estaba clara. Él era un alemán, pero tan solo un plebeyo oriundo del Rin, y ahora se había transformado en un maniático potencialmente peligroso. Aprobando su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más bien una amenaza que una compañía. Le solicité que me cediera la imagen de marfil antes de irse, pero tal petición despertó en él una hilaridad tan excesiva que no me atreví a insistir. Entonces le pregunté si deseaba dejar alguna memoria o un mechón de cabello para su familia en Alemania, por si se daba el caso de que yo fuera rescatado, pero de nuevo estalló en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo asistí a las palancas y aguardando el tiempo necesario, accioné la maquina que lo envió a la muerte. Asegurándome luego de que no se hallaba a bordo, dirigí el foco alrededor del submarino tratando de lograr un último vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera haber ocurrido teóricamente, o si por el contrario no había sido afectado su cuerpo, tal y como sucedía con aquellos sorprendentes delfines. De todos modos, no logré localizar a mi finado compañero ya que los delfines se apiñaban en gran número alrededor de la torreta.
Esa tarde lamenté no haber cogido secretamente la imagen de marfil del bolsillo del pobre Klenze, en el momento en que me dejó, ya que el recuerdo de aquella me fascinaba. Aun cuando no soy de temperamento artístico no podía olvidar la hermosa cabeza juvenil con su corona de hojas. Lamentaba bastante no tener con quien conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo llegaría el fin con exactitud. Era obvio que tenía muy pocas oportunidades de ser rescatado.
Al día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era parecido al de los cuatro días que habíamos tardado en llegar hasta el fondo, pero observé que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el rayo por el sur, noté que el suelo oceánico a proa mostraba un pronunciado declive y en algunos sitios surgían bloques de piedra curiosamente regulares, dispuestos como manifestando algún tipo de planificación. La nave no bajaba paralela al fondo del océano, por lo que me vi obligado a acomodar el foco para lograr un haz de luz lo más estrecho posible. Debido a la brusquedad del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba, pero finalmente la luz se proyectó, iluminando el valle marino que tenía debajo.
No soy proclive a emociones de ningún tipo, pero mi asombro fue considerable al observar lo que había revelado el resplandor eléctrico. Sin embargo, estando empapado de la mejor Kultur prusiana no debía asombrarme, ya que la geología y la tradición mencionan las tremendas conmociones en áreas oceánicas y continentales. Lo que yo vi resultaba una espaciosa y elaborada visión de edificios en ruinas, todos erigidos en una inclasificable y magnífica arquitectura y en diferentes estados de conservación. La mayor parte parecía de mármol que brillaba blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano general resultaba el de una inmensa ciudad al fondo de un angosto valle, con infinito número de templos y villas diseminadas por las pendientes laderas. Los techos estaban caídos y las columnas rotas, pero aún mantenían un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía velar.
Enfrentado finalmente con esa Atlántida que yo, previamente, consideraba un mito, ahora era el más ansioso de los exploradores. Alguna vez hubo un río en el fondo de ese valle, ya que mientras estudiaba con más detenimiento el lugar, pude ver ruinas de puentes y diques de piedra y mármol, así como terrazas y muros que una vez fueran gratos y verdes. Me volví casi tan tonto en mi entusiasmo, como el pobre Klenze, y tardé un rato en notar que la corriente de rumbo sur había cesado al fin, permitiendo al U-29 descender lentamente sobre la ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad en las tierras emergidas. También tardé en darme cuenta de que el banco de sorprendentes delfines se había esfumado.
