Catalina Murillo

Tiembla, memoria


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o al huerto, o donde se lleve uno a los hombres en estas latitudes.

      Me termino en dos sorbos mi copa, tomo a Samuel por la barbilla y con la mirada mendigo un beso. Un beso de despedida. Es una urgencia poética. Y a punto está de darme mi limosna, cuando se escucha quebrarse una copa y estallar un alboroto.

      Lo siguiente sucedió muy de prisa, como dicen los escritores de best-sellers. Cata ve un disturbio al otro lado de la discoteca y distingue cómo dos gorilas de seguridad se acercan a Patiño, discuten con ella y terminan levantándola por los aires tomándola por los sobaquillos. Preparándose para la lucha, Cata se gira a pedirle otro whisky al camarero. La cosa tarda porque hay mucha gente y cuando se vuelve (aún sin su whisky, este dato será de extrema importancia dentro de poco) ¿Samuel?, ha desaparecido de su lado. Cata se gira y le dice al camarero que se dé prisa. Ha crecido la alharaca en torno a la copa rota y ahora, entre el teatrillo, Cata ve cómo otros dos matones de seguridad a quien se llevan es a su rubio. Por dios, camarero, que tengo que ir a rescatar a los míos.

      Al fin me dan mi whisky y corro hacia mi amiga, que parece no darse cuenta de estar siendo arrastrada hacia la salida y sigue enfrascada en una discusión con alguien. Ese alguien es –lo prometido es deuda– Piroulette; Piroulette que intercede por ella ante los de seguridad, a pesar de que es por haberle lanzado un vaso a la cabeza que la echan del lugar.

      Me abalanzo hacia los matones y pellizco a uno de ellos, o mejor decir que lo intento, pues es como un muñeco de caucho, el desgraciado. Les sigo lanzando amenazas por un pasadizo oscuro hacia fuera, pero aparece un tercer matón y me dice que no puedo abandonar el bar con el vaso de vidrio. Vuelvo pues por el túnel del tiempo hacia el interior y me topo a Piroulette. Nos miramos como lo que somos: dos extraños que se repelen. No sé por qué me repugna tanto, este tipo, pero es cierto que después de su fiasco de film me cae menos mal. La estocada moral habría sido que aquel figurín con chupachups hubiera parido una obra capaz de tañer nuestras empolvadas cuerdas. No estamos preparadas para que nos rompan así nuestros prejuicios.

      Llego a la barra y pido un vaso de plástico, pero tardan una eternidad en dármelo. Cuando me lo dan, me quedan tres sorbos. Mi whisky se va vaciando mientras yo me voy llenando. De un furor festivo. Ya sin whisky, ni vaso, ni beso, ni nada, logro salir a la calle.

      —¿Y Samuel? ¿Dónde está Samuel?

      Ahí fuera únicamente están Patiño y Piroulette; aquella, en el bordillo de la acera, y este, explicándose con los dos matones de la puerta.

      —Lo has perdido, Catalina. Has perdido al hombre de tu vida… por mi culpa –me dice Patiño, pendular.

      —¿Cómo? ¿Dónde está? –crece en mí la desesperación–. Quiero darle un beso. Únicamente uno en esta vida terrestre. No es tanto. ¡Samuel, Samuel! –empiezo a gritar.

      —¡Silencio, coño! –muñeco guardián uno.

      —¡Samuel!

      —¡Shhh!

      —Joder, qué tías –muñeco guardián dos. Su trabajo es velar por la higiene del sueño de los vecinos.

      —¡Samuel!

      —Oye, de verdad, por favor –Piroulette.

      —Se ha ido, Cata. A Segovia.

      —¡No! –Cata espantada–. Has dicho bien: lo he perdido. He perdido a un hombre por un whisky.

      Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más… los primeros versos de Konstantin vienen en mi auxilio. Si yo pudiera escribir semejantes frases, saldría menos de casa, alborotaría menos. Me siento al lado de Patiño en la orilla de la acera. Nunca te tuve y nunca te tendré…

      —¡Samuel! –Patiño solidaria.

      —¡Samuel! –Cata emocionada.

      —¡Samuel, Samuel! –al unísono, es ya un grito de guerra.

