Catalina Murillo

Tiembla, memoria


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encontrará trabajo, con o sin comillas, y Cata, amor, ojalá sin.

      Dirigen sus pasos rumbo al estreno de la película de Piroulette, esa promesa. Le llamamos Piroulette porque este hombre de treinta y muchos va por la vida vestido como un osito de peluche y chupando una piruleta colorada.

      —Alguien debería acercársele y decirle: “Hijo, ¿por qué te denigras?”

      —No me tientes, Cata, que esta vez no he venido a incendiar Madrid.

      Las amigas van andando por la Gran Vía hasta que la gente, los faros, los fotógrafos. Aunque a medias calcinadas, tenemos invitaciones, así que atravesamos la muchedumbre y por unos segundos nuestros cuatro pies pisan la roja alfombra desgastada. Mientras, las miradas de quienes no pueden pasar y las de los periodistas nos escudriñan intentando adivinar si somos alguien. No somos nadie, ni siquiera en su defecto.

      Previsible y no obstante asombroso: Piroulette ha decidido hacer su entrada con su uniforme de osito y con una piruleta en la boca. Busca dar la impresión de que pasaba por ahí y que al ver gente hubiese entrado; conversa animadamente con un grupo de colegas y parece sorprendido cada vez que alguien le da unos toques en el hombro, cual si todo ocurriera de improviso.

      Patiño quiere ir a saludarlo; a mí eso se me hace difícil a pesar de la cantidad de whisky que ronda mis venas, pero hay que ser congruentes. Piroulette saluda a Patiño con una extraña amabilidad, enviándole señales de que quisiera ocuparse más de ella, pero no puede en ese momento. (Vaya, vaya, el mismo número que el enano megaloide.) Patiño mete más la pata y me presenta. Para Piroulette soy nimia, pero esta noche de gala y garbo ayudo a hacer molote, que es lo que cuenta.

      Silencio. Luces apagadas. La magia hipnótica del cine está a punto de comenzar. Expectación. Unas trescientas personas se disponen a hacer un viaje de hora y cuarenta por la psique de Piroulette.

      Señor, tú que eres todopoderoso, atiende nuestras súplicas; tú que estás sentado a la derecha del padre, ten piedad de los otros: haz que se vaya la luz, o que se reviente la cinta, llama a tu lado al proyeccionista, algo, cualquier cosa, pero recuerda que los mortales no tenemos tu paciencia ni tu misericordia.

      No puede ser, pero es: en los albores del tercer milenio, otra cinta en que Él es un artista o un intelectual, es el alter ego del director, artista atribulado y confundido, pero no fracasado, vive dios, eso jamás. Él está harto e intoxicado de éxito cuando topa con Ella. Y Ella es una camarera. No falla, siempre aparece una camarera en el tercio final de la historia para servirle a Él, para qué están las camareras si no. Y Ella, la camarera, lleva lencería de chanel y va labios pintados y despechugada hasta para pasear al perro en pantalla grande mientras Él, en su angustia vital, no tiene ojos para esas dos tetas pero sí para ese cerebrito vacío de materia gris aunque lleno de sabiduría popular. Entonces Él se muere o casi, pues ni la muerte les sucede de verdad a sus personajes o, mejor dicho, a sus esforzados actores. Tanto trabajo, tanto presupuesto y plan de rodaje para desnudar actrices, que es para lo que al final hacen cine.

      Patiño aprieta dientes, se revuelve en su silla, resopla, chasquea la lengua. Y yo me temo que se repita lo que sucedió aquella vez en el festival de cine de La Habana. Patiño no se pudo contener, se puso de pie a mitad de un cortometraje y empezó a gritar agitando sus brazos hacia la pantalla: “¿Por qué, por qué, por qué?” Después se giró hacia los espectadores: “¡Sois libres e inocentes –les gritaba–, huid, no tenéis por qué meter esto en vuestros cerebros!”. Empezaron a silbarle y algunos hasta le lanzaron bolas de papel. Patiño abandonó la sala, seguida de su amiga faldera Cata. “¡Sé digno!”, aún tuvo tiempo de gritarle a Piroulette. Y Piroulette fue digno: y luego de la que le montó Patiño en La Habana en su primer corto, la ha invitado al estreno madrileño de su primer largo.

