decir Túnez. Sonaba obsceno, como una parte del cuerpo vista solo en raras ocasiones.
–Cartago, Benna. Cartago. Un lindo lugar para visitar.
–Aunque tú, por supuesto, prefieres Italia.
–¿Por la historia? ¿Por echar raíces? Obviamente. ¿Has visto mis llaves?
–¡Ja! El día en que tú eches raíces… –dije, pero luego no se me ocurrió cómo terminar la frase–. Ese será el día que eches raíces –la concluí.
–¿Por qué, querida, piensas que la llamaron Roma? –Sonrió. Le pasé las llaves. Estaban debajo de la revista Opera News que yo había estado usando para espantar moscas.
–Gracias por las llaves –sonrió, y luego desapareció mientras bajaba las escaleras, como un manchón posmoderno de campera de cuero maltrecha, bolso de tela puesto con descuido sobre los hombros y la parte inferior de los pantalones mal planchada y formando cintas de Moebius.
Durante las pausas de los ensayos me llamaba y preguntaba:
–¿Dónde quieres dormir esta noche, tu casa o la mía?
–La mía –decía yo.
Seguramente no estaba enamorado de Susan Fitzbaum. Seguramente ella no estaba enamorada de él.
Por esa época, Eleanor y yo fundamos la escuela de comedia Deja de Llamarme Shirley. Consistía en nosotras dos encontrándonos en el centro para beber tragos y hacer pronunciamientos desesperados sobre la vida y el amor que siempre empezaban “Sin duda alguna…”. También incluía lo que Eleanor llamaba “El gran llanto blanco”: gente blanca blanda juntándose a beber vino blanco y a llorar.
–Nuestra vida sexual está desapareciendo –decía yo–. Gerard va al baño y a eso yo lo llamo “darse la mano con el desocupado”. Los hombres llegan a los treinta, lo juro, y solo quieren hacer el amor dos veces por año, como las focas.
–Nosotros tenemos tres años más de pico sexual –dice Eleanor mientras cierra los ojos y hace el gesto de estrangularse a sí misma–. ¿Cuándo fue la última vez que hicieron el amor? –Eleanor intentó parecer indiferente. Yo canté:
–Enero, febrero, junio o julio –pero la camarera se acercó para tomar las órdenes y nos miró con hostilidad. Nos gustaba hacerla sentir culpable dejándole grandes propinas.
–Me siento premenstrual –dijo Eleanor–. Estuve forzada a escribir propuestas para becas durante todo el día. He decidido que odio a todas las personas bajas, a todas las personas ricas, a todos los funcionarios del Estado, a los poetas y a los homosexuales.
–No te olvides de los gitanos –dije.
–¡Los gitanos! –gritó–. ¡Desprecio a los gitanos! –Bebía chablis de una forma que era mezcla de terror y alegría. Siempre a toda velocidad–. ¿Puedes ver que estoy tratando de ser feliz? –dijo.
Eleanor era parte de un grupo de poetas-actores local financiado por becas que hacía lecturas dramáticas y a veces hermosas de poemas escritos por personas famosas muertas. Mis favoritos eran los soliloquios de Romeo de Eleanor, aunque también le salía muy bien “Alto en el bosque en una noche de invierno”. Yo era una bailarina con mala suerte y sin disciplina que despreciaba todas las formas de ejercicio físico relacionadas con la danza e iba de un trabajo de profesora de aerobics a otro, intentando convencer a los estudiantes de que me encantaba. (“¡La vida, la actuación tienen lugar en presencia del oxígeno!” explicaba yo con una euforia preparada. Al menos no decía cosas como “¡Aprieten las nalgas para intensificar el estiramiento!”, o “¡Vamos, chicas, a mover esos cuerpos!”). Acababa de dejar un trabajo en un gimnasio y había sido contratada en la escuela municipal de artes de Fitchville para dar una clase a adultos mayores. Aerobics de geriátrico.
