Catalina Murillo

Tiembla, memoria


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años, no se le conoce un solo trabajo remunerado.

      Patiño:

      Yo me lo merezco todo. Todo me lo debo a mí. Todo es culpa mía. Le he vendido mi alma a Satanás. Cuando se vende el alma sucede una cosa muy concreta: una acepta convertirse en la encarnación de su aspecto más vil. Yo le vendí mi alma al Ángel Soberbio porque me sacara del lodazal tropical en que nací. No se hace este trueque para ser feliz. Al contrario, uno pone su alma en rebajas el día en que se pregunta: La felicidad ¿qué importancia tiene?

      Toc, toc, toc: al instante llama a tu puerta Satán.

      Catalina Cata Botellas

      Catalinísima:

      “El deber del ser humano es ser feliz”, me dijo la santera de la Habana Vieja que no quisiste visitar conmigo. La felicidad como precepto moral. A mis usuales agobios, se suma esa nueva culpa: la de no ser feliz.

      ¿Quién va por la senda de la felicidad, quien persigue sus deseos o quien los deja ir?

      C. P.

      Ay, Patiño –me dan ganas de escribirle, pero ni eso hago– yo, que mis deseos son mis órdenes, salgo todos los días tarde de la oficina con la convicción de merecerme el mundo en bandeja. Compro semanalmente kilos de discos y libros (ese consumo de quienes no se consideran consumistas) y he terminado por descubrir por qué comprar es tan frustrante: uno compra todo aquello que en el fondo le hubiese gustado crear uno mismo.

      Todos los libros se quedan sin abrir en mis estanterías. Ganando los doblones que gano al mes, y sin tiempo para disfrutarlos, compro “cultura” como si así adquiriera futuro. Ya tendré tiempo de vivir como quiero, me digo. Atesoro libros como quien salvaguarda una vida venidera.

      Patiño tarda hasta dos semanas en contestar mis emails, cuando baja al pueblo a comprar comida y le sobran dos euros para el cíber. A veces responde por correo del de antes, con sello de cera y todo.

      Catilina, Catilina:

      Sólo en la nada está la plétora.

      Patiño

      Patiño:

      Ven. Cuando analizo mi vida me deprimo, pero cuando la comparo con la tuya, me enaltezco.

      Ven, que ahora que gano dinero a manos llenas me doy cuenta de que necesito amor.

      Ven, adjunto billete en primera clase a Madrid.

      Cata

      Sres. Megaloideas.es

      A la atención de Catalina M. Botellas

      Directora Creativa de Pubertad Impúber

      Muy señora mía:

      Voy para Madrid.

      El pequeño telegrama aún tiembla en mis manos y ya me parece que soy feliz. Y que lo he sido siempre. Miro hacia atrás en retrospectiva peliculera y mi vida entera me parece una cinta delirante y sensual.

      El tercer viernes de primavera, día de su advenimiento, salgo de la oficina al mediodía para preparar la escena. Quiero que no falte nada, que todo esté perfecto.

      Se acerca Patiño. Tiembla el suelo. Mi casa está a punto de despegar por encima del tedio y la mediocridad. ¿Qué es ese tintineo? Son las botellas de whisky que se estremecen en mi alacena. Qué fácil es conjeturar el pasado. Ahora –ahora mientras tecleo y el tic, tic, tic de las teclas se mezcla con el tlin, tlin, tlin de las botellas en mi memoria– me parece que todo presagiaba aquella tarde de viernes que en menos de cuarenta y ocho horas me iba a cambiar la vida.

      ¡El timbre! Levanto el telefonillo y me dice el portero rezongando:

      —Hay aquí una persona… que dice que no sabe quién es.

      —Que suba. Intentaremos solucionarlo.

