Leticia Elena Naranjo Gálvez

Tres modelos contemporáneos de agencia humana


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no obstante, la capacidad de ese sujeto de sostener su originalidad, su autonomía, su resistencia a las quebraduras del mundo. Si en los tres autores, en las tres jornadas, que se han recorrido hay algo común, y central, es que la capacidad de agencia lo es de un sujeto, de una persona, de un ser que no ha dejado de ser individuo, sino que, por decirlo con el Habermas que reconstruye a George Herbert Mead, se ha constituido como tal individuo por medio de sus socializaciones. Se ha hecho persona por su medio de sus articulaciones.

      Hay un cuadro en el Museo del Prado que puede valer para esta reflexión final. Antonio Gisbert pintó en 1887 el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. El cuadro, con la retórica heroica de la pintura histórica del siglo antepasado, recoge la idealizada imagen de un injusto ajusticiamiento del liberal radical que fue Torrijos, defensor de la herencia liberal que se oponía a las tiranías del Antiguo Régimen. Mucho podríamos comentar en los países que hemos heredado la pesadez de las tiranías hispanas sobre los motivos y las formas de las resistencias a ellas —también sobre los callejones sin salida a las que esas resistencias han conducido a veces—. Pero me interesa preguntar cuándo ese liberalismo emancipatorio, resistente, rebelde, se trocó en el homo oeconomicus de las preferencias del mercado, qué se hizo de esa fiera búsqueda de autonomía —entonces se nombraba con el término constitucional de las libertades de las personas y los pueblos— y cómo se ha producido esa derrota y ese olvido. La pregunta no es cómo el homo oeconomicus puede, si puede, transformarse en ciudadano liberal, sino cómo el rebelde ciudadano liberal se ha visto reducido al papel de un aseado librecambista. Interesa preguntar, al final del camino, cómo el lugar de la evaluación fuerte al que llegamos, que estaba históricamente ya al comienzo, en la rebelión ilustrada y romántica contra las tiranías, cargada de razones y de apasionamientos, fue aherrojado como si solo fuera un mecanismo de contabilidad del debes y haberes ante el mercado. Interesa saber cómo la autonomía ilustrada y romántica, la médula de la Ilustración y de la Modernidad, quedó arrojada en las playas en las que se fusiló a sus ejercitadores. ¿Quién, y tan malamente, ha relatado esa derrota como si fuera, por el contrario, una victoria de la razón instrumental?

      Pero no solo eso. (Y acabo con una nota más sombría). Aquello que, de manera errada mal comprendió la tradición liberal devaluada de lo que hoy llamamos por antonomasia ‘liberalismo’, la capacidad de romper con las ataduras de un mundo que se descubre como heterónomamente soberano y regulador, se ha difuminado y tornado en su reverso. Los últimos trabajos de Taylor apuntan, más bien, a pensar al sujeto moral como aquel que reconoce que es tanto, o más, un sujeto construido como un agente evaluador. Un sujeto que es construido por los marcos de sentido, y fuertemente, por los marcos religiosos, ante los que solo le cabe, ante todo, una suerte de reconocimiento de lo que a ellos le debe. No creo que quepa menospreciar ese acento que, a veces, se acerca al amor fati. Incluso una pensadora muy alejada de los contextos culturales de Taylor, como Judith Butler, no dejará de acentuar en su concepción de la subjetividad performativa, de la sujeción subjetivante, ese aspecto de que somos construidos por los marcos culturales que nos constituyen y que son la base, incluso, para poder pensar nuestras resistencias ante ellos. Pero pareciera, entonces, que la agencia ha perdido su aguijón y se ha convertido, más que nada, en una capacidad de autointerpretación, en el ejercicio de una hermenéutica autoaclaratoria. El liberal, decía, rompe con el Antiguo Régimen, y en él, con las iglesias; este nuevo sujeto transliberal o posliberal retorna a la religión. ¿Es todo ello una reacción ante el error de mal comprender la autonomía que produjo el programa del neoliberalismo económico o es una, otra, derrota de los proyectos emancipatorios? De todo puede haber, pero me temo que las nuevas oscuridades acentúan lo segundo más que lo primero, aunque aquello sea su coartada.

