como mucho—, no puede explicar lo que de descubrimiento, de compromiso constructor del sujeto, de interpelación tiene la vida moral misma. Lo normativo de la moralidad queda reducido a una constricción de las interacciones que se conciben, a su vez, como actuaciones de preferencias.
Tal vez en cualquier reconstrucción filosófica hayamos de partir de conceptos o intuiciones simples, unitarias. El debate filosófico no solo se centra, como gustaba hacer Sócrates, en mostrar los límites de la coherencia de nuestras deliberaciones, sino, sobre todo, en mostrar —como también hacía el maestro—los límites de lo que adoptamos como intuiciones de partida. Por mucho que el mundo social nos dé como incuestionable la imagen del maximizador de preferencias en el mercado —en la vida cotidiana y en el inmenso matalotaje de las políticas sistémicas de las financias o del poder—, sería tarea de la filosofía mostrar qué se le escapa a esa imagen, cómo queda mal comprendida, por reducida, que no estilizada, la capacidad humana que hemos llamado agencia. No es solo —a lo que se llegará— que no debemos pensar el mundo en esos términos, sino también, y, de entrada, que pensarlo así es de hecho reductor, simplificador, con respecto a lo que de hecho hacemos. Podemos, como decía, mostrar cómo el modelo es inconsistente; podemos, por ejemplo, como hace detalladamente Leticia Naranjo, mostrar los saltos y quiebras argumentales de Gauthier para transitar desde el homo oeconomicus al ciudadano liberal (sobre esto retorno al final). Pero, sobre todo, hemos de cuestionar la base misma del modelo, sus piedras fundantes, al dudar que esa manera de pensarnos como agentes sea realmente la que practicamos en nuestra vida; podemos y debemos dudar de que ese concepto de razón sea nuestro concepto de razón, por imperfecto que este nos sea.
Y entra en el debate la segunda voz, potente, de Harry Frankfurt que Leticia Naranjo nos propone. Frankfurt es importante en la filosofía moral contemporánea por su aclaración de las formas complejas que adopta la voluntad humana y sobre la crítica y el debate en los que nos sumergimos cuando evaluamos nuestros deseos. Hablar de deseos ya no es hablar de preferencias que maximizamos, sino que se nos abre la posibilidad de pensar que cuando deseamos algo nos podemos, también, cuestionar sobre nuestros fines y nuestras motivaciones. Es importante este proceso reflexivo del análisis de los motivos de las acciones. En primer lugar, porque no da como un punto de partida incuestionable las preferencias de partida que de hecho podamos tener (nuestros fines, mediatos e inmediatos, nuestros deseos), sino que muestra que la capacidad de fijarnos objetivos, fines, propósitos, está inserta en una trama compleja, abierta a revisiones y actualizaciones, a correcciones. Es oportuno recordar cómo Rawls pensaba la racionalidad —que deberá ser a su vez pensada como constreñida y enmarcada por la razonabilidad de la cooperación justa con otros, y, por ende, como limitada por ella— como la capacidad de fijarnos fines y proyectos, y como la capacidad de revisarlos. Ser racionales es, pues, poder ser reflexivos con respecto a nuestros fines y proyectos, algo que se las tiene mal con los modelos agregacionales o algorítmicos de los preferidores racionales de los que veníamos hablando en párrafos anteriores, aunque sabemos que es de hecho como los humanos solemos comportarnos —al menos cuando no somos zelotes o empecinados en una única idea o convicción—. Pero la reflexividad de nuestros recursos motivacionales también es importante porque, en segundo lugar, muestra que están ligados a la capacidad que tenemos los humanos para identificarnos con aquellos deseos que demos en pensar como más determinantes para nosotros, con lo que es importante para nosotros. Por limitada que pueda ser, la libertad tiene que ver con esta identificación con lo que tomemos como central en nuestras vidas, o, dicho en la jerga de Frankfurt, con lo que nos importa, con aquello de que nos cuidemos especialmente, o, como acaba diciendo, con aquello que amemos. No solo somos seres reflexivamente deseantes, sino que también, podemos parafrasear, lo somos apasionadamente. Leticia Naranjo hace un magnífico trabajo de reconstrucción de esta capacidad deseante y reflexiva de Frankfurt, así como también de los riesgos a los que esta corrección, por así llamarla, del modelo motivacional de Gauthier nos pudiera llevar. Porque hay algo bellamente turbio en la idea de la motivación apasionada —amor lo llama— de Frankfurt; y es que, como dejaba caer, cabe que nuestra reflexividad deseante caiga víctima del riesgo del zelote que, al cabo, acabe, como las almas bellas, por identificar su acción en el mundo no ya con una convicción, sino con una pura motivación apasionada. Algo parece escapársele así también a Frankfurt. Quizá, como si huyendo de la reducción de la racionalidad al mecanismo de la mera agregación de preferencias, del contractualismo reductivo de Gauthier, hubiésemos oscilado al extremo opuesto de una pasionalidad poshumeana y acabáramos perdiendo la lucidez que la razón humana nos aporta. Pues sabemos, ay, que también la pasión enceguece. Los elementos cognitivos de lo que somos, de lo que queremos, de lo que deseamos, pueden quedar inexplicados en la vinculación apasionada con nuestros fines.