      Abro la puerta de mi astronave y corro a echarme en el sofá. La última vez que Patiño me vio fue hace casi tres años. Yo acababa de llegar de ese que uno llama mi país y tenía una pinta de socióloga de bananera mezclada con presentadora de tele de Miami, si tal mezcla es posible. Ahora quiero sorprender a Patiño. Quiero que lo primero que vean sus ojos sea Cata envuelta en un espeso albornoz carmesí, echada en el sofá multiorgásmico con un libro de Nietzsche entre manos.

      Escucho el ascensor. Veo con el rabillo del ojo la silueta de Patiño dibujarse entre el marco de la puerta. Sin levantar la vista del libro, digo:

      —Bienvenida. Pasa y conoce mi pequeño paraíso artificial.

      —Todos los paraísos son artificiales –replica Patiño, siempre en guardia.

      Ha llegado Patiño, amigos, como la primavera.

      Ahora van a ver

      Las heridas florecer.

      Patiño abandona su lacónica maleta en la entrada, avanza con cadencia de gata hasta el sofá y se deja caer a mi lado. No cambia, la Patiño aniñada de siempre, de piel de guanábana y ojos húmedos de ternera.

      —Esto es pernicioso –dice mirando hacia los ventanales del salón (vivo en un décimo piso)–, esto de vivir en la cúspide. Es muy distinto despertarse cada día en un sótano pensando “allá afuera está la ciudad que me da de comer”, que levantarse cada día y tenerla a tus pies.

      —Bueno, la mayor parte del tiempo me dan ganas de tirarme por la ventana.

      —Menos mal.

      Patiño recorre con la mirada el salón, viejo recurso que aprovecha quien escribe para describírselo a ustedes, sus volubles lectores. Hay toda clase de baratijas caras, si se me perdona, muebles y tiliches inútiles con que he llenado este espacio para acercarlo a la noción de hogar. En aquel rincón, la chimenea y sus compinches habituales: una mesita baja con un par de copas, unas cuantas lamparitas de luz tenue, una alfombra tan peluda que se ha tragado varios calzoncillos, y cuadros y adornos eróticos que aludan al desnudo femenino: nada predispone mejor a un hombre que una vaga ilusión de que se le ofrece un harem particular. Pasen, muchachos, pasen ustedes también.

      —Patiño… –murmuro cerniéndome sobre ella. Mi voz delata ya el ansia que me embarga cuando la tengo cerca–. ¿Cuándo veré frente a mí las pupilas mefistofélicas de un hombre al que pueda llamar mío? ¿Dónde está Él? Ya sabes, Él. ¿Dónde está ahora su garfio invencible? ¿Cuándo veré su cuerpo macizo y elástico serpentear frente a mí mientras su melena nos baña las caras, quiero decir a Él y a mí, eh, Patiño?

      Ella, como perenne insomne es perenne somnolienta. Se restriega los ojos, se recuesta en el sofá y me responde en medio de un bostezo:

      —Te han estafado. Te han vendido el síntoma por la enfermedad. Saca el whisky, anda.

      —No soy nada sin un hombre –le explico mientras me alejo a buscar la botella y dos vasos para iniciar la alquimia–. Necesito un macho a mi lado, un ser erecto y pertinaz, como dice el poema, ¿te lo recito?

      —Cata, no me seas pesadilla.

      —Soy una mujer presa en un cuerpo de mujer.

      —Hay casos peores.

      —No alcanzo a sentirme un ser autosuficiente, ni puedo considerar a los hombres meros vehículos para el fornicio, ¡y mira que lo intento!, pero nada: no logro diferenciar entre amor y voluptuosidad.

      —Lo normal a nuestra edad –dice Patiño como lo más obvio–. Por eso ya no practico el sexo.

      —¿Cómo? –La bandeja está a punto de caérseme al suelo–. ¡Traición! ¡No puedes hacerme esto!

      —No seas manipuladora, Cata. La carne todo lo enreda. No haré proselitismo. Cada una lo tiene que descubrir por sí misma.

      —Pe… pe… pero… Yo te estaba esperando para salir a recorrer las calles madrileñas en busca de amor… o sus sucedáneos.

      —Saldremos, saldremos