vacía, con la ropa puesta, y esperaba. Sus departamentos tenían una disposición que les hacía compartir la pared del baño, y Gerard podía quedarse allí, en su bañera, esperando a que ella volviera a las dos de la mañana para escucharla hacer pis, escuchar el ruido del papel higiénico desenrollarse, el resorte metálico lanzando la descarga en el inodoro, el deslizarse de la puerta de la ducha, el chorro, la lluvia, el sisear del agua. A veces, la llamaba a través de los azulejos. Ella cerraba la ducha y le gritaba:
–Gerard, ¿me estás hablando a mí?
–Sí, te estoy hablando a ti. No, le estoy hablando a Zero Mostel.
–Escucha, estoy cansada. Me voy a acostar.
Una vez, volvió a casa a las tres de la mañana, completamente borracha, y le tocó la puerta. Cuando él le abrió, estaba apoyada contra el marco, con los ojos cerrados y los zapatos en la mano.
–Gerard –dijo arrastrando las palabras–, ¿harías el amor conmigo? –y entonces se deslizó hasta el piso y se desmayó.
Todas las mañanas, se bajaba un pack de seis cervezas sin alcohol.
–Es que soy viuda –decía, y luego hablaba rápidamente sobre un marido, un abogado que había muerto en un accidente de auto.
–Eres tan joven –murmuraba Gerard–, debe haber sido devastador.
–No –exhalaba, y después cantaba mientras pelaba una naranja–: Oh, qué hermosa mañana –solo esa línea–. No lo sé –decía, y se encogía de hombros.
Cerca de su edificio de departamentos había un gran campo de béisbol que raramente se usaba. Desde su living, Gerard podía ver el viejo marcador del campo, podrido, erosionado como una madera arrastrada por el agua y con la pintura descascarada, pero que todavía mostraba su escritura discernible y prolija: LOCAL y VISITANTE. Cuando se mudó al departamento, esas palabras parecían burlarse de él –puntuando y enfatizando su propio desplazamiento y soledad– hasta el punto de tener que cerrar las persianas para no verlas.
Sin embargo, ahora, cada tanto, tarde por la noche, solía caminar hasta el campo de béisbol y cuando era verano y hacía calor, se acostaba boca arriba sobre el pasto, a la izquierda del montículo del lanzador, y contemplaba el cielo. Era importante marearse con las estrellas, pensaba. Con demasiada frecuencia uno hasta se olvidaba de que existían. Podía observar una estrella, una estrella brillante y nerviosa, durante tanto tiempo que todas sus entrañas parecían de repente salir disparadas hacia el cielo para encontrarse con ella. Era como lo que sentía de niño cuando jugaba al béisbol; se concentraba tanto en la bola lanzada que, en el momento crucial, el bate parecía saltársele de las manos con un sonido seco para encontrarse con la bola en el medio del aire.
De adulto, rara vez tenía esos momentos de conexión, aunque los que había tenido últimamente habían sido en gran parte con los niños a los que les daba clase. Les había estado mostrando cómo estirarse y luego tocarse la punta de los pies –como árboles, les decía–, y cuando finalmente puso música y les pidió que lo hicieran, los ojos de ellos gritaron: “¡Mírame, lo estoy haciendo!”. El vínculo repentino que se creaba entre ellos tenía la misma magia que un home run. Cada vez se convencía más de que era solo a través de los niños que uno podía volver a conectarse con algo, que en esta vida era solo a través de los niños que uno podía llegar a casa, volverse un hogar, dejar de ser un visitante.
–Muchacho, sí que eres sentimental –le dijo Benna–. Siento que estoy en una película de Shirley Temple.
Benna era una mujer que sabía que estaba ovulando porque soñaba que corría por pasillos para tomar trenes; también era una mujer que decía que no deseaba tener hijos. “Vi a mi amiga Eleanor dar a luz”, decía. “Cuando ves a un niño nacer te das cuenta de que un bebé no es más que un sándwich de jamón y queso reconstituido. Solo un pequeño anagrama de ti y de lo que has estado comiendo durante nueve meses”.
