Lorrie Moore

Anagramas


Скачать книгу

sabía que los pechos tenían costados, y ahora tenía allí algo esperando.

      –Oh –contesté.

      –Supongamos por ahora que es un quiste –dijo el cirujano–. No desfiguremos inmediatamente el pecho.

      –Sí –dije–. No lo hagamos.

      Y luego, la enfermera me dijo que tener un hijo podía fortalecer un poco toda mi maquinaria interna. Ayudarme a prevenir las “enfermedades de las mujeres de carrera”. Los bultos suelen desaparecer durante el embarazo.

      –¿Puedo extender mi prescripción de sedantes? –pregunté.

      Con cada ciclo menstrual, procedió a explicarme, el cuerpo es como un boxeador golpeado que va tambaleando de su rincón al ring, y a medida que pasan los años, al cuerpo le cuesta más hacerlo. Su voluntad se quiebra. Se equivoca. El cuerpo de una mujer está tan ocupado preparándose para hacer bebés que cada año que pasa sin haber hecho uno es otro año de rechazo del que cada vez es más difícil recuperarse. Tarde o temprano, puede enloquecer por completo.

      Tuve la sospecha de que fueron discursos como este que hicieron que las mujeres abandonaran las fábricas y comenzaran de inmediato con el baby boom.

      –Gracias –dije–. Lo pensaré.

      Un problema de enseñar aerobics era que no me gustaba Jane Fonda. Me parecía que era una persona inconstante y descomprometida, demasiado segura de sí misma, que sabía posar frente a la cámara y se había hecho rica y famosa aprovechándose comercialmente de la crisis espiritual de Estados Unidos. Y con qué aplomo lo había hecho.

      –Lo que tú quieres es que la gente esté más insegura sobre sí misma –dijo Gerard.

      –Sí –dije–. Pienso que algunas incertidumbres bien pensadas y prominentemente exhibidas siempre están bien. –Y la incertidumbre y la confusión eran por cierto mis espejos en aquel entonces.

      Barney adoraba a Jane Fonda.

      –Esa mujer –solía decirme Barney después de la clase–. Sabes, solo era una de esas reinas del sexo. Y ahora está ayudando a Estados Unidos.

      –Querrás decir ayudándose a sí misma gracias a Estados Unidos. –Curiosamente, Jane Fonda era una de las pocas cosas en el mundo sobre las que me sentía segura, y ella me volvía propensa a las declaraciones rotundas, tan poco características en mí. Debería tener cuidado con esa asertividad, pensé. Debería pensar con evasivas, con vaguedad, como el resto de mi vida.

      –Oh, no me vengas con eso –dijo Barney y luego me puso al tanto de las últimas novedades sobre Zenia, que había sido elegida directora de un comité de mujeres votantes contra el abuso infantil.

      Guardé mi casetera, me tomé un sedante en el bebedero con forma de urinario en el pasillo y fatigosamente bajé las escaleras y caminé a casa. Entré al departamento de Gerard y me despatarré sobre su cama para esperar que volviera del trabajo. Contemplé una impresión en blanco y negro que tenía colgada en la pared frente a la cama. De cerca era un paisaje, un lago plasmado de forma onírica, un árbol y una montaña, pero de lejos era una cara macabra, vacía y hueca como una máscara de tragedia. Y desde donde yo estaba, ni lejos ni cerca, podía ver tanto el lago como la cara, los dos fusionándose y separándose una y otra vez, compitiendo por mi percepción, hasta que finalmente entorné los ojos, lo suficiente como para ver colores.

