rodea la cintura con un brazo.
–Es dinero, podrías usarlo para algo.
–Gerard –digo–, huyamos a New Hampshire y solo usemos bolsas de dormir como ropa. Seremos principiantes durmiendo en tiendas.
–Ben-na –dice separando mi nombre con tono de advertencia. Saca su brazo de mi cintura.
–Tuvimos una buena vida aquí, ¿verdad? Comimos mucho arroz y muchos porotos. Toma tus ocho dólares, Benna. Cómprate un bistec.
–Ya sé –digo–. ¡Podríamos abrir un puesto de limonada!
La aglaonema sigue chillando a la distancia, como un pájaro. Entre los abedules, la mancha en el body de Eleanor es una suerte de spin art orgánico, una flor o un blanco; un ojo menstrual aplastándome.
Sé lo que pasará: él me prometerá escribirme día por medio, pero cuando resulte ser una vez por semana, me prometerá escribirme una vez por semana y cuando resulte ser una vez por mes y aunque solo sea una postal, llamará por teléfono, dirá: “Benna, te lo prometo, una vez por mes te escribiré”. Empezará a decir cosas falsas con tono de abogado, cosas como: “Sabes, estoy extremadamente ocupado” y “hago mi máximo esfuerzo”. Será el primero en sacar el tema del costo de las llamadas de larga distancia. De repente, palabras como res ipsa loquitur y no nos beneficia aparecerán en su lengua como forúnculos. Hablará sobre lo que “otras personas dijeron” y lo que él “y otras personas hicieron”, y cuando nunca mencione específicamente a ninguna mujer será como las agencias de noticias soviéticas que nunca publican nada que contenga los nombres de las ciudades donde están las nuevas bombas.
–No hay problema, puedo aceptar un cheque –dice Eleanor–. ¿Por qué no lo aceptaría? –Milagrosamente, alguien está comprando Millie, una chica moderna. Un hombre con una gran barriga y con chequera pero sin camisa. El pelo en su pecho es parecido al de Gerard: un territorio muy diferente al de su cara, algo exótico y prestado, como un disfraz de Halloween. El hombre toma el decantador de vino. Es un objeto feo, un regalo caro y equívoco de mi hermano solitario y con sobrepeso.
–Puedes llevártelo por un dólar –digo. Una vez, encontré un libro de poesía bastante bueno en una tienda de libros usados, y en la portada alguien había escrito: “Para Sandra, la única mujer que amé”. Me sonrojé. Me sonrojé por la perra de Sandra. Las traiciones, incluso las que tú misma llevas a cabo, pueden tomarte por sorpresa. Te das cuenta de que eres capaz de ciertas cosas.
El hombre nos hace cheques a Eleanor y a mí.
–¿El perro está a la venta? –dice riéndose entre dientes, pero ninguno de nosotros le responde–. Mi mujer ama con locura a Julie Andrews –dice, sosteniendo el disco en alto–. De niña, quería crecer para ser niñera y cantar las canciones de Julie. “Doe a deer” y todo eso.
–¡Ja, yo también! –digo, una niñera ridícula, una Julie Andrews con un sapo en la garganta. El hombre hace el gesto de brindar con el decantador de vino, después se aleja por la vereda.
–El gusto de un abrelatas –murmura Eleanor.
Y en el teléfono, en California, en un último y acorralado estallido de sentimiento erótico, susurrará: “Buenas noches, Benna. Guarda tus senos para mí”, pero la conexión de la línea no será muy buena y sonará como: “Guarda tus sueños para mí”, y yo diré “Estás loco, mi amorcito”, y cortaré golpeando el teléfono.
Se produce un momento de calma en nuestra venta de garaje. Voy adentro y busco cervezas, y vierto una en un plato para Magdalena.
–Bueno –dice Gerard reclinándose en su silla de jardín–. Nadie ha preguntado por el body color lavanda aún, Eleanor. Quizás piensen que está manchado.
–Bueno, sabes, no es una mancha completa –explica Eleanor–. Es solo el contorno de una mancha… en el medio ya no se ve. Los moretones también se borran así. Después de algunos lavados habrá desaparecido del todo.