Y es que, quizás, en lo que llevamos andado de este camino algo central, verdaderamente crucial, ha estado ausente. Las dos primeras jornadas del camino han pensado solo en el agente como un sujeto en aislamiento —el agente que magina qué preferencias tiene y cuáles debería tener y el agente que desea y musita sus pasiones—. Pero no está el mundo, y sobre todo no está esa parte central del mundo, de nuestro mundo, que son los otros. Definir la racionalidad requiere definir esa relación fundante que es su socialidad. Lo que llamamos razón es una forma de pensar las relaciones adecuadas con el mundo y los otros. Esta básica intuición —una intuición de raíz hegeliana, pero también kantiana— es la que modula la tercera jornada del camino, la que Leticia Naranjo nos propone de la mano de Charles Taylor. Por coherencia temática con el análisis del sujeto que articula todo el texto y de cuya temática partíamos, se trata ahora de pensar un modelo de agencia humana que sea capaz de recuperar la racionalidad que estuvo en un tris de ser perdida con Frankfurt, pero que retenga, no obstante, su momento de crítica con aquel primer paso de Gauthier. Leticia Naranjo busca en la idea de Taylor de una evaluación fuerte, y no solo una evaluación débil, solo contrastadora de alternativas y preferencias, la forma en la que el sujeto se evalúa a sí mismo, se pondera a sí mismo, se construye reflexivamente a sí mismo a la vez que evalúa, pondera y construye sus fines. La evaluación fuerte —por decirlo en breve, casi apresuradamente— es el más pleno ejercicio del lenguaje, y del lenguaje siempre comunicativo con otros. Quien la practica —y es el ejercicio de una máxima capacidad humana— piensa los motivos de su acción como buscando los bienes últimos con relación a los cuales el sujeto puede, en una cultura y en un momento histórico, articular los motivos y las razones de sus actos. Subrayo: articular razones en el lenguaje con otros. Los motivos son razones, se pueden expresar como razones ante otros, se justifican como razones ante otros. Y llegar a expresar esas razones requiere articulación —y la metáfora, también tan socrática, como nos recuerda el Fedro, apunta a estructuras coherentes y armadas de discurso, de dación de palabras, de motivos, de justificaciones, algo que quizá no esté dado como inicialmente expreso, inmediato, incuestionado—. Necesita ser hecho, puesto en práctica. La capacidad reflexiva de la que nos hablaba Frankfurt es la capacidad practicada y ejercida de poner ante otros, y, por consiguiente, ante uno mismo, esa articulación que va de la mano de la evaluación fuerte de Taylor.
Más cosas se siguen de este paso final del relato de Leticia Naranjo. Se sigue, por ejemplo, y, en primer lugar, que la capacidad de autonomía del agente, su capacidad de no estar sometido a imperativos externos que se le presenten como heterónomos, como dados por otros, requieren, no obstante, el mundo del lenguaje y de las instituciones que siempre están presentes en los materiales con los que ese sujeto se construye evaluando fuertemente. No hay una autonomía por así llamarla, adánica, originaria, fundante, como una voluntad o una razón que fuera causa sui, causa fundante de sí misma. La articulación es articulación, decía en el párrafo anterior, con el mundo de los otros en el lenguaje. Se sigue, también, y, en segundo lugar, que la evaluación fuerte —y el sujeto como evaluador fuerte— es un logro y un proceso. Nunca está dada al comienzo, sino que requiere y reclama el trabajo con los otros en las instituciones del lenguaje —su medio— y de la convivencia. Es este un proceso que cabría llamar civilizatorio, y del que no cabe decir que esté plenamente conseguido. (A pesar del regusto hegeliano de la propuesta de Taylor, no parece que nos lleve al Espíritu Absoluto).
La reflexión sobre el sujeto, sobre el agente, sobre sus motivaciones y sus razones, que ha reconstruido Leticia Naranjo conduce, pues, a una concepción de las tareas y los marcos de las acciones de las personas. Nos abre