Lorrie Moore

Anagramas


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yo habíamos siquiera hecho el amor. Volví a revisar el test. Releí las instrucciones. Esperé, sin fe alguna, como había hecho a los doce años, que me viniera el período como por arte de magia.

      –Nueva York, ¿eh? –dijo Eleanor.

      –Sería para enseñarles a yuppies –me quejé. A pesar de las varias similitudes que teníamos con los yuppies (Eleanor era una esnob del vino, y yo poseía demasiadas zapatillas), los odiábamos. Odiábamos la palabra yuppie aunque la usábamos. Eleanor solía caminar por la calle mirando a la gente que pasaba cerca y decidiendo si calificaban o no para esa ignominia. “Yup, yup, nop”, decía en voz alta, como si estuviera jugando al “pato, pato, ganso”. Los yuppies, sabíamos, eran codiciosos, superficiales y egoístas. Hacían su propia pasta. Preferían jugar al ráquetbol antes que leer Middlemarch. “Ve a casa y lee Middlemarch”, le gritó una vez Eleanor a un corredor vestido de color pastel que miró hacia el costado para vernos a Eleanor y a mí pasar rápido en el auto de ella. Volvimos a bautizar a los siete enanitos: Pretencioso, Pedorro, Maniático, Ordinario, Bruto, Falso y Yuppie.

      –Bueno –dijo Eleanor–, si estás en Nueva York, son yuppies o mimos. Eso es todo lo que Nueva York tiene, yuppies o mimos.

      Dido y Eneas me encantó. Tenía guitarras eléctricas, pianos eléctricos, Eneas vestido de cuero y Dido con lentejuelas azules, sexy y metálica como una reina del disco. Toda la obra tenía un aire a MTV, repleta de solos de guitarra. Eneas se ponía la guitarra en el hombro e improvisaba y lloriqueaba detrás de Dido durante todo el show: “¿No ves por qué tengo que ir a Europa?/ Debo ignorar el sentimiento que tú alimentas”. En realidad me pareció horrible. De todas formas lloré cuando ella se suicidó y cuando le cantaba a Eneas: “¡Entonces ve! ¡Vete si debes hacerlo!/ Mi corazón sin dudas se convertirá en polvo”. Eneas efectivamente partía y yo, en mi asiento, pensaba: “Qué imbécil eres, Eneas, no tienes que ser tan literal”. Eleanor, sentada junto a mí, me dio un codazo y susurró:

      –Shirley va a convertir su corazón en polvo.

      –Dudo que sea Shirley –dije.

      Gerard, como Eneas y como director, recibió un aplauso de pie y una rosa de tallo largo. En mi mente, le arrojé a Dido un puñado de lirios atigrados y un buqué de gárgolas florales.

      Cuando terminó el show, Eleanor se fue a casa a ocuparse de su dolor de cabeza, entonces fui detrás de escena y saludé a Susan Fitzbaum. Se había quitado la corona y los brillos. Llevaba una falda a cuadros y mocasines. Tenía una cabeza grande.

      –Encantada de conocerte –dijo con voz grave y cansada.

      Besé a Gerard. Daba la impresión de que estaba ansioso por irse.

      –Necesito una cerveza –dijo–. La fiesta del elenco es recién a medianoche. Vamos a tomar algo y regresamos luego.

      En el auto me dijo:

      –Entonces, ¿qué es lo que de verdad te pareció?

      Yo le dije que el show era maravilloso, pero que Eneas no estaba obligado a dejar a alguien porque le habían dicho que lo hiciera, y él sonrió y dijo gracias, me besó en la sien y yo le dije que estaba embarazada y le pregunté qué pensaba que debíamos hacer.

      Estuvimos sentados un largo tiempo en un bar cercano dibujando cuadrados y diagonales en la escarcha de nuestros vasos de cerveza.

      –Voy a volver a la fiesta del elenco –dijo Gerard finalmente–. No tienes que venir si no quieres. –Se puso de pie y dejó dinero sobre la mesa para pagar la mitad de la cuenta.

      –No, iré –dije–. Si tú quieres que vaya.

      –Lo que yo quiera o no quiera no importa, es tu decisión.

      –Bueno, sería lindo si tú quisieras que fuera. Es decir, no quiero ir si tú no quieres que vaya.

