es un sálvese quien pueda.
Me mudaré a un nuevo departamento en la ciudad. Lo llenaré con nuevos olores: el vinilo de la cortina del baño, el percal maloliente de las nuevas sábanas, el aroma enérgico de los pesticidas del conserje. Tomaré demasiados baños calientes: un sustituto del sexo y del alcohol y un intento de reorientarme.
En el trabajo, de repente, nadie entenderá cuando esté bromeando.
En realidad, nos está yendo bastante bien en la venta de garaje, a pesar de que los suéteres no son un gran hit dado que hace calor.
–Perdón por lo del disco –dice Gerard mientras pone su mano en mi muslo en la parte donde termina el short.
–No hay problema –digo y voy a la casa y traigo un montón de regalitos baratos que me ha dado en los últimos dos años: carpetas tejidas al crochet, jabones marca Crabtree and Evelyn, una bolsita para perfumar cajones que dice “Soy pino para ti y a veces soy bálsamo”. Todos provienen de otras ventas de garaje. Estuvieron guardados durante años en los cajones de otras personas, y luego en sus garajes, y ahora me voy a deshacer de ellos. Supongo que me estoy vengando, pero en realidad esos regalos nunca me gustaron. Son para una solterona o para una abuela, y esta es mi oportunidad de tirarlos a la basura. Tal vez soy una persona poco generosa. A veces pienso que debo querer más a Magdalena que a Gerard, porque cuando los dos partan hacia California quiero que Magdalena esté contenta y quiero que Gerard se deprima y pierda el cabello en su plato de agua. No quiero que sea feliz. Quiero que me extrañe. Eso no es realmente amor, supongo. Eso lo entiendo. Tal vez sea como la pequeña niña que por un instante perplejo y desencantado nota que la muñeca de plástico rígido no es un bebé real, pero pronto retoma la simulación. Quizás sea como un jugador de fútbol que, vano y superfluo, se coloca sobre la pila de jugadores incluso cuando sabe que el tackle ha terminado, incluso después de saber que el juego ha sido completado y que eso no tuvo nada que ver con él; simplemente salta allí de todas formas.
–Oh, Dios mío –grita Eleanor mientras levanta la bolsita para perfumar cajones–, he visto esto al menos en dos ventas de garaje.
–La compré en Oak Street –dice Gerard–. ¿La viste ahí?
–Creo que no –la toma con dos dedos y la inspecciona con sospecha.
Por un tiempo me encontraré hablando sola y me daré cuenta de que eso es algo que siempre he hecho; lo que pasa es que cuando vives con alguien más piensas que hablas con esa persona. Solo porque están en el mismo cuarto supones que te escuchan. Y luego, cuando empiezas a vivir sola, te das cuenta de que has desarrollado el hábito perturbador de hablar en voz alta cuando no hay nadie.
Como medicación, miraré mucho HBO y comeré manzanas asadas con crema ácida. La parte blanca de mis ojos se resquebrajará con líneas de color escarlata. Solamente una o dos veces correré hacia la calle en el medio de la noche con el pijama puesto.
Cerca de las tres y treinta y cinco, la venta realmente aminora. Yo ya he vendido mis sillas de respaldo alto y mis chalecos escoceses. Ni siquiera estoy segura de por qué he vendido todas esas cosas; quizás solamente para no ser dejada afuera de este gran insulto a la propia vida que es una venta de garaje, este grandioso proyecto de deshacerse rápido de algo. Lo que en realidad debería haber sacado es la comida que Gerard y yo todavía tenemos: papas que ya se están echando a perder, intestinos de vaca que se ponen cada vez más oscuros, perejil y lechuga llenándose de moho en bolsas de plástico, especias derramándose por el costado de sus contenedores en el estante de la cocina. O quizás debería haber bajado todos los espejos: el que está en el baño, el que está sobre la cómoda. Estoy cansada de mirarme en ellos y ponerme tanto maquillaje y verme como una prostituta. Estoy cansada de decirme a mí misma: “Solía ser capaz de lucir mejor. Sé que solía ser capaz de lucir mejor que esto”.
Todo me da dolor de estómago.
–Ahí va mi dote –digo cuando una niña de diez años compra mi “Soy pino para ti” por veinticinco centavos. Siento preocupación por ella. Tiene el cabello duro como alambre y es tímida, con la voz casi inaudible susurra: “Gracias”. Camina dando pasos diminutos y sostiene la bolsita contra su pecho.
Observo el cielo y deseo que llueva.
–Esto se vuelve aburrido después de un tiempo, ¿verdad? –digo–. Me gustaría cerrar, pero anunciamos que estaríamos abiertos hasta las cinco. –Pasan muy pocos autos por la calle Marini; algunos bajan la velocidad, nos inspeccionan y luego vuelven a acelerar y se van. Eleanor agita un top y grita:
–Lo mismo para ti, amigo.
–Si cerráramos –continúo–, ¿alguien podría demandarnos por publicidad engañosa? ¿Por perpetuar un fraude público?
–Por arrojar basura en la vía pública –dice Gerard y señala el body color lavanda.
–Por Dios –dice Eleanor indiferente–, odio cuando alguien viene y revisa una caja con ropa que tú considerabas bastante linda, y ellos simplemente mueven las prendas y las huelen y luego siguen. Es decir, yo ni siquiera estaba segura de deshacerme de la falda Liz Claiborne, pero ahora que ha sido manoseada, olvídalo. No hay manera de que regrese a mi clóset.
Entro a la casa y Magdalena me sigue, se queda conmigo y se echa en el linóleo del piso de la cocina donde está fresco. Tomo el paquete de seis latas de cerveza que queda en la heladera y lo llevo al patio. El ruido de las latas de cerveza abriéndose me reconforta, la amargura almidonada burbujeando debajo de mi lengua. Gerard pasea por el patio con su lata de cerveza. Finge ser un cliente. Camina pavoneándose delante de las mesas, delante de los abedules, gira y, con un acento de chico malo de Brooklyn que sacó de las películas, dice:
–Oye, ¿cuánto me pagarías tú a mí para que me lleve estas cosas? –Nos reímos, molestas con su carisma y su belleza. Bebo la cerveza demasiado rápido y la efervescencia me quema y me corta la garganta.
Eleanor decide que ahora le toca a ella. Toma el aislante de fibra de vidrio y lo modela como si fuera un chal. Va y viene por la pasarela silbando y meneándose como una modelo drogada.
–Querrriduuu, no te preocupes por unas astillitas –dice–, ¿cuál es el problema con unas astillitas?
Gerard y yo aplaudimos.
Es posible que mi nuevo departamento esté en un lugar donde haya muchos niños. Quizás se junten cerca de mi puerta a jugar, y cuando salga a hacer las compras me dirán: “Hola, ¿tienes hijos?”, y después: “¿Por qué no?, ¿no te gustan los niños?”.
“Sí me gustan”, explicaré, “me gustan mucho”. Y cuando esté a punto de atropellarlos con mi auto en la entrada del garaje, sentiré muchas cosas distintas.
–Tu turno, Benna –dicen Eleanor y Gerard–. Sé alguien –dicen–. Actúa algún personaje. Alguna historia de venta de garaje. Estamos aburridos. No viene nadie.
El cielo tiene ese aspecto de alfombra de baño vieja de cuando está por llover.
–¿Algún personaje entrañable? –La verdad no me siento con ganas.
–Tres personajes en un garaje –dice Gerard sonriendo y Eleanor gruñe y le golpea el brazo con una revista People.
Pongo mi lata de cerveza sobre el suelo cuidadosamente. Me paro.
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