Lorrie Moore

Anagramas


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la cara de un búho: una manzana partida en dos–. ¿Estamos sanos ya?

      –Déjame tocarte el pecho otra vez –dijo Gerard–. ¿Este es el bulto?

      –Sí –dije–. Ten cuidado.

      –¿No es muscular? –sus dedos presionaron el costado exterior de mi pecho.

      –No, Gerard, no es muscular. Está flotando como un pedazo de fruta en gelatina. ¿Recuerdas la gelatina con frutas? No hay músculos en la gelatina.

      Aunque, en realidad, sí los había. Me lo había enseñado hacía mucho una amiga en la secundaria que me había dicho que la gelatina estaba hecha de pezuñas de caballos y otros huesos y músculos disecados. Ella también me había dicho que las tetas eran solamente nalgas mal ubicadas.

      Gerard retiró la mano de debajo de mi sostén. Volvió a reclinarse sobre el sofá. Estábamos escuchando a Fauré.

      –Escucha las cuerdas –murmuró Gerard y su rostro adquirió una expresión de beatitud. El mundo, toda la materia, yo lo sabía, estaba hecho de cuerdas. Lo había escuchado en la televisión. Los físicos siempre habían creído que el universo estaba hecho de partículas. Pero hacía poco habían descubierto que habían estado equivocados: el mundo, sorpresivamente, estaba hecho de cuerdas delgadísimas.

      –Sí –dije–. Son maravillosas.

      Las mujeres de la clase me sugirieron que me exfoliara el cutis. Había tenido acné en la adolescencia, mi cara había parecido un trozo de pizza, y eso me había dejado cicatrices. Una vez, Gerard me dijo que le encantaba mi piel, que no lucía picada y vieja sino que las marcas le daban cierta sensualidad, una forma dura de ser sexy.

      Coloqué todo el peso de mi cuerpo sobre una cadera y miré a Betty, a Pat y a Lodeme mientras pestañeaba.

      –¡Caramba, pensé que mi cara tenía un aspecto más o menos rudimentario!

      –Luces como un hombre de las cavernas –dijo Lodeme con una voz que sonaba mitad a grava, mitad a un mazazo–. Tienes que hacerte exfoliar el cutis.

      En la cama, intenté ser simple y directa.

      –Gerard, necesito saber lo siguiente: ¿me amas?

      –Amo estar contigo –dijo, como si estar conmigo fuera aún mejor que amarme.

      –Oh –dije. Y entonces él me tomó la mano debajo de las frazadas, levantó su cabeza hacia la mía y me besó; sus labios fuera de los míos, luego dentro, como pólipos. La palma de su mano se deslizó por el costado de mi cuerpo, debajo de mi camisón y me colocó, panza arriba, sobre él. Su pene se sentía suave sobre mi culo y me rodeó la cintura firmemente con las manos. No entendí qué se suponía que debía hacer, entregada al cielorraso como estaba. Entonces, simplemente me quedé acostada y dejé que Gerard se las ingeniara. Él se quedó muy quieto debajo de mí. Finalmente, murmuré:

      –¿Qué se supone que estamos haciendo, Gerard?

      –No me entiendes –suspiró–. No me entiendes en absoluto.

      La clase de adultos mayores duraba solo ocho semanas, pero la sexta semana, el número reducido de personas de la clase y la intimidad provisional que había surgido allí se me volvieron repentinamente opresivos. Quizás estuviera volviéndome como Gerard. Deseé el anonimato enorme y con aspecto de dona de una clase grande donde los alumnos no tenían nombres, ni caras, ni problemas. En seis semanas, con Susan, Lodeme, Betty, Valerie, Ellen, Frances, Pat, Marie, Bridget y Barney, tuve la impresión de que habíamos llegado a conocernos demasiado o, más bien, habíamos llegado a los tercos límites de nuestra capacidad de conocernos; nos habíamos quedado con los abruptos raspones de nuestras diferencias, nuestra incapacidad de conocernos permanecía reluciente y despojada. Desarrollé una metáfora maderera: “Giros frente al pino”, le dije a Eleanor. Dar una clase de aerobics delante de un bosque requería de menos coraje que darla ante un par de árboles individualizados. Un bosque te dejaría solo, pero los árboles vendrían hacia ti. Eran testigos de cosas. Cuando tú podías verlos, ellos te podían ver a ti. Podían ver que tenías algunos problemas. No eras una persona seria. No eras una bailarina seria. Yo no quería que mi vida se viera. Estaba segura de que desde lejos eso no podía pasar.