Gerard parpadea con gesto serio en señal de burla. Yo trago mi cerveza como una mujer en pánico. Gerard y Eleanor cuentan su dinero, enrollan y desenrollan los billetes y hacen torres plateadas con las monedas. Son dos contra uno. La gente pasa caminando, algunos se paran y miran, otros siguen. Otros dicen que volverán.
–No paran de decir que van a volver pero nunca lo hacen –digo. Tanto Eleanor como Gerard alzan rápidamente la vista desde sus tazas de dinero y me miran, como si de alguna forma los hubiera acusado a ellos, una contra dos–. Solo un comentario –digo, y ellos regresan a su dinero.
Una bella mujer de pelo negro con un jumper de jean pasa caminando y al ver nuestra venta se detiene a curiosear y reordenar la mercadería. Está bronceada y sus ojos grises llaman la atención y todas esas cosas que son obviamente encantadoras quedan opacadas por su falta de sutileza.
–Oh, ¿el perro está a la venta? –dice y se ríe más bien estridentemente mientras mira a Magdalena, y Gerard le contesta con una risa igual de estridente (para ser amable, explicará después), aunque Eleanor y yo no nos reímos; la mujer está más cerca de la edad de Gerard que de la nuestra.
–No, la perra no está a la venta –dice Eleanor y descruza y vuelve a cruzar las piernas–, pero, sabes, eres realmente la primera persona que hace esa pregunta.
–¿Sí? –dice la bella mujer. El problema con una mujer linda es que hace sentir a todos a su alrededor desesperadamente masculinos, lo que no presenta ningún problema particular si para empezar eres hombre. Pero si eres cualquier otra cosa, tu identidad sexual completa es arrastrada hasta la oficina del director, donde te dicen: “¿Qué es eso que escuché de que has estado pavoneándote por ahí, haciéndote pasar por mujer?”. Tú no sabes qué decir. Estás sentada sobre tus manos. Rezas para que tus pechos crezcan, para que tu cabello tenga más volumen.
–Un viejo achacoso –susurra Eleanor, mirando a Gerard–. Consíguete un viejo achacoso.
Seguramente miraré muchos especiales de televisión: Sammy Davis cantando “For Once in My Life”, Tony Bennett cantando “For Once in My Life”, todos cantando “For Once in My Life”.
–¿Puedo mostrarte algo de Liz Claiborne? –dice Eleanor y baja la falda negra del árbol–. No sé mucho de ropa de diseñadores pero supuestamente Liz Claiborne es una buena marca.
La bella mujer de cabello negro azabache con un jumper de jean sonríe levemente.
–Está bien salvo por las pelusas –dice y levanta cautelosamente el dobladillo de la falda y luego lo vuelve a soltar. Eleanor se encoge de hombros y pone de vuelta la falda en el árbol.
–Ya nadie sabe nada sobre tener personalidad –suspira y vuelve dando saltitos a las mesas donde se pone a apilar revistas gratuitas de aerolíneas y números viejos de People y Canadian Skater.
–Entonces llevo solo esto, supongo –dice la mujer y le pasa un dólar por un disco a Gerard. Miro rápidamente y noto que es un álbum de Louis Armstrong que le regalé la última Navidad. Cuando la mujer se ha ido, digo:
–¿Así que ahora vendes los regalos? ¿Te di ese disco para Navidad y ahora está en nuestra venta de garaje?
Gerard se sonroja. Lo hice sentir mal y no estoy segura de haber tenido esa intención. Después de todo, yo misma vendí el decantador de vino que me regaló mi hermano el año pasado. Cuando me lo dio sacudía los pies y llevaba la totalidad de su vida imposible impresa en su cara como una moneda.
–Lo tengo en casete –dice Gerard–. Tengo a Louis Armstrong en casete.
Miro a Eleanor.
–Los casetes de Gerard –digo.
Ella asiente con la cabeza. Está revisando unas revistas People viejas que quiere vender a diez centavos cada una.
–Así que Billy Joel se casa con una modelo –dice