Leticia Elena Naranjo Gálvez

Tres modelos contemporáneos de agencia humana


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      De este modo Gauthier asume que se ha logrado demostrar concluyentemente su tesis de que aquellos constreñimientos morales que se harían innecesarios en un hipotético mercado perfecto, se vuelven imprescindibles y deseables allí donde no se dan las condiciones del mercado ideal, esto es, en aquellas circunstancias en las que los mercados presentan fallos a causa de los cuales unos agentes son explotados por otros. Llegados a este punto surgen algunas preguntas. En las mencionadas circunstancias en las que la moral soluciona los problemas originados por las imperfecciones del mercado, ¿qué tipo de agente es el que actúa, puesto que es claro que no podría tratarse de un Robinson solitario y absolutamente libre? En los mercados reales, tratándose de situaciones en las que se hace necesaria la moral, ¿coincidirían, entonces, el agente moral con el agente económico, esto es, estaríamos hablando de uno y el mismo agente? La respuesta de Gauthier a esta última cuestión es positiva, si bien el autor se hace cargo de las críticas que se le pueden presentar una vez que ha señalado que el origen y la justificación del ejercicio de la agencia moral se encuentran en la necesidad de superar los fallos del ámbito económico.

      Gauthier trata de responder a dos objeciones que podrían presentarle quienes intenten descalificar su modelo de agente pensado como un participante del mercado, quien sería lo que el autor también llama nuestro “yo del mercado” (market-self), y al que luego se referirá utilizando la expresión más conocida: homo oeconomicus. Las críticas a las que se enfrenta el filósofo canadiense apuntan, por un lado, a lo distorsionante o poco realista que puede parecer a los ojos de algunos, según él mismo lo reconoce, la figura de un sujeto moral pensado bajo el modelo de un agente económico y autointeresado, tal y como Gauthier lo propone. Por otro lado, habría quienes señalarían lo antipático y nada ‘moral’ que este personaje pueda resultarnos, a pesar de que, como el propio autor también parece aceptarlo, podría ser más real de lo que desearíamos, ya que admitiría ser visto como un indeseable pero también innegable producto de la forma de socialización que caracterizaría a nuestra sociedad capitalista (pp. 100-101). Esta última acabaría moldeando a sus miembros de manera tal que estos se parezcan cada vez más a sus market-selves: individuos definidos simplemente por sus funciones de utilidad, sus derechos de propiedad, su dotación natural (natural endowment), pero, sobre todo, su autointerés y su esencial no concernimiento por la suerte de sus congéneres.50

      No obstante lo dicho, nuestro autor contradice enérgicamente a quienes sospechen de la imparcialidad que reinaría en este mercado perfecto o, peor aún, parezcan atribuirle un mal moral esencial que se traduciría en que el sistema moldee a sus miembros y no precisamente para que desarrollen actitudes cooperativas ni capacidad para la autonomía. Según esta crítica, los agentes terminarían por tener las preferencias y los factores de producción que de hecho tienen, con lo cual el mercado se reproduciría a sí mismo, mientras que quienes en él transan solo serían los medios del sistema. Así, este último, mas no los sujetos, sería lo que realmente importa, mientras que el valor que puedan tener los agentes quedaría reducido a muy poco: tan solo al que tendrían las piezas de una gran máquina, incluso si ellos no son conscientes de esto y actúan creyendo que sus elecciones se orientan a maximizar su utilidad individual. Frente a este problema que se le atribuye al mercado, como sistema ajeno e incluso hostil a la moral y a la autonomía de los individuos, nuestro autor advierte que él realmente no cree que nosotros, como agentes morales, debamos identificarnos con nuestro yo del mercado. Su apelación al modelo de Robinson Crusoe se debe, según Gauthier, simplemente a que todos, en parte, somos y aspiramos al personaje de Daniel Defoe. Pues en esta figura se aprecia una idea de libertad que resulta ser muy atractiva y, sobre todo, que es de la mayor importancia para entender tanto la necesidad de la moral como la del mercado. Se trata de aquella libertad que, según lo afirma nuestro autor, todos deberíamos o quisiéramos tener con el fin de poder dirigir nosotros mismos nuestros talentos y esfuerzos, así como nuestra “dotación natural” (la cual incluye nuestras capacidades mentales y físicas) al servicio de nuestras preferencias, y no al de las preferencias de otros agentes. Es decir, a la satisfacción de nuestros intereses y no de los intereses ajenos ni, mucho menos, de unos supuestos intereses colectivos. “We do want to argue that each person is defined in part by an appropriately-based factor endowment […] this is presupposed even in our account of Robinson Crusoe and the freedom she enjoys to direct her capacities to the service of her preferences” (p. 99).

