Lorrie Moore

Anagramas


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de Momento de decisión.

      –No te das cuenta de que la hermandad entre mujeres tiene que ser redefinida –dijo–. Hay demasiados pocos hombres en el mundo. ¡Hay una escasez de heterosexualidad allá afuera!

      Lo que finalmente logré decir mientras miraba un póster que explicaba la maniobra de Heimlich fue:

      –¿Entonces, esto es lo que se llama sociobiología?

      Eleanor sonrió débilmente, con esperanza, y yo me largué a reír, y después las dos estábamos riéndonos con los ojos llenos de lágrimas y hundiendo la cabeza entre nuestros brazos apoyados sobre la mesa. Y fue en ese momento que tomé la botella de ketchup y se la partí sobre la cabeza. Y después me paré y salí tambaleando, mi alma entumecida como una pierna cruzada, y Hank me gritó algo en griego y dejó su puesto detrás de la barra para ir a socorrer a Eleanor que lloraba en voz alta y seguramente iba a necesitar puntos.

      Durante nueve días, Gerard y yo no nos hablamos. A través de las paredes, yo podía escucharlo entrar y salir de su departamento, y seguramente él podía escucharme a mí, pero no hablamos. Desde el principio yo me negué a responderle cuando me golpeó la puerta.

      Por la noche, salía a ver todas las películas malas en Fitchville y me quedaba sentada en el cine. A veces, llevaba un libro y una linterna.

      Lo extrañaba. Me di cuenta de que el amor era algo que la columna vertebral recordaba. No había nada que se pudiera hacer al respecto.

      Desde el otro lado del pasillo, podía escuchar cómo sonaba el teléfono de Gerard, entonces prestaba atención y esperaba que él respondiera. Las palabras siempre se escuchaban apagadas. A veces, lo oía reírse como si ya estuviera listo para volver a ser feliz. Un par de veces, en que no volvió en toda la noche, su teléfono sonó hasta las tres de la mañana.

      Dejé de tomar sedantes. Los días eran todos falsos, de un color gris cálido. Días de monóxido. Alfombra de baño sucia. Suela de zapato. Cuando iba al centro, los colores de todas las tiendas se derretían ante mis ojos como revistas húmedas. Había un ruido en el aire que cambiaba con el viento y que podría haber sido música, o rugidos, o voces de niños. Las personas miraban hacia arriba buscando algo en los árboles y yo también alcé la vista y vi lo que era: no lejos de la calle Marini, miles de pájaros oscuros habían aterrizado, habían descendido de sus nidos; geometría resuelta en la confusión del vecindario, esparcían sus graznidos complicados entre los árboles y sobre los techos, en busca de la mancha negra e iridiscente de un derrame de petróleo. Yo sabía que había científicos que estudiaban eventos como este, que afirmaban poder discernir patrones en este tipo de caos. Pero esto requería distancia y un estudio que no tenía en cuenta ninguna de las partículas individuales en el desorden. Las partículas no tenían valor. La mirada de cerca no tenía ningún uso particular.

      A cuatro cuadras, pude ver que la bandada tenía una especie de vida grupal, una inteligencia reconocible, era indudable que había patrones en su aleteo azaroso, pero solo, cualquiera de esos pájaros negros no hubiera tenido idea de lo que estaba pasando. Solos, como vive la gente, se habrían roto la cabeza contra las paredes.

      Me alejé lentamente de la calle Marini, y comprendí este pequeño fragmento: entre lo grande y lo pequeño, entre lo cercano y lo lejano, no había sabiduría ni tregua posible. Estar cerca significaba estar ciego, ser uno entre tantos equivalía a no poseer forma ni voz.

      “¡Debe haber cosas que puedan salvarnos!”, quería gritar, “pero no están aquí”.

      Me hice un aborto. Después sufrí de una breve depresión heterosexual y tuve problemas para dar mi clase: sin darme cuenta, me salteaba el número tres al contar y gritaba: “Al frente, dos, cuatro, cinco; costado, dos, cuatro, cinco”. En realidad, eso pasó solo una vez, pero más adelante, cuando estaba viviendo en Nueva York, se volvió una historia divertida para contar. (“Benna”, dijo Gerard el día que me fui, “mi amor, lo siento mucho”).

