Me miras fijo con esos ojos de vaca que tienes… ¿Qué esperas que diga? En media hora tengo que salir para un show y dices “Pedí un turno”. Es igual a lo que hiciste la noche de la fiesta del elenco: ojos de vaca y luego “Creo que estoy embarazada”.
–Pensé que querrías saber –no dejaba de pensar en ese espantoso dicho de las madres respecto a tener la vaca atada.
–Me haces sentir como si estuviera en una tienda diminuta y solo quisiera relajarme, mirar y disfrutar, pero como soy el único cliente potencial, no paras de acercarte y presionarme.
–No te presiono –dije. Tengo un bulto en el pecho, es lo que quería decir pero no dije. Quizás me muera.
–Sí lo haces. Eres como esas mujeres que no paran de acercarse para preguntar “¿Puedo ayudarlo?”.
Miré su barbilla cuadrada, su imposiblemente hermosa barbilla sin afeitar y después miré la lámina de Mary Cassatt sobre la pared, madre bañando a niño, por qué poseía yo una cosa como esa, y fue en ese momento que realmente entendí que Gerard estaba enamorado de Susan Fitzbaum.
Las cosas, sin embargo, raras veces sucedían de la forma en que las entendías. La mayor parte de las veces, tan solo emergían paralelamente a lo que pensabas que estaba pasando y luego se hundían azarosamente en alguna otra dirección.
Gerard no paraba de repetirse.
–Eres como una de esas mujeres que no paran de acercarse: “¿Puedo ayudarlo?, esto es lindo, avíseme si lo quiere”. Una y otra y otra vez. No me dejarás nunca en paz.
Pensé sobre lo que me había dicho. Finalmente, dije en voz muy baja:
–Pero estás dentro de la tienda, Gerard. Si no te gusta, sal de la maldita tienda.
Gerard tomó una revista y la arrojó hacia el otro lado de la habitación, luego, sin buscar sus llaves, partió antes de lo necesario hacia su show en El Helecho de Humo.
Yo no era lo suficientemente grande para Gerard. Yo era pequeña, burda, estaba llena de preocupaciones, había colapsado. No me quería a mí, quería una tienda del tamaño de Macy’s; como Eneas o Ulises, él quería el anonimato y la libertad de vagar de isla en isla sin comprar nada. Yo era demasiado poco mundo para él. Ninguna mujer podía ser mundo suficiente, pensé, aunque eso fuera lo que un hombre deseaba de una mujer, aunque ella moviera frenéticamente sus brazos intentándolo.
Eleanor había dicho que se iba a quedar en casa mirando La novicia rebelde, entonces yo también me quedé en casa y leí el capítulo sobre aborto en mi libro de salud femenina. En la televisión, miré un documental sobre la naturaleza. Era sobre especies animales que, debido a un cambio en el paisaje, comienzan a producir huevos inviables o son perseguidas y se refugian en los cerros.
Caminé hasta el departamento de Gerard y recogí algunas cosas mías que habían quedado allí: zapatos, platos, revistas, cubiertos. Era como un principio de la física: las cosas iban y venían de forma natural entre los dos departamentos hasta que se alcanzaba el máximo nivel de caos. Yo tenía su abrelatas y él tenía mis cubeteras. Era como si nuestras posesiones estuvieran embarcadas en algún intercambio osmótico, conyugal, un gigante beso de efectos personales, que de algún modo nos había dejado atrás a nosotros.
El lunes me encontré con Eleanor para desayunar en Hank’s. Quería hablar de cosas esperanzadoras: el trabajo en Nueva York, cómo se sentiría ella acompañándome. Tal vez podría empezar un grupo de lectura allí. Le prometería no morirme de la enfermedad de Globner.1
–Deberíamos dejar de fumar cigarrillos. ¿Quieres dejar de fumar cigarrillos? –dijo Eleanor apenas me senté.
A pesar de mi salud en proceso de degeneración, los disfrutaba demasiado. Eran parte de nuestra relación sorora.