      Además, era difícil estar cerca de estas mujeres que tenían exactamente lo que yo quería: nietos, estabilidad, una gracia posmenopáusica, una tregua con los hombres, misteriosa y conseguida con esfuerzo. Tenían, finalmente, la única cosa que todo el mundo quiere en la vida: alguien que te tome de la mano cuando mueras.

      Entonces, la tristeza empezó a rebotar a mi alrededor y a golpearme justo en el corazón, justo en el medio del casete de Michael Jackson. Yo no estaba a gusto conmigo misma, y lo sabía. Quería parar. Quería caerme muerta como una hoja. E intenté transformar ese sentimiento en un movimiento durante el resto de la clase: “Uno, dos, tres y me desplomo, uno, dos, tres y me desplomo”.

      Una vez, en la clase de danza moderna en la universidad, durante una tarde soleada de septiembre, nos pidieron que fuéramos hojas dando vueltas por el patio del departamento de artes. Yo supe cómo poner en práctica la consigna de una forma que evitara la vergüenza y la indignidad: una se volvía una hoja muerta, una hoja de cemento. Una yacía sobre el pasto marchito del patio del departamento de artes y se negaba a flotar y girar. Una se desplomaba y nada más. Una no era una tonta. Una no escuchaba a la profesora. Una no quería ser vista aleteando por el campus, como los otros que eran claramente psicóticos. Una no quería estar en esta universidad. Una solo quería enamorarse y conseguir un sucedáneo del matrimonio. Una simplemente se acostaba y se quedaba quieta.

      Alcé la vista y miré el espejo. Detrás de mí, Lodeme, Bridget, Pat, Barney, todos estaban rígidos pero se desplomaban obedientemente. De alguna forma, los amaba pero no los quería, sus caras llenas de manchas como pezones, sus consejos de belleza, sus voces viejas, bajas y rasposas. Deseaba que todos desaparecieran en alguna especie de borrón sin vida. No quería escuchar hablar más de Zenia o sobre cómo yo podía usar un buen par de caderas. No quería ser responsable de sus corazones.

      Volvimos a ponernos en puntas de pie.

      –¡Bien, bien! Golpeen el aire, tres, cuatro. Golpeen el aire. –En el espejo lucíamos como si nos hubiésemos derretido: charcos que resplandecían y se meneaban.

      Después, Barney se acercó y me contó más cosas sobre Zenia. Intenté prestar el mínimo de atención mientras guardaba mis casetes y despedía a las mujeres que se retiraban. La voz de Barney parecía tener una nueva especie de graznido y de ronquido.

      –Vi un programa sobre abuso infantil –dijo–, y ahora me doy cuenta de que yo fui un niño abusado.

      Lo miré y él sonrió y negó con la cabeza. Yo no quería escuchar su historia. Cristo, pensé.

      –Mi hermana Zenia tenía catorce años y yo seis y se metió en mi cama una vez, y nosotros no sabíamos que eso estaba mal. Pero técnicamente eso es abuso. Y lo gracioso es que… –Se moría de ganas de contarle esto a alguien. Me siguió por la sala mientras yo apagaba las luces y cerraba las ventanas– yo jamás habría visto ese programa si no hubiera sido por el comité que ella preside. Ella es mi hermana, tengo que quererla, pero…

      –No, no tienes que quererla –le grité al anciano. El mundo era un carnaval de demonios y Zenia estaba ahí con todos los demás–. Buenas noches, Barney –dije. Cerré con llave la puerta de la sala y lo dejé en el comienzo de la escalera.

      –Buenas noches –farfulló inmóvil.

      Bajé los tres pisos a toda velocidad, los casetes repiqueteaban en mi bolso, y salí hacia la bebida fresca de la noche. ¡Si esta fuera otra ciudad, seguiría intentando conocer nuevos lugares! ¡Si este fuera un lugar nuevo en el mundo!, ¡si es que hubiera un lugar así!

      En una sola semana pasaron cuatro cosas: Barney dejó de venir a clase; Gerard anunció que estaba pensando en pasar un año en Europa con una beca especial (“Suena como una buena oportunidad”, dije tratando de que mi voz no