      –Es tu decisión –dijo. Tenía los ojos saltones como nudillos.

      –Tengo la sensación de que no quieres que vaya.

      –¡Es tu decisión! Mira, si crees que tendrás algo que decir en una fiesta llena de gente amante de la música, bien. Quiero decir, yo soy músico e incluso a veces me cuesta.

      –No quieres que vaya. Okey, no iré.

      –Benna, no es eso. Ven si…

      –No te preocupes –dije–. No te preocupes, Gerard. –Lo llevé en el auto hasta la fiesta y luego fui a casa, donde me puse el pijama en mi propio departamento y escuché la banda sonora de Momento de decisión, un álbum, me di cuenta, que siempre había amado.

      Había una razón principal por la que no le había dicho a Eleanor que estaba embarazada, aunque una vez, cuando las dos habíamos ido juntas al baño de mujeres, una necesidad de descarga sincronizada que no era de rara ocurrencia y que nos permitía cuchichear de cubículo a cubículo, casi se lo digo.

      –Sabes, creo que estoy embarazada.

      No hubo respuesta, entonces cuando terminé, salí del cubículo, me lavé las manos lentamente, y mirando los pies de Eleanor que todavía no salía, le dije:

      –Bueno, te veo de nuevo en el mundo real.

      Me miré al espejo, la precisión de la imagen me dejó perpleja. Me vi con esa vieja mirada: esa mirada en la que luces… vieja. Cuando volví a nuestra mesa, Eleanor ya estaba sentada y encendía uno de mis Winstons.

      –Demoraste mucho –dijo.

      –Oh, Dios –me reí–. Acabo de contarle toda mi vida a alguien con botas negras.

      –Yo nunca usaría botas negras –dijo Eleanor.

      Negarse a usar botas negras era algo que le había quedado de la escuela católica, dijo. Y esa es también la razón por la que nunca le conté nada del embarazo: seguía teniendo extrañas e irresueltas ataduras con el catolicismo. Se ponía sentimental. Una vez me contó sobre una frugal tía católica no practicante que cuando murió dejó dos misteriosas cajas en el ático: una llena de artilugios maritales y anticonceptivos y otra rotulada “Cuerdas demasiado cortas para ser usadas” que contenía una enorme colección de pequeños trozos de cuerdas de distintos colores, enrollados en grandes bobinas y nidos. Me di cuenta de que precisamente esa era la relación tanto de Eleanor como de su tía con el catolicismo: cuerdas demasiado cortas para atar nada y por eso almacenadas en una caja secreta y enorme. Pero a Eleanor claramente le gustaba arrastrar su caja por ahí, exhibir sus cuerdas como un mercader ambulante.

      –Realmente no puedes ser una protestante en desgracia –dijo–. ¿Cómo es posible que siquiera exista la culpa?

      –Puede haber culpa –dije–. Es mi devoción, puedo llorar si quiero.

      –¡Pero ser una católica caída… es como hacer paracaidismo! Ser una protestante caída es como robarle la cartera a una anciana, tan fácil que no vale la pena molestarse.

      –Sí, pero piensa qué mal te sentirías después de robarle a una anciana.

      Eleanor se encogió de hombros. Le gustaban los católicos no practicantes. Creo que la única razón por la que lograba que Gerard le cayera bien era que había sido católico. A veces cuando Gerard se ponía al teléfono para preguntarle cosas sobre Virgilio terminaban hablando de Dante y después de monjas que habían conocido en la escuela católica. Los dos habían ido a escuelas parroquiales llamadas La Asunción, donde, decían, habían aprendido a asumir muchas cosas. Más de una vez, me senté en la mesa de la cocina de Gerard y lo escuché hablar por teléfono con Eleanor, exaltado y divertidísimo mientras intercambiaban chistes sobre sacerdotes. Yo nunca había conocido a un sacerdote. Pero era extraño y encantador observar a Gerard tan compenetrado con su propia infancia, tan cercano a Eleanor gracias a las anécdotas, tan contento con su propia huida a una adultez que le permitió estos chistes de sobreviviente; me sentaba ahí y flotaba subyugada como una luna, y me reía a la par de él, de ellos, aunque no supiera con precisión de lo que estaban