–Pero nos hermanan en los quistes –dije y me levanté un pecho con la mano. Ninguna idiotez era demasiado indigna para mí. También podría haberme sentado en un rincón y aplicar Winstons a mis nódulos linfáticos mientras me reía y contaba chistes malísimos.
La boca de Eleanor formó una sonrisa pequeña y fragmentaria.
–Tengo algo que decirte, Benna.
–¿Algo relacionado con lo sororal y quístico? –dije–. ¿Qué?
–Benna, le pedí a Gerard que se acostara conmigo.
Yo seguía sonriendo inapropiadamente y mi pecho todavía estaba un poco levantado.
–¿Cuándo fue? –dije, volví a acomodarme el pecho, enderecé el torso. Algo entre nosotras se había vuelto de repente pálido y gris, como un pequeño trozo de carne que no se saca de entre los dientes horas después de comer. Encendí un cigarrillo.
–El sábado por la noche. –La cara de Eleanor parecía organizada por la ansiedad, la misma cara que usaba cuando leía el discurso de Romeo a Paris, a quien acaba de matar: ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la desgracia! Lucía rosada y suplicante, aunque esencialmente se veía igual, como lo hacen todas las personas a pesar del hecho de que han comenzado a convertirse en monstruos y están por decirte algo que necesitaría que además tuvieran cuernos y colmillos o cejas abovedadas, pero nunca los tienen.
–Pensé que habías dicho que te ibas a quedar en casa mirando La novicia rebelde –dije con la misma voz que usaba siempre para arrojar humo de cigarrillos por mis fosas nasales.
–Yo, eh, finalmente no hice eso. Fui a ver a Gerard tocar. Me dijo que ustedes habían tenido una pelea, Benna.
Y de repente supe que esa era solo una parte de la verdad. De repente supe que había más cosas. Que siempre las había habido.
–Benna, al principio pensé que solo estábamos bromeando –continuó. No paraba de repetir mi nombre–. Me senté junto a él y le dije: “Ey, arruinemos una linda amistad…”.
–Pero ustedes se odiaban –insistí.
–...y él dijo: “Seguro, ¿por qué no?”. Y, Benna, estoy convencida de que él al principio pensaba que estaba bromeando…
¿Bromeando? ¿Cómo se le puede llamar bromeando a eso? Broma era mi lámina de Mary Cassatt. Mujer con niños.
–Benna, estoy segura de que no…
La piel de Eleanor era suave y sin poros. Tenía el cabello con reflejos dorados, como una madera costosa. Quería que dejara de decir mi nombre.
–Pero no se acostaron, ¿no? –pregunté, aunque sonó patético, como un personaje diminuto de Hans Christian Andersen.
Eleanor me miró fijo. Sus ojos empezaron a llenarse de agua. Se sentía mal por mí. Se sentía mal por ella misma. Pude sentir cómo mi corazón se marchitaba como una flor. Pude sentir cómo el bulto en mi pecho subía hasta mi garganta, donde tal vez hubiera estado al principio.
–Oh, Benna, él es una mierda. –Ellos sí se odiaban mutuamente. Es por eso que ella me estaba contando esto: todos nos odiábamos mutuamente–. Lo siento, Benna. Él es una mierda. Sabía que jamás te lo contaría.
Eleanor era gorda. No sabía nada de música. Era una niña. Seguía recibiendo dinero de sus padres desde el país de los médicos. Ningún animal es tan problemático en cautiverio como el elefante, pensé con maldad, como una profesora de aerobics que mira demasiada televisión pública. Todos los años, al menos un cuidador de zoológico es asesinado en algún lugar del mundo.
Algo en Eleanor empezó entonces a desmoronarse y morder.
–¿Cuánto tiempo crees que yo podría haber seguido siendo una caja de resonancia de ustedes dos, Benna?
Esto era espantoso. Era la clase de cosas que lees en las columnas de consejos de las revistas. ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la gracia!
–…yo