Lorrie Moore

Anagramas


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crees, Lodeme, que Benna debería aclararse el cabello?

      Lodeme era algo así como la líder, tenía la malla más sofisticada (de color lavanda con rayas azul marino), estaba perfectamente en forma, podía permanecer en la posición de v corta por minutos, y hacía sin cesar el intento de exhibir una sabiduría dura y llorona:

      –Primero el cabello, luego el corazón –bramó Lodeme–. Aclara tu corazón, y luego estarás bien. Nadie se enamora de un hombre de buen corazón, ¿verdad, Barn? –después le apretaba el brazo y a él se le caía el audífono. Al finalizar la clase yo tomaba un sedante.

      Hubo un período en el que intentaba hacer anagramas con palabras que no eran anagramas: menopausia y menudencia; agallas y toallas; enamorados y entramados. Me encontraba con Eleanor para beber algo, o en nuestra escuela de Shirley, o para desayunar en Hank’s Grill, y si yo llegaba primero, garabateaba las palabras una y otra vez en una servilleta, buscando formar los anagramas como un niño que intenta dividir tres en dos sin poder encontrar el resultado.

      –Buenas –le decía a Eleanor cuando llegaba, y daba vuelta la servilleta. Tenía las palabras enamorados y camaradas escritas con letras grandes.

      –Estás enloqueciendo, Benna. Debe ser tu vida romántica. –Eleanor se acercaba y escribía enamorados y manoseador; siempre había sido la más lista–. Pide el jugo de tomate –decía–. Esa es la forma en que te deshaces del olor a zorrino.

      Gerard era un hombre alto y de ojos verdes que olía a talco de bebé y estaba muy preocupado por la gran música. Yo podía estar acostada en la cama explicando algo terrible y personal y él me interrumpía diciendo:

      –Eso es Brahms. Eres como Brahms.

      Y yo contestaba:

      –¿A qué te refieres, a que soy gorda, vieja y tengo barba?

      Y Gerard sonreía y contestaba:

      –Exactamente.

      Una vez, cuando le conté diversas humillaciones que viví en la adolescencia, dijo:

      –Eso es un poco como Stravinski.

      Y yo dije, fastidiada:

      –¿En segundo año Stravinski todavía no había tenido el período? Me consuela saber que todo lo que me ha pasado le ha pasado también a un compositor famoso.

      –Al final, no te gusta la música, ¿no? –dijo Gerard.

      En realidad, la música me encantaba. A veces, pienso que esa es la razón por la que me enamoré de Gerard en primer lugar. Tal vez no tuviera nada que ver con el olor de su piel o el largo de sus piernas o el ritmo particular de sus palabras (un ritmo de reggae de pradera decía él), sino solo con el hecho de que pudiera tocar cualquier instrumento de cuerdas –piano, banjo, cello–, compusiera óperas rock y poemas tonales, y cantara lieder y canciones pop. Yo vivía rodeada de música. Cuando me ponía a leer el diario, él escuchaba Mozart. Si miraba las noticias, ponía Madame Butterfly diciendo que se trataba de lo mismo que se veía en el televisor: estadounidenses de juerga en países ajenos. Solo tenía que cruzar la fosa del pasillo para aprender algo: Vivaldi fue un sacerdote pelirrojo; Schumann se lisió la mano con un expansor; Brahms nunca se casó, esa era la gran historia, la que a Gerard más le gustaba contarme. “Está bien, está bien”, le decía yo, o a veces, simplemente “¿Y?”.

      Antes de conocer a Gerard, todo lo que sabía de música clásica lo había sacado del disco de la banda sonora de Momento de decisión. Ahora, podía tararear el vals de Musetta al menos durante tres compases. Ahora, poseía todos los conciertos de piano de Beethoven. Ahora, sabía que Percy Grainger se había casado en el Hollywood Bowl. “Pero Brahms –decía Gerard–, Brahms nunca se casó”.

      No es que quisiera estar casada. Lo que yo quería era algo equivalente al matrimonio, aunque nunca había sabido exactamente qué podía ser eso y sospechaba que quizás no existiera nada de esa naturaleza. A pesar de todo, estaba convencida de que tenía que haber algo mejor que esa farsa solitaria de vivir del otro lado de la ciudad o del pasillo. Algo que pudiera surgir en muy poco tiempo.

