Catalina Murillo

Tiembla, memoria


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      Aprovechando que a A y a B no les interesa lo que sale de nuestra boca, comparto con Patiño mis reflexiones sin bajar siquiera la voz:

      —Eso sería darles lo que se merecen. Ponérsela dura y dejarlos así, obviamente. Tomad y bebed: sean esclavos ustedes mismos de aquello a lo que no nos pudieron esclavizar. A ver qué hacen con sus espadas ardientes, por hablar como la monjita. Tendrán que esforzarse para que nosotras, la camada de mujeres que suplantará a sus madres, los recibamos ahí mismo por donde salieron.

      —¿Por qué mejor no se las cortas?

      —Qué dices, cortarle el pene a un hombre es algo que una mujer hace solo por amor. ¿Sabes qué creo, Patiño?, y lo creo con amargura: que dentro de doscientos años habrá muchas mujeres agresoras; mujeres que asaltarán a los hombres en los portales, cuando regresen solos y cansados a casa; mujeres con puñales, con pistolas, con gas pimienta y mostaza, que atemorizarán a los hombres que caminen solos por la madrugada, que los ahorcarán con sus corbatas, que los degollarán en playas solitarias o al final de una agradable cena, cuando regresaban juntos al hotel. Aparecerán hombres desnudos y mutilados en las cunetas, hombres quemados vivos, ultrajados, descuartizados; lo mismo que ahora, pero a la inversa.

      —¿Qué dice esta? –pregunta A o B.

      —No lo sé. Dile que no tengo ni idea de lo que digo, Patiño, pero que ese es el método de mi discurso. Disparo al aire, que en algún ojo pondré una bala. Soy contradictoria, pero es que en la contradicción está la vida; en la síntesis, empieza la putrefacción. Sé que soy insoportable a veces.

      —Eres insoportable a secas –corrige Patiño­. Tenemos que regar esto –dice indicando con gesto grandilocuente la puerta, pues a todo esto los cuatro están ya frente a Las mariconerías de Goya, la discoteca en que se celebrarán las luces y sombras de Piroulette.

      —Diles que es una advertencia, que he oído decir que las mujeres (ese gremio en el que me niego a militar) están hartas de pagar tan caro ser su confuso objeto de deseo.

      —¿Para qué, Cata? ¿Qué esperas de ellos?

      —Patiño, diles a estos dos que Catalina M. Botellas anda siempre buscando amor. Díselo.

      (Susurros.)

      —Pero Cata, ¿no ves que son dos floridos olmos?

      —Díselo de todas formas.

      —Catalina, basta. Ellos no entenderían esa frase ni, aunque la dijera un personaje de novela.

      —Pero no puede ser… ¡Ellos son artistas!

      —Esos son los peores.

      —No me resigno.

      —Parece mentira, tú. Las camareras son las únicas que siguen creyéndoles el cuento.

      —¡Las camareras…!

      —He ahí una clave en tu laberinto. Cuando las camareras tomen las cámaras, redimirán al cine español.

      —Pero… ¿entonces? (Un hilo de voz.) ¿Qué queda para nosotras?

      —Llanto y crujir de dientes.

      Dicho esto, Patiño se reajusta el nudo de su corbata, se quita el sombrero y empuja la pesada puerta. El estruendo de dentro sale como agua a la calle.

      —Adelante, perrillos– les dice Patiño a A y B, dedicándoles una reverencia de mosquetero.

      Ustedes como hombres estarán pensando que qué buena bofetada se merece Patiño. Pero A y B la miran embobados. Y es que, como quizás ya ha adivinado el azuzado lector, Patiño es soberbiamente bella. Es alta, con una piel diáfana y tersa recubriendo su cuerpo de ánfora sutil y cualquiera, a pesar de sus ropajes, adivina sus dos pródigas glándulas mamarias. Encima, cuanto más se empeña en vestirse de hombre o de chicuelo, más resaltan sus rasgos de niña puta, esa su boquita sempiternamente roja y entreabierta, como si algo acabara de entrar y salir de ella.

      Un portero negro recibe nuestras cuatro invitaciones y se apresura a terminar de abrir la puerta del recinto. Se han puesto de moda los porteros negros, será que infunden más respeto. Pasan A y B, pasa Patiño y pasa Cata quien, antes de entrar, y por lo que ahí dentro verán, quiere recordarles una vez más que Catalina M. Botellas está siempre, lo que se dice siempre, buscando amor.