“Pero mira las estrellas”, quería decirle él. “¿Cómo hace uno para llegar allí?”. Pero luego la recordaba cantando en el bar del Ramada Inn, sus diamantes falsos brillando en la oscuridad del lugar, y pensaba que de alguna forma ella ya estaba allí.
–Dime por qué no quieres tener hijos –le preguntó Gerard. Hacía poco, se había permitido fantasear durante una semana completa con la idea de tener una familia con Benna, aunque ella no había demostrado ningún interés real en él después de aquella noche en su puerta, y en general salía con otros hombres. A veces, él los escuchaba subir y bajar las escaleras con un ruido sordo.
–Ya me conoces –dijo–, crecí en un tráiler. Tu propio padre te hizo un retardado. Tú dime por qué quieres tener hijos.
Gerard pensó en el pequeño niño sordo de su clase, un chico llamado Barney que hoy había dicho en voz alta, con su lenguaje embrollado y falto de consonantes: “Por favor, Mr. Maines, cuando esté parado detrás de mí, ¿puede zapatear más fuerte?”. La única forma en que Barney podía escuchar la música y el ritmo era a través de las vibraciones en el piso. Gerard sonrió con bondad y dijo: “Por supuesto, jovencito”, y algo corrió y después se aquietó en su corazón.
–A veces pienso que sin niños somos bestias o polvo. Que somos como algo perdido en el mar.
Benna lo miró y parpadeó, tenía los ojos hinchados como por una alergia. Tomó un gran sorbo de cerveza sin alcohol, lo tragó y se encogió de hombros:
–¿Sí? –dijo–. Creo que estoy exhausta de tanto trabajar.
–Sí, bueno –dijo Gerard, intentando expresar algo más ligero–. Supongo que por eso le dicen trabajo. Supongo que por eso no le dicen ping pong.
–¿Qué miras? –Gerard había golpeado a su puerta y había entrado. Benna estaba acurrucada en el sofá debajo de una manta mirando televisión. Gerard intentó sonreír, lo había estado practicando, debía sentir el aire en sus dientes, las mejillas tenían que inflárseles y entrar en su campo de visión, sus orejas, elevarse levemente a los costados de su cabeza.
–Algo de ciencia ficción –dijo ella–. Escape de algo. O quizás sea invasión de algo. No recuerdo.
–¿Quiénes son esos personajes con bordes de neón? –preguntó mientras se sentaba junto a ella.
–Esos son los asesinos del amor. Te aman y después te matan. Son de otro planeta. Supuestamente.
Gerard miró el rostro de Benna. Estaba pálida, sin maquillaje, y los ángulos de sus pómulos parecían huesos exquisitos. Su cabello, atado con una banda elástica, brillaba rojizo con la luz de la lámpara. Así como estaba, envuelta en una manta que tenía signos elocuentes de pelo de perro y manchas de café, Gerard sintió más que nunca ganas de abrazarla. Y en una especie de impulso fuera de sí, se inclinó sobre ella y la besó en la boca.
–Gerard –dijo ella, mientras se alejaba levemente de él–. Me gustas mucho, pero no me estoy sintiendo muy sexual últimamente.
Gerard pudo sentir la sequedad de los labios de ella sobre los de él, que seguían ahí, como un fantasma de diez segundos.
–Pero sales con hombres –insistió, y al instante odió el tono de su propia voz–. Los escucho.
–Mira. Ahora estoy atravesando la vida sola –dijo Benna–. No puedo pensar en hombres, ni en penes, ni en matrimonio, ni en hijos. Trabajo demasiado. Ni siquiera me masturbo.
Gerard se hundió en el sofá con ganas de decir algo desagradable, algo de lo que mañana tendría que disculparse. Lo que dijo fue:
–¿Acaso necesitas un público para todo? –Y sin esperar una respuesta, se paró y volvió a su departamento, donde el cartel de LOCAL y VISITANTE, como un juego amañado y milenario, se burlaría de él incluso con las persianas bajas. Se puso de pie y cruzó el pasillo en dirección a su casa.
2. CUERDAS DEMASIADO