–¿No sientes eso respecto a la danza? –preguntó Eleanor–. Me refiero a que me encantaría escribir y leer algo mío, pero para qué molestarse. Terminé de darme cuenta de eso el verano pasado leyendo a Hart Crane mientras flotaba en el medio del lago en la cámara de una rueda. Ese sí es un poeta.
–Un poeta que podría haber usado la cámara de una rueda. No seas tan dura contigo misma. –Eleanor era inteligente, tenía más de treinta años, sobrepeso, y nunca había tenido un novio serio. Era hija de un médico que todavía le enviaba dinero. Se tomaba nuestra mediocridad mutua con más seriedad que yo–. No deberías permitirte el sentirte tan miserable –intenté.
–Yo no tengo esas píldoras –dijo Eleanor–. ¿Dónde se consiguen?
–Creo que lo que tú haces en la comunidad es absolutamente genial. Haces feliz a la gente.
–Gracias, señorita Hallmark Hall de la Oscuridad.
–Perdón –dije.
–¿Sabes de qué se trata la poesía? –dijo Eleanor–. De la imposibilidad del amor sexual. Los poetas, finalmente, no desean genitales, ni propios ni ajenos. Un poeta quiere metáforas, patrones, alguna física del amor sucedánea. Para un poeta, amar es no tener ningún amante. Y vivir –alzó la copa y no pudo reprimir una sonrisa– es no tener hígado.
Básicamente, me di cuenta, estaba viviendo en esa espantosa etapa de la vida que va desde los veintiséis a los treinta y siete años conocida como estupidez. Es cuando no sabes nada, sabes incluso menos de lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tienes una filosofía sobre las cosas que no sabes, algo que sí tenías a los veinte y que volverás a tener a los treinta y ocho. Aunque intentaste ciertas cosas.
–El amor es el programa de intercambio cultural entre la futilidad y el erotismo –afirmé. Y Eleanor respondió:
–Oh, cuánto cinismo –lo que en realidad quería decir que no había estado siquiera cerca de ser lo suficientemente cínica. Lo había formulado de manera espantosa pero de alguna forma justa, como un campamento infantil donde debes dormir lejos de casa.
–Estar enamorada de Gerard es como dormir en el medio de la autopista –intenté.
–Esa es mi muchacha –dijo Eleanor–. Mucho mejor.
En el formulario de postulación para el trabajo de la escuela municipal, donde preguntaba “¿Está usted casada?” (se trataba de información opcional), yo había consignado un enfático “No” y, a continuación, donde preguntaban “¿Con quién?”, había escrito: “Un tipo llamado Gerard”. De alguna forma mi clase de adultos mayores se enteró del contenido del formulario y una vez que las clases adquirieron ritmo y ganamos confianza, solían sonreír y bromear conmigo:
–Una chica con tan buen humor como el tuyo –solía ser el estribillo retrógrado–, ¡y sin marido!
Las clases tenían lugar por la noche, en el tercer piso de la escuela de arte, que era una enorme casa de estilo victoriano casi donde terminaba el centro. El estudio de danza era decrépito y los espejos eran de pesadilla, como hojas de aluminio extendidas sobre las paredes. Yo hacía lo que podía.
–Abajo, arriba, flexión, otra vez. Abajo, arriba, flexión, estocada.
Tenía diez mujeres de alrededor de sesenta años y un hombre llamado Barney que tenía setenta y tres. Solía gritarle:
–Ahora apúrate –aunque por lo general no me refería al ritmo: Barney tenía un audífono que siempre se le caía al piso en el medio de la rutina. Después de la clase, se quedaba dando vueltas e intentaba conversar: se disculpaba por lo del audífono o me contaba historias sobre su hermana Zenia, que tenía ochenta y un años y, aparentemente, era ágil como un insecto.
–¿Entonces usted y su hermana se ven seguido? –le pregunté una vez mientras guardaba los casetes.
–¡¿Seguido?! –Soltó una carcajada y luego sacó su billetera y me mostró una foto de Zenia en Mallorca con un traje de baño amarillo. Me contó que su hermana nunca se había casado.
Las