Catalina Murillo

Tiembla, memoria


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dos invitaciones para el estreno, esta misma noche, de la opera prima de Piroulette, un excompañero suyo de la Escuela de la Real Imagen, o Real Escuela de la Imagen, se me dislocan los factores.

      —¡Albricias! No puedo concebir mejor ocasión para que tú y yo salgamos, amiga, a investigar en alma y cuerpo el fenómeno amoroso –digo enfatizando las dos últimas palabras. Sé que le va a fastidiar ese recuerdo y aún así lo invoco. Incongruencias de la amistad.

      —Amatorium phænomena… –suspira ella y la verdad no pensé que se ensombrecería tanto–. Era un buen título –murmura recordando el ensayo audiovisual que se propusiera hacer acerca del amor erótico.

      Patiño leyó durante meses lo que no está escrito, llenó fichas y ficheros, hasta que al final no halló por dónde coger el tema y abandonó carpetas. Son demasiados los proyectos que ha ido dejando por el camino. Son todos. Su perfeccionismo extremo la ha condenado a la inacción.

      —Catalina… –susurra mi nombre con una derrota amarga en la voz–. Durante las once horas de trayecto me pareció que el traqueteo del tren me decía “fracasarás, fracasarás, fracasarás”.

      —Pero Patiñito…

      No me atrevo a decirle que, si el fracaso existe, ella ya ha fracasado, y ese es su gran éxito. Ha llegado en primer lugar a la estación donde nos encontraremos todos.

      Patiño enciende un pitillo y arruga la cara con desagrado.

      —Cata… yo estoy menguando. Hay algo antinatural en mi encierro. No sé si estoy encerrada por intolerante o soy intolerante por estar encerrada. –Me mira invitándome a la reflexión y me pregunta–: ¿Tú qué dirías, con la edad eres más o menos tolerante?

      Me lanza la cuestión para distraerme, adicta de mí a la dialéctica. Le digo que soy más tolerante pero también más exclusiva, contradicción que trato de enmendar a toda costa, improvisando argumentos, por lo que apenas escucho cuando Patiño confiesa:

      —He venido a la Capital del Reino a hacer contactos.

      —¿Qué?

      La miro sorprendida. Me dice titubeante que no sabe muy bien qué es eso de “contactos”, pero que ha estado dándole vueltas en el último año de su retiro y cree adivinar que ese misterioso asunto de los “contactos” es la base de la sociedad. Levanta los ojos y entre pinceladas de humo me mira indefensa.

      —Suena horrible, Patiño, pero tú has venido a Madrid a incorporarte a la ruleta laboral.

      Afirma, contrita. Y espera que yo le explique cómo se hace eso. Qué es eso de hacer contactos o eso otro de “moverse”, cómo entra uno en el mundo, cómo se gana uno un sitio a codazos, qué son todas esas figuras poéticas, me pregunta.

      Cata, esa mísera tuerca de un engranaje que apenas barrunta, qué le puede decir.

      —¿Que cómo entré? Por azar. Por azar de cuna, porque así como unas tienen espigados cuerpos de pasarela, yo tengo ingenio, sagacidad y un malévolo olfato que me hace saber qué quiere escuchar cada cual en qué momento. Y por azar del mercado, créeme, porque mi currículum cayó en manos de uno que encontró gracioso mi nombre, porque convenía contratar a una latinoamericana, porque alguien se construye una leyenda contigo, antes de conocerte. Y te manda llamar. Y según su estado de ánimo decide que encajas, o no, en su fantasía.

      —¿Intentas parecer modesta?

      —Tengo un sueldo suculento, pero eso no quiere decir que yo sea peor que tú.

      —Ja.

      —Una vez que estás dentro, estás tan indefensa o más que cuando estás fuera. Cuando tienes un “trabajo” como el mío sabes que estás ahí como podrían estar cientos de personas. Te pagan mucho pero te sabes innecesario, cómo explicarte esta paradoja: el sueldazo te lo dan para humillarte. Te pagan mucho para que tú misma te extrañes y te desprecies. ¡Y más te vale!, porque el día que te creas merecedora de lo que tienes, el día que pienses que vales lo que te pagan, ese día… ¿Por qué me miras así, si se puede saber?