      Ahora, amenaza con repetirse la escena, a pesar de que somos menos jóvenes y bellas y eso representa un peligro para nuestras tropas. Patiño se agita en su silla, resopla y chasquea la lengua; Cata Botellas, en su silla condenada, es expulsada de la ficción, por así decirlo, y de repente le sucede con la película como si en una obra de títeres súbitamente se cayeran los cartones y quedaran a la vista los titiriteros, y empieza a verlo todo, al cámara, al sonidista, al de la claqueta, al equipo técnico y artístico, y a Piroulette, ¿sentado?, ¿de pie en una esquina?, preparando la escena, indicándole a esa flaca insulsa cómo vocalizar sus diálogos, cómo seguir sus instrucciones de uso; Piroulette sacándose la piruleta con aire pensativo para decir “acción”, para decir “corten”, para dictaminar “se imprime”. Piroulette con gafas de pasta color esmeralda poniendo en escena su rico mundo interior.

      Patiño y Cata intercambian miradas en la oscuridad. No, no se levantarán de su butaca esta vez. Están atrapadas en su deseo de ser aceptadas por un mundo que desprecian, así que: tranquilitas y asintiendo. Desarrollo y nudo y desenlace y se encienden los aplausos, hasta Piroulette aplaude, tres palmadas corteses en dirección a Su Público.

      A la salida del cine (de donde ha sido retirada la alfombra roja, qué poco duró), Patiño está muy nerviosa.

      —Piroulette me va a pedir mi opinión. Ay, qué le digo. No debo ir a la fiesta del estreno. Vámonos, Cata, tengamos el coraje de huir.

      Ah, no, ahora que me he visto su cinta, me merezco su whisky.

      —Tú tranquila –le digo–. Si te pregunta, dile: es la película que cualquier mujer sueña que le dedique un hombre.

      Mi amiga me mira como debió de mirar Julio a Bruto, en aquella célebre ocasión. Patiño es incorruptible. Ese rasgo suyo es el que más me irrita y por el que más la admiro.

      —¿Tú querías que te explicara cómo se hace contactos? Lección número uno, de los labios de Voltaire: “La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento”.

      —Rayos.

      La tomo del brazo, y mientras la alecciono, nos voy encaminando hacia la fiesta:

      —Bueno, existe otra posibilidad: enséñale a Piroulette todas tus heridas. Humíllate más de lo que él pensó que podría humillarte.

      Y sin que yo pueda hacer nada, veo cómo Cata Botellas desnuda ante los ojos censuradores de Patiño uno de sus más resguardados secretos:

      —Mi táctica es no tener orgullo. Esa es la estrategia de mi dignidad.

      Camino del bar, constatando que el mundo no es como en la película, vamos recuperando la fe. Hombres A y B se nos acercan, nos saludan y echan a andar con nosotras o más exactamente, tras nosotras. A y B son parte de la gran familia del cine español, familia que está pariendo hijos idiotas por culpa de la endogamia. B hizo algunas aportaciones al guion de Piroulette, de las que ahora reniega. A o B le pregunta a ese par de chicas qué les ha parecido la película.

      —¿Qué clase de pregunta es esa? –responde jesuítica Patiño.

      En cambio, Cata, cuyo vicio mayor es hablar y hablar a ver si así capta ella misma lo que quiere decir, comparte con ellos su misteriosa epifanía. Les cuenta cómo, mirando la película, terminó mirando el rodaje, y cómo esta visión arrojó una luz despiadada sobre la banalidad de los Piroulettes del mundo, pues no vayan ustedes a creer que solo hay uno.

      Pero hombres A y B, aunque hicieran la pregunta, tienen nulo interés en la respuesta. Nos siguen, aquí van, detrás de nosotras, como escoltándonos, pero nos miran apenas y cuando hablan de “cosas serias” se miran entre ellos.

      —Nos temen y nos desean, y por esa mezcla maligna, nos desprecian. ¿Qué les ha debido pasar? ¿Por qué son así, amiga?

      —¡Por qué por qué por qué! –se parodia Patiño a sí misma y elude responderme.

      A y B andan por los cuarenta. Son la camada de futuros cineastas. Son o se les presume cultos y sensibles. En sus manos jóvenes pero ya maduras está el futuro del cine español, y así nos va. Tengo ganas de abofetear a hombres A y B para hacerlos reaccionar. Tengo ganas de zarandearlos y decirles: “¡Sean valientes! Nosotras nos estamos atreviendo a ser mujeres. ¡Atrévanse ahora ustedes a ser hombres!”

      Pero