      Me di cuenta de que amar a Gerard era como tener un gato macho sin castrar o un hijo adolescente. Salía cinco noches por semana y durante el día tenía sueño y hambre y se sentía deprimido y comía muchos cereales fríos y dejaba los bowls por todos lados. Los ensayos de Dido y Eneas se estaban volviendo cada vez más frecuentes, y las otras noches tocaba como solista en conciertos de jazz en la ciudad, casi siempre en bares de categoría (uno se llamaba El Helecho de Humo) con ventiladores de techo de cuatro aspas aletargados como insectos de invierno y helechos frescos y delgados que decoraban cada rincón. Gerard tocaba la guitarra en un escenario al frente, y siempre había un grupo de mujeres a un costado que soltaban risitas, aplaudían con adoración y le compraban tragos. Cuando iba a verlo a sus conciertos, me sentaba sola en una mesa lo más atrás posible. Me sentía como una fan descarriada, una vecina devota. En las pausas, venía a hablar conmigo, pero en realidad hablaba con todos los presentes. Todo el mundo recibía la misma cantidad de tiempo y atención. Era un personaje público. Dejaba de ser mío. Yo me sentía tonta y fóbica. Me sentía espermicida. Bebía y fumaba demasiado. Empecé a quedarme en casa. Hacía cosas como mirar programas especiales sobre ciencia o películas sobre la Biblia: Stacy Keach en el papel de Barrabás, Rod Steiger como Poncio Pilatos, James Farentino como Simón Pedro. Mi propio cuerpo se me volvió cada vez más extraño. Me volví muy consciente de sus bordes al espiarlo desde afuera, mis hombros, manos, mechones de cabello, invadían los límites de mi visión como ramas que están preparadas para proyectarse en una toma y de esa forma decorar y volver la imagen sentimental. La necesidad de las tortugas marinas de dejar sus huevos en la tierra, dijo el televisor, las hace vulnerables.

      Solo en una ocasión, y muy tarde por la noche, corrí escaleras abajo y salí a la calle en pijama, jadeando y lagrimeando, esperando que algo (¿un auto?, ¿un ángel?) viniera a rescatarme o a matarme, pero no había nada, solo farolas y un gato.

      En la escuela de Shirley nos hicimos preguntas sobre los machos cazadores y las hembras que hacen nidos.

      –¿Crees que después de todo sí hay algo real en eso del macho como nómade? –le pregunté a Eleanor.

      Ella se mandó todo un discurso. Dijo que podía comprar todo el diagrama social de la mujer como la constructora del nido (grande, redondo, ver ovum) y el hombre como nómade, invasor, desplazándose en bandas (ver spermatozoa), pero que si ella era la que tenía que cuidar el fuerte, quería algunos huéspedes, una caballería sonriente y a la carga. Su vida estaba mal alineada, dijo. La caballería la pasaba completamente por alto, como si los mapas viales estuvieran mal hechos, y ella se veía forzada a gritar detrás de ellos “¡Ey!, ¿a dónde van?”. O un par de desertores pasaban de casualidad por su puerta, pero solamente se sentaban en el cordón a hablar sobre lo difícil que era ahorrar dinero en estos tiempos. El ADN de ella estaba en riesgo de extinguirse. Los amantes que había tenido siempre la habían deprimido. Prefería estar con amigos.

      –El sexo solía consolarme –dije–. Era mi coma anticoma.

      Eleanor se encogió de hombros. Bebió un trago de vermut. Le gustaba gritarles desde la ventanilla de su auto a las parejas que se tomaban de la mano por la calle: “¡Córtenla, por favor, córtenla!”.

      –¿Cómo está Gerard? –dijo.

      –Creo que ya no me ama –me mordí el puño para fingir melodrama.

      –Dale a ese hombre un bigote que torcer y una chica que atar a las vías del tren. Mira, vas a estar bien. Vas a terminar con Perry. –Perry era el hombre que ella había inventado para mi futuro. Había estudiado en Harvard, amaba a los niños y creía en los sucedáneos del matrimonio. El único problema era que padecía de epilepsia y había tenido ataques en dos cenas consecutivas–. Yo –dijo Eleanor– seguramente termine con un tipo llamado Opie que coleccionará material relacionado con Pinocho y dirá cosas como “¡Oh, caramba!”. Querrá que me vista en trajes de marinera.

      En la clase de adultos mayores era difícil concentrarse. Una de las mujeres, Pat, se había teñido las piernas con loción autobronceadora o algo así. Barney seguía teniendo problemas con su audífono. Lodeme pasó mucho tiempo en la parte trasera de la sala tomándole el pulso a todo el mundo de la forma en que yo les había enseñado: con dos dedos ubicados al costado del cuello.

      –¡Jesús santo! –gritó–. ¡Debes estar hibernando!

      Ese era mi miedo: que alguien tuviera un ataque en el medio de mi clase y muriera.

      –Okey –dije–. Comencemos con la rutina “locura de la danza”. Recuerden: es importante no tener miedo de parecer un idiota.