hasta veinte y había vuelto a palparlo, y a pesar de que Gerard no paraba de decir “¿Dónde? ¿Ahí? ¿Es eso a lo que te refieres? Parece algo muscular”, yo se los mostré.
–Sí –dijo la enfermera–. Sí, hay un bulto en su pecho.
–Sí, es así –dijo el cirujano parado junto a ella como un padrino de boda.
–Gracias –dije–. Muchas gracias. –Me incorporé y me vestí. El cirujano tenía fotos de su esposa e hijos en la pared. Todos los miembros de la familia parecían alumnos de escuela secundaria, bellos y jóvenes. Miré las fotos y pensé: ¿Y? Me puse los zapatos y me subí el cierre, intentando no sentirme un poco como una prostituta.
Esta es la razón por la que me alegré: el bulto no era simplemente un punto para centrarme en mi autoconmiseración; era también una batería que me propulsaba, que me fortalecía: exactamente mi propia cita con la muerte. Era algo que me anclaba y me volvía más profunda, como un secreto. Empecé a sentirlo cuando caminaba, saliendo justo de mi axila: evidencia dura y dolorosa de que yo era realmente una santa llena de ampollas, un ángel sangrante. Al menos se había confirmado: mi vida era tan complicada como yo siempre lo había sospechado.
–Es verdad, está ahí –le dije a Gerard cuando volví a casa.
–¿Quién está ahí? –murmuró preocupado y ausente como un portero. Iba a cantar la parte de Eneas en una producción local de su propia ópera rock, y estaba yendo al centro a comprar sandalias “de esas que trepan por la pierna”.
–No es un chiste de preguntas y respuestas, Gerard. El bulto. El bulto está ahí. Y ahora es un bulto certificado.
–Oh –dijo lentamente, con suavidad y desconcierto–. Oh, cariño.
Compré grandes sostenes elastizados: un talle único que se acomoda a todos los tamaños, atrapa todo, agarra todo y lo presiona contra ti. Empecé a verme a mí misma como algo más que un mero organismo: un sistema simbiótico, como un rinoceronte y un picabuey o un queso gorgonzola.
Gerard y yo vivíamos en departamentos separados solo por un pasillo. Juntos, poseíamos la totalidad del piso superior de una pequeña casa roja sobre la calle Marini. Podíamos trabar las puertas abiertas con ladrillos e ir y venir entre los dos departamentos, y a pesar de que la mayor parte del tiempo estábamos de acuerdo en decir que vivíamos juntos, había momentos en los que yo sabía que no era lo mismo. Cuando Gerard se mudó a la calle Marini, yo ya llevaba tres años viviendo ahí. Fue su manera de aplacar mi deseo de discutir nuestro futuro. En ese momento, habíamos sido amantes por diecinueve meses. Un año antes, él había decidido irse a vivir a la otra punta de la ciudad en un “gran departamento en el bosque”. (A mi casa le decía “la cabaña en la ciudad”). Era un lugar demasiado caro, pero Gerard, con total autocomplacencia decía “lo suficientemente lejos como para ser encantador”. Aunque nunca supe qué era exactamente lo que le parecía encantador a la distancia: si él mismo, el departamento o yo. Quizás era la vista. A Gerard, el mundo le gustaba más a cierta distancia, como una fotografía o un recuerdo, y eso me asustaba. Le gustaba besarme y frotar su nariz contra la mía cuando yo acababa de despertarme y casi no tenía conciencia… o cuando era como un cadáver con gripe o estaba atontada por la fatiga. Le gustaba tener que eliminar algún obstáculo para llegar a mí.
–Es un cerdo sexista –dijo Eleanor.
–Quizás solo sea un necrófilo latente –dije, y de inmediato me di cuenta de que era probable que las dos cosas fueran lo mismo.
–Pasión por el polvo –dijo Eleanor y se encogió de hombros–. Que sea con frialdad después del trabajo.