      —¡A las barricadas! –exclama victoriosa y no por ello menos burlona y vengativa Patiño. Un día le dije que ella había sido comunista hasta lo del Muro y había recobrado ánimos con lo de las Torres, y todavía no me perdona la gracia.

      —Escucha, pequeña mujercita: todos los mediodías, en el comedor de Megaloideas.es, me maravillo frente al plato de lentejas. ¿Cómo va a ser, cómo ha llegado ahí y sobre todo: cómo me lo he ganado? Yo y todos en el comedor de cola y bandeja, ¿qué hemos hecho durante la mañana?

      —Sí, ¿qué hacéis? No consigo entenderlo.

      —Ni tú ni nadie. Producir lenguaje, es en síntesis mi trabajo, escribir sandeces en la arena del ciberespacio o hacer vídeos para atrapar adolescentes de hasta cuarenta años en nuestra red. Vigilamos lo que pasa en la tele para reflejarlo de inmediato en nuestra página, aunque este año acuñamos un par de frases que después adoptaron los medios. Esto se considera un gran logro, de ahí mi ascenso. Nos copiamos unos a otros por miedo a quedarnos “fuera” de un “dentro” que nosotros mismos hemos inventado. Ya nadie sabe quién gana con todo esto, quién tiene la culpa de qué, quién es la víctima, quién el verdugo. Produciendo abstracciones nos ganamos el plato concreto de comida. Yo no sé cómo no revienta el mundo.

      —¡Va a reventar! –me interrumpe Patiño, que por lo menos es de esos que no disimulan su regocijo ante la proximidad del fin de los tiempos. Los que vaticinan el apocalipsis lo hacen jubilosos, por eso nadie les cree.

      —El tiempo, es lo que te compran. Cuando vienes de vuelta a casa, una hora en el subsuelo, lo entiendes clarísimo, que te pagan por no ser tuya, día tras día, mes tras mes, año tras año lo que vendes es tu tiempo. En invierno apenas veo el día a través de los cristales ahumados de la oficina, los hacen así para que los rayos del sol no activen en el “trabajador” las endorfinas y estas no le hagan saltar como un conejo escaleras abajo en pos de la felicidad.

      —Y eso que tú eres trabajadora entre comillas.

      —Un día terminaré metiéndome toda yo entre comillas.

      —Estarás entonces a las puertas de la sabiduría.

      —Querrás decir, de la “sabiduría”. No me cambies el tema. No sólo el mundo no se acaba, como dice el poeta, sino que todo retorna con distinta faz. Tengo sueldo de burguesa y jornada de proletaria, Patiño, pertenezco a una floreciente clase social, el proletariado burgués: esclavillos con anillos.

      Patiño suspira y se hunde en mi sofá. Niega imperceptiblemente con la cabeza y se esfuma poco a poco hacia adentro de sí misma. Al rato coge mi mechero fálico con calculados gestos, se diría que va a encender un cigarrillo, pero les prende fuego a las dos invitaciones al estreno de esa noche.

      —¡Mi alfombra! –aúlla Cata vaciando el resto de la botella de whisky en las llamas. Se escucha “chsss” y en medio de un silencio gélido nos miramos espantadas.

      A Patiño se le humedecen los ojos. Su amargura es antigua. Consigue al fin contagiármela un poco. A los veinte, cada borrachera allá en la Escuela de Cine de Cuba era para celebrar nuestro éxito inminente.

      —Empiezan a ser más las cosas que no hemos hecho que las que aún pensamos que podemos hacer.

      No recuerdo cuál de las dos se atrevió a decir eso. Mirando cada una el presagio de su propia frustración, apuran de prisa el fondo de elixir que queda en sus vasos.

      Llama la calle.

      —¿Vamos?

      —Vamos allá.

      Señoras y señores, caballeros y demás, por el bien de Patiño, por su reinserción social e inserción profesional, a las once menos cuarto de esta noche gélida abandonamos mi astronave uterina para hacer contactos. Cata M. Botellas lleva minifalda, una boina de doscientos euros y un perfume que provoca erecciones, probado con animales. Corazón