálidos y turbados, susurrando advertencias y profecías que nadie repetía o negaban haberlas oído. Una culpa monstruosa se sentía sobre el país, y en los abismos que hay entre las estrellas soplaban corrientes desapacibles que hacían que los hombres se estremecieran en los lugares oscuros y solitarios. En la secuencia de las estaciones existía una alteración demoníaca.
El calor se prolongó durante el otoño de modo temible; y a todas las personas les parecía que el mundo, y quizás el universo, había pasado del control de los Dioses o fuerzas conocidas al de los Otros Dioses o fuerzas desconocidas.
Y fue en ese momento cuando Nyarlathotep salió de Egipto. Nadie sabía quién era; pero era de la vieja sangre nativa y tenía el aspecto de un faraón. Los fellahin se arrodillaban cuando lo veían, y sin embargo no sabían por qué. Él decía que había surgido de la oscuridad de veintisiete siglos, y que había oído mensajes de lugares que no estaban en este planeta. Nyarlathotep vino a los países civilizados, moreno, delgado y siniestro, siempre comprando extraños instrumentos de cristal y metal, y combinándolos para formar instrumentos aún más extraños.
Hablaba mucho de las ciencias: de electricidad y psicología, y hacía exhibiciones de poder con las que sus espectadores quedaban sin habla, pero que sin embargo aumentaron su fama hasta un grado sumo. Los hombres se aconsejaban unos a otros ir a ver a Nyarlathotep, y se estremecían. Y donde iba Nyarlathotep el descanso desaparecía, porque las horas de la madrugada eran desgarradas con los gritos de las pesadillas. Nunca antes los gritos de las pesadillas habían sido un problema público semejante; y ahora los hombres sabios casi deseaban prohibir el sueño en la madrugada, para que los alaridos de las ciudades inquietaran menos horriblemente a la pálida y lastimera luna, que brillaba con luz tenue y vacilante sobre aguas verdosas que se deslizaban bajo puentes, y viejos campanarios que se derrumbaban contra un cielo enfermizo.
Yo recuerdo cuando Nyarlathotep vino a mi ciudad, la grande, la antigua, la terrible ciudad de los crímenes innumerables. Mi amigo ya me había hablado de él, y de la irresistible fascinación y encanto de sus revelaciones, y yo deseaba ardientemente explorar sus más recónditos misterios. Mi amigo me dijo que eran horribles e impresionantes, más allá de mis más enfebrecidas imaginaciones; que habían sido proyectadas en una pantalla en la habitación a oscuras, cosas profetizadas que nadie, excepto Nyarlathotep, se había atrevido a profetizar; y que en el chisporroteo de sus chispas allí les habían quitado a los hombres lo que nunca les habían quitado antes y que solo se mostraban en sus ojos, y oí decir que en el extranjero se insinuaba que los que conocían a Nyarlathotep veían cosas que los otros no veían.
Fue en el cálido otoño cuando yo pasé una noche con las muchedumbres inquietas para ver a Nyarlathotep; toda una noche bochornosa, allá arriba de las interminables escaleras que llevaban a la sofocante habitación. Y con sus sombras proyectadas sobre una pantalla vi formas encapuchadas entre ruinas, y rostros amarillentos y malignos que atisbaban desde detrás de monumentos caídos. Y vi al mundo batallando contra la oscuridad; contra las oleadas de destrucción procedentes del espacio infinito; arremolinándose, agitándose, forcejeando en torno de un sol que se apagaba y enfriaba. Luego las chispas saltaron de forma asombrosa alrededor de las cabezas de los espectadores, y los cabellos se pusieron de punta, mientras que las sombras más grotescas que yo pueda mencionar salieron y se posaron sobre las cabezas. Y cuando yo, que era más frío y científico que el resto, musité una protesta hablando de “impostura” y de “electricidad estática”, Nyarlathotep nos echó a todos fuera, por aquellas escaleras vertiginosas, abajo hacia las húmedas, cálidas y solitarias calles de la medianoche. Yo grité muy fuerte, diciendo que no tenía miedo, que nunca podría tener miedo, y otros gritaron conmigo para aliviarse. Nos juramos los unos a los otros que la ciudad era exactamente la misma, y que seguía viva; y cuando las luces eléctricas empezaron a ponerse mortecinas, maldijimos a la compañía una y otra vez, y nos reímos de las caras tan raras que poníamos.
Creo que sentí que algo descendía de la luna verdosa, porque cuando empezamos a depender de su luz, de modo involuntario formamos en cuadro y emprendimos una marcha, como si supiéramos nuestros destinos aunque no nos atreviésemos a pensar en ellos. En una ocasión miramos el pavimento y vimos que los adoquines estaban sueltos, desplazados por la hierba, con apenas algún riel de metal oxidado que mostrara por donde habían corrido los tranvías. Y de nuevo vimos un tranvía solitario, sin ventanas, estropeado, casi volcado.
Al mirar entorno al horizonte, no pudimos ver la tercera torre que había junto al río, y observamos que la silueta de la segunda torre estaba destrozada en su parte superior. Luego nos dividimos en estrechas columnas, cada una de las cuales pareció dirigirse en diferente dirección. Una desapareció en una calleja solitaria hacia la izquierda, dejando solo el eco de un gemido ahogado. Otra bajó por una entrada del metro casi tapada por los hierbajos, aullando con una risotada de loco. Mi propia columna fue chupada hacia campo abierto, y entonces sentí un escalofrío que no era propio del cálido otoño, porque cuando llegamos con paso furtivo al oscuro páramo vimos que nos rodeaba un infernal brillo lunar de nieves malignas. Nieves sin sendas, inexplicables, barridas a ambos lados en una sola dirección, donde había un torbellino de lo más negro a pesar de sus muros relucientes. La columna pareció muy fina, mientras camino pausada y penosamente, de modo soñoliento, hacia el torbellino.
Yo me quedé atrás, porque la negra grieta en la nieve iluminada de verde era horrible, y me pareció oír los ecos de un gemido inquietante conforme mis compañeros desaparecían; pero yo tenía poco poder para quedarme rezagado, y como si me hubieran llamado por señas los que se habían ido antes, medio floté entre los titánicos copos de nieve arrastrados por el viento, estremeciéndome asustado, hacia el invisible vórtice de lo inimaginable.
Sensible a mis gritos, delirando torpemente, solo los Dioses que fueron podrían explicarlo. Una sombra enfermiza y sensitiva retorciéndose en manos que no eran manos, girando ciegamente y dejando atrás medianoches espectrales de creación podrida, cadáveres de mundos muertos con llagas que fueron ciudades, vientos sepulcrales que cepillaban las pálidas estrellas y las hacían parpadear muy bajas. Más allá de los mundos, vagos fantasmas de cosas monstruosas; columnas medio entrevistas de templos no santificados que descansan en rocas sin nombre bajo el espacio, y que alcanzan hasta los vertiginosos vacíos que hay por encima de las esferas de luz y oscuridad. Y mediante este miserable despojo del universo, un desesperado y demencial batir de tambores, y el fino y repetitivo sonido de las flautas rebeldes desde las inconcebibles y sombrías cámaras que existen más allá del tiempo; el despreciable golpeteo y los silbidos aflautados allá donde bailan, lenta y torpemente, sin ningún sentido, los enormes y terribles Otros Dioses, las mudas, ciegas, y tontas gárgolas cuya alma es Nyarlathotep.