      Pero, aunque así fuera, ¿cabría pensar las resistencias y aun las rebeliones con los modelos de agencia que hemos ido dejando atrás en el camino al que Leticia Naranjo nos ha invitado? Ciertamente, no. No podemos renunciar, estimo, ni a la reflexividad en la definición de nuestros fines y de nuestras motivaciones ni al tejido expresivo y constructivo en el que hilvanamos, evaluándolos, nuestros proyectos. El sujeto que subyace a nuestros dilemas y conflictos, el agente que se enfrenta a las demandas de la complejidad de un mundo quebrado, no puede cabalmente pensarse con aquellos entecos mimbres de la maximización de preferencias que Gauthier nos indicaba ni con la apasionada suscripción de nuestros vínculos y nuestros cuidados que atraían a Frankfurt. Quizá necesitemos reforzar la autonomía irredenta que late también en Taylor, pero es más en ese su terreno que en los anteriores donde podremos encontrar el perdido, y muchas veces desconcertado, rostro del sujeto moral que somos.

      Norah: Se han cometido muchos errores conmigo. En primer lugar, por parte de papá y, luego, por parte tuya. Cuando vivía con papá, él me manifestaba todas sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras diferentes, me guardaba muy bien de decirlo, porque no le habría gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo, como yo con mis muñecas. Después vine a esta casa contigo... Pasé de manos de papá a las tuyas. Tú me formaste a tu gusto y yo participaba de él... o lo fingía... creo que lo uno y lo otro... Vivía de hacer piruetas para divertirte, como tú querías. Tú y papá habéis cometido un grave error conmigo: sois culpables de que no haya llegado a ser nunca nada.

      Torvald: Pero qué injusta y desagradecida eres, ¿no has sido feliz aquí?

      Norah: No, nunca. Creí serlo, pero no lo he sido jamás... sólo estaba alegre y eso es todo. Eras tan bueno conmigo... Pero nuestro hogar no ha sido más que un cuarto de recreo. He sido muñeca grande en esta casa, como fui muñeca pequeña en casa de papá. Y a su vez los niños han sido mis muñecos.

      Torvald: Hay algo de verdad en lo que dices... aunque muy exagerado. Pero desde hoy todo cambiará; ya han pasado los tiempos de jugar y ha llegado la hora de la educación.

      Norah: La educación de quién, ¿la mía o la de los niños?

      Torvald: La tuya y la de los niños.

      Norah: Ay, Torvald, tú no eres capaz de educarme, y yo ¿qué preparación tengo para educar a los niños? Es una labor superior a mis fuerzas. Hay otra de la que debo ocuparme antes. Debo procurar educarme a mí misma. Tú no eres capaz de ayudarme en esta tarea y por ello necesito estar sola. Y por esa razón voy a dejarte.

      Torvald: ¡Qué dices!

      Norah: Necesito estar sola para orientarme sobre mí misma y sobre lo que me rodea. No puedo quedarme más contigo.

      Torvald: ¡Qué horror! Traicionar así los deberes más sagrados...

      Norah: Tengo otros deberes no menos sagrados.

      Torvald: ¿Qué deberes son esos?

      Norah: Mis deberes conmigo misma.

      Torvald: Ante todo eres esposa y madre.

      Norah: Ante todo soy un ser humano, igual que tú... o al menos debo intentar serlo. Sé que la mayoría de los hombres y los libros te darán la razón. Pero ahora no puedo conformarme con lo que dicen hombres y libros. Tengo que pensar por mi cuenta en todo esto y tratar de comprenderlo.

      Torvald: ¿Es que no te basta con tu puesto en este hogar? ¿No tienes una guía infalible para estos dilemas, no tienes la religión?

      Norah: Ay, Torvald, no sé qué es la religión. Sólo sé lo que me dijo el pastor Hensen cuando me preparaba para la confirmación... cuando esté sola y libre examinaré también ese asunto...

      Torvald: Hablas como una niña. No comprendes nada de la sociedad en que vivimos.

      Norah: No, seguro que no. Pero ahora quiero tratar de comprenderlo y averiguar a quién asiste la razón, si a la sociedad o a mí.

      HENRIK IBSEN

      Introducción