En un par de horas la nave fue a descansar sobre un espacio pavimentado cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía observar toda la ciudad bajando desde la plaza a la antigua orilla del río. Al otro lado, en una impresionante proximidad, descubrí la fachada opulentamente ornamentada y en perfecto estado de conservación de un gran edificio, sin duda un templo tallado en roca viva. Tan solo puedo suponer sobre la factura natural de esa titánica construcción. La fachada, de colosales dimensiones, cubre aparentemente una gran abertura, ya que sus ventanas son muchísimas y están dispuestas por todos lados. En el centro se abre un gran portal, al que se llega mediante una imponente escalera, y se halla rodeado por delicadas tallas, semejantes a escenas de festines en relieve. Ante ellos se hallan grandes columnas y frisos, decorados con esculturas de hermosura inexplicable, representando obviamente idílicas escenas pastorales y marchas de sacerdotes y sacerdotisas llevando extraños objetos de ceremonias en honor a un dios resplandeciente. El arte era de la más asombrosa perfección, concepciones impregnadas de helenismo aunque curiosamente particulares. Emanaban una sensación de antigüedad tremenda, como si se tratase del más lejano y no del más cercano precedente del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle de este inmenso edificio fue labrado en la roca viva de nuestro planeta en la ladera de la colina. Evidentemente, era parte de la muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior excavado alguna vez no logro ni imaginarlo. Quizá su centro estuviese formado por una cueva o por una serie de ellas. Ni la edad ni su estado sumergido han dañado la prístina belleza de este impresionante templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy tras miles de años reposa con todo su brillo inmaculado en la noche y el silencio sin fin del abismo oceánico.
No puedo determinar la cantidad de horas empleadas en la observación de esa ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas, puentes, y el colosal templo colmado de belleza y misterio. Aunque sabía de mi próxima muerte, me consumía la curiosidad y paseaba rodeando la luz del proyector en anhelante búsqueda. El haz de luz me permitió llegar a conocer infinidad de detalles, pero no pudo mostrarme nada más allá de la puerta abierta de entrada al templo tallado en la roca. Al cabo de un tiempo corté la corriente, a sabiendas de que necesitaba ahorrar energía. Los rayos ahora resultaban visiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos crecía, como avivado por la progresiva atenuación de la luz. ¡Yo, un alemán, debía ser el primero en adentrarme en aquellos pasajes olvidados por el tiempo!
Saqué y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el generador de aire. Aunque resultaría muy problemático manejar a solas las dobles escotillas, me creía capaz de salvar cualquier obstáculo y de caminar real y personalmente por la ciudad muerta, gracias a mi capacidad científica.
El 16 de agosto hice una salida del U-29 y con dificultad me abrí paso a través de las calles llenas de ruinas y lodo hacia el antiguo río. No encontré esqueletos ni restos humanos, pero recogí un tesoro de saber arqueológico formado por esculturas y monedas. De esto no puedo decir nada ahora, excepto para proclamar mi recelo ante una cultura que se hallaba en la cima de la gloria cuando los cavernícolas habitaban Europa y el Nilo corría salvaje hacia el mar. Otros, con ayuda de este manuscrito, si finalmente llega a ser encontrado, podrán descubrir misterios que yo tan solo alcanzo a imaginar. Regresé a la nave cuando mis baterías eléctricas comenzaron a debilitarse, resuelto a examinar el templo de piedra al día siguiente.
El 17 de agosto, cuando mi deseo de penetrar en el misterio del templo se hacía más y más apremiante, sufrí una gran decepción, ya que descubrí que los equipos necesarios para recargar la luz portátil habían sido destruidos durante el motín de aquellos cerdos en julio. Mi indignación no alcanzó límites, aunque mi sensatez alemana me impedía aventurarme sin recursos en una cueva totalmente a oscuras que podía ser la madriguera de cualquier indescriptible monstruo marino o un laberinto de pasajes de entre cuyos recodos nunca lograría salir. Todo aquello que podía hacer era volver el vacilante foco del U-29 y bajo su luz subir los peldaños del templo y estudiar las tallas exteriores. El haz de luz penetraba por la puerta en ángulo ascendente y yo me asomé esperando divisar algo, pero todo fue en vano. Ni siquiera el techo era visible y aunque subí un peldaño o dos hacia el interior tras tantear el suelo con un bastón, no me atreví a continuar. Además, sentí esa emoción llamada miedo por primera vez en mi vida. Comencé a entender cómo se habían producido algunos de los estados de ánimo del pobre Klenze, ya que