      Un amor duro y enhiesto

      Tan enorme que entre en ella

      Y le llegue al corazón.

      Tenerse whisky en una y cigarrillo en otra; caras vemos, novelas suponemos; sopesar y ser sopesado, mirar para medirte, resignarse o persignarse… Insufribles fiestas para hacer contactos si Patiño no estuviera aquí. La veo riendo allá al fondo con un grupo de técnicos de anchurosas espaldas y largas melenas. Qué ricos están. Hombres, hombres, hombres, lo repito y se me anega la boca de saliva. Si yo sintiera por un hombre lo que siento por Patiño, a eso le podría llamar amor verdadero. Pero.

      Estoy pensando atravesar la multitud para ir a decírselo: “Patiño, si sintiera por un hombre lo que siento por ti…”, cuando la veo acercarse, jalando, qué causalidad, a un hombre.

      —Catica, este es Samuel. Siempre he pensado que sería ideal para ti.

      Mi tipo sí es, desde luego. Pelo largo atado en una coleta, ojos verdes, barba de tres días, complexión fuerte, arete en una oreja y nariz grande y por mi regla de tres, prometedora. Miro a Samuel a los ojos y siento un chorro caliente en el corazón, algo parecido al nacimiento del amor. Me encomiendo a mi escote y me lanzo al abordaje. Estoy viva del miedo. Le paso una mano por su resplandeciente melena entre rubia y castaña mientras miro a Patiño, con agradecimiento. Ella se marcha y me deja ahí, en medio campo de batalla, frente al hombre de mi vida.

      Pienso un par de gracias y las digo. Samuel sonríe y se queda a mi lado. Victoria, victoria. Todos los hombres deberían tener un nombre que empezara con ese de sensual. Samuel, tienes nombre de cascada de miel, supongamos que le digo. Aunque antes de que se espante, añadiría: “Y deseo sin más postrarme en oración y hacerle las reverencias a tu dulce cascada. Beberme entera la leche de tu vida”. Pero mientras todo esto sucede allá en la república independiente de la imaginación, Samuel la invita a un whisky y el corazón de Cata se ensancha de pavor. Cuando un hombre te invita a una copa, ya ha cometido su bendito primer traspié.

      En la barra, brebaje en mano, se anima Cata y propone brindar por esta, dice, pasándole a Samuel un dedo lánguido a lo largo de la nariz. Brindan. Beben. Cata nota una sombra triste que se le aparca a Samuel en la cara. Y se emociona. Ese juego erótico es el que mejor se le da: sacarle la risa a un macho en la oscuridad de diseño de un antro nocturno. Adora el proceso que convierte a un hombre melancólico en una bestia rugiente entre sus piernas.

      —¿Qué pasa, tienes una pena de amor? ­–le pregunta Cata, echando leña al juego.

      Samuel niega tímidamente con su coleta rubia, los ojos a media asta, en duelo. Cata se inquieta, con qué le irá a salir este, ojalá no sea –se da un buen trago de whisky– con historias de arte o política. Que no le salga con que él es un alma oscura. O un lobo solitario. Ojalá le diga que está triste porque hoy ha muerto su gato. Pero Samuel dice: “Tengo novia”.

      Tiene novia, camaradas. ¿Ahora qué? ¿Qué, con nuestras hormonas, siempre esclavas de nuestras neuronas? (Esto es lo que peor llevo de ser mujer.) Samuel, sofocado, se abre –Cristo redentor– otro botón de su camisa y súbitamente salta, como si hubiera estado ahí preso, un ejército de pelitos dorados. Cata quisiera recogerlos uno a uno con su lengua. Por eso, aunque se desprecie por ello, entra en el juego pedestre de las amantes mártires y va y le pregunta: “¿Estás muy enamorado?”, dándole pie a que suelte la cantaleta de que no, amor nunca hubo, amor es lo que siento por ti, pero soy un caballero y no sé cómo dejar a mi novia sin herirla… Mentira que una vez aceptada, ya para qué. Pero Cata le preguntó ¿estás muy enamorado? y fue cuando Samuel se puso de verdad trágico, cuando bajó la cabeza para decir: Sí.

      Que dios te bendiga, hija mía,