Entonces, nunca tuvimos el ritual del debate, la toma de decisión y la búsqueda de departamento. Lo que sucedió es que la pareja de indios del departamento frente al mío se fue y Gerard, una noche, mientras mirábamos el monólogo de Carson en la televisión, dijo: “Ey, quizás me mude allí. Tal vez sea más barato que el bosque”. Teníamos alquileres separados, cocinas separadas, números de teléfono separados, baños separados con inodoros apoyados sobre la misma pared. A veces, golpeaba la pared para preguntarme cómo estaba a través de las cañerías. “Bien, Gerard. Todo bien”. “Qué bueno escucharlo”, decía. Y luego apretábamos el botón de descarga al unísono.
–Raro –dijo Eleanor.
–Son como universos paralelos –dije yo–. Es como vivir en camas individuales.
–Es como Delmar, Maryland, que es la misma ciudad que Delmar, Delaware.
–Es como vivir en camas individuales –volví a decir.
–Es como el cinturón de Borscht –dijo Eleanor–. Primero haces la prueba en un resort de las montañas Catskill antes de ir a un lugar realmente importante.
–Es como luchar contra el rechazo por medio de las descargas del inodoro.
–Es tan típico de Gerard –dijo Eleanor–. Ese hombre vive del otro lado del pasillo de su propio y jodido corazón.
–Es músico –dije con tono de duda. Con demasiada frecuencia, me encontraba creando este tipo de excusas, como una Rumpelstiltskin del amor, estoicamente hilando la paja para convertirla en oro.
–Por favor –advirtió Eleanor señalándose el estómago–, acabo de comer un sándwich con tocino, lechuga y tomate.
Estas son las palabras que utilizaron: aspirar, mamografía, cirugía, bloqueo, esperar. Primero querían esperar y ver si solo era un bloqueo temporario de los conductos de leche.
–¿Productos de leche? –exclamó Gerard.
–¡Conductos! –grité–. ¡Conductos de leche!
Si el bulto no desaparecía en un mes, dirían más cosas y usarían las otras tres palabras. Aspirar sonaba aireado y esperanzador, yo siempre había tenido aspiraciones; y una mamografía sonaba como un apodo simpático que uno le daba a su abuela preferida. Pero las otras palabras no me gustaban.
–¿Esperar? –pregunté, tensa como una luz amarilla–. ¿Esperar y ver si se va? Eso podría haberlo hecho yo sola. –La enfermera sonrió. Me caía bien. Ella no le atribuía todo al “estrés” o a mi “vida personal”, una redundancia a la que nunca fui muy afecta.
–Quizás –dijo–. Pero quizás no. –Después el doctor me pasó una tarjeta con el nuevo turno y una receta de sedantes.
De los sedantes había que decir lo siguiente: te ayudaban a adaptarte mejor a la muerte. Cambiar de lugar era difícil sin el equipamiento psicológico necesario, ni hablar de pasar de la vida a la muerte. Me di cuenta de que esa era la razón por la que la gente en situaciones complicadas e infelices tenía problemas para zafar: su fuerza menguaba; al mismo tiempo envejecían y sufrían regresiones; no tenían sedantes. No sabían quiénes eran, aunque sospechaban que eran la hamburguesa recalentada y siempre de oferta del universo paralelo. Temerosos de sus propios dedos de los pies, necesitaban la valentía de los sedantes. Que podría hacerlos reflexionar generosamente sobre los escuálidos restos de sus vidas y considerarlos buenos, asegurándose así una muerte más calma. Después de todo, era más fácil dejar algo que amabas verdaderamente y con serenidad que algo que en realidad amabas frenéticamente pero no amabas tanto. Una buena muerte tenía que ver con mostrar la actitud correcta. Una muerte sana, como cualquier otra cosa –un ascenso en el trabajo o verse más joven–, era simplemente una cuestión de “sentirse bien con uno mismo”. Y aquí es donde entraban los sedantes. Sedada como una menta, una mujer podría colocar su mano feliz sobre el hombro de la muerte y decir con voz ronca: “¿Qué dices, amiga, quieres bailar?”.
También podrías ocuparte de los quehaceres domésticos.
Podrías hacer las compras.
Podrías lavar la ropa y doblarla.
Dido y Eneas de Gerard era una versión rock de la ópera de Purcell. Yo nunca la había visto. Él no quería