      A estas alturas de su argumentación Gauthier no ofrece una solución al problema que plantea la perturbadora idea de un mercado que moldearía a sus agentes y que, por lo tanto, estaría lejos de ser el reino de la autonomía y la moralidad. No obstante, el autor anuncia que responderá a esta objeción, si bien solo lo hará hasta el final de su texto, cuando intente corregir su figura del homo oeconomicus mediante los aportes de su idea de un “individuo liberal”. Por lo pronto, el canadiense intenta mostrar la necesidad de asumir su presupuesto del no concernimiento mutuo, propio de los agentes del mercado. Para ello incluso apela a la autoridad de un filósofo moral que, como Kant, difícilmente podría ser asociado a estas ideas del mercado y del egoísmo de quienes en él participan. Empero, según Gauthier, su propuesta es bastante cercana a un tema kantiano: la tesis de que debemos aplicar las restricciones morales independientemente de los gustos e intereses de aquellos por quienes nos preocupemos. La persona podría estar interesada en la suerte de otros sujetos, o sentir algún vínculo de afecto o de lealtad por algunos de ellos, pero este interés y estos vínculos no serían pertinentes para los mandatos morales. Es más, desde una postura kantiana, estos últimos deberían aplicarse y ser obligatorios al margen de cualquier interés en el bienestar de otras personas o de los lazos afectivos que se pueda tener con ellas. Estamos, pues, según el autor de La moral por acuerdo, ante una idea kantiana que dice querer rescatar, al hacer énfasis en su tesis del no concernimiento mutuo que debe atribuirse a los agentes que transan en un mercado.

      En mi opinión, dos problemas que el lector podría ver acá son, en primer término, que si se tratase de un mercado en el que se haga necesaria la moral, entonces no sería fácil ver por qué razón el filósofo canadiense apela a una supuesta idea kantiana de moralidad como no concernimiento mutuo si, precisamente, dicho no concernimiento, según lo ha afirmado el mismo Gauthier, es característico de aquellos agentes que operan en una zona libre de moral. En segundo término, creo que en este punto se le podría recordar a nuestro autor que un agente propiamente kantiano aplicaría la ley moral no solo independientemente de los intereses y gustos de otros individuos, sino también al margen de los suyos propios. Lo cual incluiría aquello que, usando el lenguaje de los teóricos de la decisión y de Gauthier mismo, conformaría el sistema de preferencias del agente. Si un sujeto racional, tal y como lo entiende el filósofo canadiense, no debería decidir al margen de estas últimas, es obvio que, por el contrario, la moral kantiana sería ajena a la centralidad que tienen, para Gauthier y para la teoría de la elección racional, dichas preferencias y la búsqueda —por definición, autointeresada— de la satisfacción de estas. De allí que acaso podría considerarse insólito el acudir a la idea kantiana de agencia moral, si se está intentando defender el autointerés y el no concernimiento (por sus congéneres) como las notas fundamentales del agente modélico que propone el autor de La moral por acuerdo.

      Tal vez previendo estas objeciones, el filósofo canadiense intenta explicar con mayor detenimiento su problemático supuesto del no concernimiento mutuo, trazando una pintura bastante ilustrativa de su modelo de agente moral que, por ahora, en mi opinión, no se ve claramente si se halla completamente separado del yo del mercado o si se entrelaza con este. Gauthier acude a esta pintura buscando sortear la innegable dificultad que plantea el describir a los agentes morales como agentes económicos, en el sentido de no estar concernidos los unos por los otros, y atendiendo cada individuo únicamente a sus propios fines. Es claro que resulta difícil aceptar esta descripción por parte de quienes, como ya se ha mencionado y lo reconoce nuestro autor, o bien la consideren poco representativa de cómo somos los agentes morales en la vida real, o bien, por el contrario, la ven como el corazón de la caricatura de una naturaleza humana detestable y poco proclive a la moral, por más que, para algunos, esa caricatura nos recuerde —y no precisamente por irreal— mucho de aquello que más nos pueda preocupar o avergonzar de nuestra propia sociedad. La respuesta de Gauthier a estas críticas es que su idea del no concernimiento