      Y eso me hacía sentir culpable y burguesa. Entonces me consolaba con los defectos de Gerard: era infantil; siempre perdía las llaves; era de Nebraska, como un horrible presentador de talk shows; había crecido cerca de una de las áreas de descanso más antiguas de las autopista I-80; contaba chistes que incluían las palabras salchicha y pedo; una vez se refirió al sexo con la expresión “esconder el salame”. También tenía el hábito de perseguir a pequeños animales para asustarlos. La primera vez que lo hizo fue con un pájaro en un parque y yo me reí pensando que era gracioso. Más adelante, me di cuenta de que era raro: Gerard tenía treinta y un años y la emprendía contra pequeños mamíferos que buscaban refugio en arbustos, en árboles, sobre muebles. Después de asustarlos, se daba vuelta y sonreía, como un maníaco poseído, un Puck con un título de maestría. También le gustaba mojarles la cara y el cuello a gatos y perros para pasarles después la mano como un peluquero y decir que los hacía lucir como Judy Garland. Me daba cuenta de que la vida era demasiado corta como para ser capaz de superar ciertas cosas de forma absoluta y sincera, pero estaba claro que algunas personas estaban esforzándose más que otras.

      Cuando tenía poco más de veinte, me fastidiaban las mujeres que se quejaban de que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse. “Los hombres, las mujeres, todos somos iguales”, decía yo. “Algunas mujeres son capaces de comprometerse, otras no. Algunos hombres son capaces de comprometerse, otros no. No es una cuestión de género”. Después conocí a Gerard y empecé a creer que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse.

      –No es que los hombres le teman a la intimidad –le dije a Eleanor–. Es que son hipocondríacos de la intimidad: siempre piensan que la tienen cuando no es así. Gerard piensa que estamos cerca pero la mitad del tiempo me habla como si nos hubiésemos conocido hace cuarenta y cinco minutos, me cuenta cosas de él que conozco hace años y me hace preguntas sobre mí cuyas respuestas ya debería conocer. Anoche me preguntó cuál era mi segundo nombre. Dios, no puedo ni hablar del tema.

      Eleanor me miró fijo:

      –¿Y cuál es tu segundo nombre?

      Yo la miré fijo a ella:

      –Ruth –dije–. Ruth. –El de ella era Elizabeth, yo lo sabía.

      Eleanor asintió con la cabeza y corrió la mirada.

      –Cuando estaba en la escuela católica –dijo–, me encantaba la historia de Santa Clara y San Francisco. Francisco fue canonizado a causa de su devoción por ideas vagas y generales como Dios y la cristiandad, mientras que a Clara la canonizaron a causa de su devoción por Francisco. ¿Lo ves? Eso lo resume perfectamente: incluso cuando un hombre es un santo, incluso cuando es bueno y devoto, no es bueno y devoto con nadie en particular. –Eleanor encendió un Viceroy–. Y de todas formas, ¿por qué se espera que estemos con hombres? Siento que alguna vez lo supe.

      –Los necesitamos por sus destornilladores con punta Phillips –dije. Eleanor elevó las cejas.

      –Es cierto –dijo–. Siempre me olvido que solo sales con hombres circuncidados.

      El cortejo mío y de Gerard había consistido en música de cámara dominical, conciertos de rock y excursiones a los campos de maíz en las afueras de Fitchville para cantar “I Loves You, Porgy”, a todo volumen y con errores mirando al cielo. Después, íbamos a mi departamento, nos desvestíamos y nos metíamos la lengua en el oído mutuamente. Por la mañana, íbamos a un café. “Espero que no seas checoslovaca”, decía Gerard, siempre el mismo chiste, y apuntaba al cartel sobre la caja registradora que rezaba: NO SE ACEPTAN CHEQUES.

      –Se vería genial sin piernas y ubicado sobre un carrito –dijo Eleanor.

      En realidad Eleanor era muy agradable en presencia de Gerard. Incluso se mostraba seductora. A veces ella y Gerard hablaban por teléfono: él le hacía