      —Joder –rezonga Piroulette y se dispone a volver a la fiesta. Pero el par de muñecones de seguridad le cierran las puertas del reino en las narices. Piroulette intenta explicarles quién es él. El director de la película, resume. Pero, ¡oh, sancta simplicitas!, los dos monigotes echan a reír, creyendo, con razón, que Piroulette les toma por tontos.

      Piroulette, altivo, viene a pedirnos que atestigüemos a su favor. ¡Samuel!, le grito en la cara. Piroulette me mira con más desprecio del que yo jamás sentí por él, y se larga.

      Patiño y Botellas también echan a andar, en dirección contraria. Cuando pasan frente a un cajero automático Botellas ve el cielo abierto, saca un fajo de billetes, detiene un taxi, empuja dentro a su amiga y exclama como siempre soñó:

      —Taxi, ¡a Segovia!

      Y el taxista obedece sin decir ni mu, que es una de las cosas que más me gusta de Europa, que los taxistas están a favor de la trama. Patiño no quiere ir a Segovia, pero no puede hablar, se lo impide un ataque de hipo. De todas formas, puesto que este taxista está dispuesto a tomarme en serio, a los trescientos metros soy yo quien le pide que nos deje en esa esquina, le pago lo que le debo más una propina daliniana y nos bajamos por propia voluntad. Como dos damas.

      Dos damas otra vez por las callejuelas de la madrugada. Tengo ganas de que pase algo. Algo. No sé qué tiene esta endemoniada ciudad. Qué acelerón llevo en el pecho. Ay, dios, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos, dinos cómo. Dinos si algún día. Pero si no ahora, cuándo.

      —Voglio un homme! Voglio un homme! Ayúdame, Patiño, hazme un estribo con las manos, voy a subir a esa farola a gritar en italiano.

      Patiño me hace caso y mientras me encaramo en ella, me pregunta:

      —Oye, Cata, ¿por qué siempre escribes dios con minúscula?

      —Porque en el caso probable de que no exista, sería idólatra que yo…

      No hay tiempo para explicaciones. Un auto se ha detenido frente a nosotras. Dentro van cinco machos en ciernes, cinco veinteañeros no de familia buena sino de buena familia (¡los factores, los factores!), con sus cutis sanos, sus cabellos brillantes, sus dientes ordenados y completos; chicos que nunca han conocido el hambre, ni la guerra, ni el exilio; chicos que no tienen huellas de sufrimiento; no tienen huellas en general, es lo primero que resalta en ellos, lo que reflejan sus ojos jóvenes: su envoltorio aún ajeno a la garra de la muerte. Van escuchando la música que escuchan sus homólogos del mundo entero. Se contorsionan un poco, fuman, el motor ronronea ante el aquí llamado paso de cebra. Uno de ellos, el copiloto, saca su carita de medio hombre medio niño por la ventana y nos suelta: “¿Qué pasa, chochos?”

      Cata quiere zarandearlos e inquirirles: ¿Por qué no nos dicen “hola, guapas, queréis venir con nosotros a ver el amanecer en Cádiz”? Habríamos ido, ¿que no? Nos habríamos sentado en sus regazos, les habríamos contado chistes todo el trayecto y les habríamos enseñado cositas. Yo me habría entregado con gusto a ustedes cinco. Los habría invitado a un hotel con jacuzzi, sin pedirles nada a cambio, salvo un poco de ternura y sus diez tetillas sin mácula.

      Patiño, enfadada como rara vez la he visto, le dice al chico que qué maneras son esas y le da una patada a la puerta del copiloto, que devuelve un sonido de lata hueca.

      Se abren de inmediato todas las puertas del auto. Los cinco salen y dan portazos como en las películas de hombres. Me emociona ese sonido, me predispone: machos, machos, machos. Chas, chas, chas, chas. Cuatro portazos. Cinco hombrecitos. Que nos rodean. El que venía conduciendo se acerca demasiado a Patiño cuando dice: “Volved a tocar el coche y os parto la cara”.

      Al fin. Un clímax para una noche que empieza a hacerse larga. Recuerdo la exaltación que sentí cuando levanté mi bota y le di una soberana patada al auto, y como quien espera un chorro de agua caliente en la cara, cerré los ojos.

      Pero el golpe tampoco llegó. Los machos en ciernes nos insultaron a gritos, pero no nos pusieron ni un dedo encima. Volvieron a sus puestos en el auto, chas, chas, chas, chas y se largaron. Eran buenos chicos, como creo haber dicho. Buenos y jóvenes.