      Gracias al embarazo, el bulto en mi pecho desapareció, se retrajo, fue absorbido y nunca volvió a aparecer.

      –Una flor nocturna para nada seria –le dije a la enfermera. Ella sonrió. Cuando me palpó el pecho, me dieron ganas de invitarla a cenar. Hubo una semana en mi vida en que ella fue la única persona que realmente me gustó.

      Pero yo creía en recomenzar. Sabía que, finalmente, solo había rupturas e insatisfacción y dolor entre las personas, pero, Shirley, la mejor venganza era la de transformar tu vida en un pequeño conjunto de milagros.

      Si no podía ser estable y profunda, trataría, al menos, de ser amable.

      Entonces, antes de partir, llamé por teléfono a Barney y lo invité a tomar un trago.

      –Eres una chica dulce –dijo, hablando con el volumen de un comentador deportivo–. Siempre lo he pensado.

      1 Enfermedad imaginaria inventada por el grupo de teatro experimental The Firesign Theatre durante la década de 1960. [N. de la T.]

      3. VENTA DE GARAJE

      He notado que hay personas en el mundo que nacen vendedores. Saben cómo realizar transacciones, cómo disponer. Saben cómo abrirse paso de forma fascinante y cautivadora hacia un acuerdo, un descuento. Luego se suben a su auto y conducen a toda velocidad.

      –Cada vez que me mudo a un lugar nuevo –dice Eleanor–, me compro un estante para la ducha. Me da la sensación de estar empezando de nuevo. –Esboza una gran sonrisa mordaz.

      –Sé de lo que hablas –dice Gerard, sentado en una silla de jardín, mientras se agacha para atarse los cordones. Estamos en el patio de la casa, liquidando nuestros afectos, intercambiando nuestras vidas por efectivo: hemos organizado una venta de garaje. Gerard se endereza. El cabello le cae sobre la cara, lo hace lucir demasiado joven, luego demasiado apuesto cuando se lo corre hacia atrás. El corazón me duele, se expande y se pliega sobre sí mismo como un omelette.

      Son dos contra uno aquí.

      Eleanor está tratando de vender su antiguo estante de ducha por veinticinco centavos a pesar de que los restos de un horrible jabón se han secado y han formado una cera verde sobre toda la superficie del accesorio. Eleanor es una buena amiga y ha venido a nuestra venta de garaje este fin de semana con todos los artículos desagradables que no pudo vender en su propia venta de garaje la semana pasada. La invité para poner su propio puesto, pero ahora me pregunto si no estará profanando nuestro jardín. Gerard y yo estamos vendiendo cosas lindas: una bicicleta de diez velocidades, un decantador de vino de vidrio tallado, algunos discos de jazz raros, plantas saludables que necesitan un hogar saludable, suéteres de buena lana, dos sillas antiguas con el respaldo alto. Eleanor ha traído basura: ruleros de goma con pelos todavía enredados en ellos, un body de encaje color lavanda con una antiestética mancha, dos bolsas de placas de aislamiento de fibra de vidrio, tres vasos viejos y grasientos de jugo que venían gratis con el cóctel de camarones y que Eleanor quiere vender ahora por setenta y cinco centavos. También trajo una caja entera de tops sin mangas y una antigua banda sonora de la película Millie, una chica moderna. Extendió la mayor parte de estos objetos en una de las mesas bajas que Gerard y yo habíamos armado con ladrillos y dos puertas viejas traídas desde el cobertizo. Magdalena, nuestra perra, tiene una etiqueta de precio púrpura pegada en la parte trasera (“parece popó”, dice el eternamente joven Gerard). Olfatea los vasos de cóctel de camarones y tira uno. Gerard le alisa con la mano el pelaje negro, le acaricia el lomo, le dice que se calme. Una vez, Eleanor describió a Magdalena como un perro que se veía exactamente igual que el dibujo de un perro de un niño de primer grado. Ahora, sin embargo, con su parte trasera ornamentada, Magdalena parece un poco incorrecta: disfrazada, gitana, como un bebé con las orejas perforadas. Su trasero dice “43 centavos”. Magdalena tiene el porte de una duquesa, siempre lo pensé.

      Eleanor ubica algunas prendas de vestir en las ramas de los abedules junto a nosotros: algunas faldas, una chaqueta raída, el body de encaje herido. Ahora somos realmente un tugurio.

      –Eso