Daniel Feierstein

La construcción del enano fascista


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que puede tener pensar la necesidad de conformación de un frente antifascista, como modo de articular los muy distintos y variados espacios de militancia que, teniendo fuertes diferencias en sus caracterizaciones y posicionamientos políticos, podrían confluir en la lucha por impedir este nuevo posible giro de las derechas argentinas.

      La preocupación que inspira este libro es la percepción de que hay quienes comienzan a pensar seriamente en desplegar la posibilidad de una salida fascista contra las consecuencias de una profunda crisis económica, sociopolítica e incluso generacional que pone en jaque las funciones masculinas y femeninas, paternas y maternas, y que solo una detección temprana, la comprensión de sus lógicas (viejas y nuevas) y la creación de un frente antifascista sólido y plural para contenerla podrá conjurar dicho peligro.

      Preguntarse por el riesgo de una avanzada fascista en la Argentina requiere, antes que nada, clarificar de qué se habla cuando se menciona el término “fascismo” y qué sentido tendría utilizarlo hoy.

      Los trabajos sobre el fascismo son innumerables y las perspectivas son de lo más diversas. También los modos actuales de utilización del término. Vale entonces iniciar este libro ingresando en la complejidad de los distintos usos del concepto para tomar una postura clara y explicitar en qué sentido se hablará aquí de fascismo, en qué sentido no, y cuál podría ser la ventaja de recurrir a dicho término para analizar la compleja realidad política contemporánea en nuestra región y, especialmente, en nuestro país.

      Para comenzar a despejar el panorama, es bueno distinguir inicialmente tres usos muy empobrecedores del término que conviene evitar.

      Asimismo, también desde la izquierda política o incluso desde el peronismo se ha utilizado muchas veces el término fascismo como insulto, como adjetivación descalificadora o como remisión a la represión o al autoritarismo. Es así que se incluye en la calificación de “fascistas” los golpes militares de 1955, 1966 o 1976, o a todo movimiento político autoritario, a los “gorilas”, a cualquier conato represivo ante una manifestación de masas, al accionar policial regular contra el crimen o incluso a regímenes conservadores, liberales o neoliberales.

      Una de las mejores críticas a esta banalización —por derecha o por izquierda— del concepto de fascismo puede encontrarse en un trabajo clásico de la izquierda marxista a propósito del surgimiento de dicha experiencia política en la Italia de los años ’20: la crítica de Palmiro Togliatti (contemporáneo de Gramsci y cercano a él) a esta generalización del uso del término en la izquierda. Decía Togliatti:

      La segunda utilización problemática que vale la pena descartar es aquella que hace equivaler el concepto de fascismo con el ambiguo y confuso término de “totalitarismo”. Fascismo sería entonces una modalidad de ejercicio de este totalitarismo, que podría encontrarse tanto en regímenes de derecha como de izquierda y que cubriría desde las experiencias italiana o alemana hasta las de la Unión Soviética bajo Stalin, e incluso la de China con Mao (algunos hasta lo expanden hacia cualquier régimen de partido único, incluyendo el caso cubano y, ahora que se encuentra en el eje de la atención mediática, también la Venezuela de Maduro, aunque no tenga partido único). Pese al interés que poseen algunos de los análisis de Arendt en su clásica obra Los orígenes del totalitarismo (5), el término, en manos de autores como Carl Friedrich, Dwight Macdonald, Arthur Koestler o Zbigniew Brzezinski, entre otros, se transformó en lo que Slavoj Žižek ha llamado, simpáticamente, un “antioxidante ideológico”. (6) El concepto de totalitarismo, y el uso de “fascismo” como su equivalente, cobra su fuerza real (y, por tanto, su trampa conceptual) cuando se entronca en la lógica de la Guerra Fría como modalidad de igualación de nazismo y stalinismo, de autoritarismo de derecha y de izquierda y, por tanto, de rescate y glorificación de la democracia liberal “antitotalitaria” que se opondría a “ambos extremos” de la violencia. (7) Igualación banalizadora que cobra sus diversos sentidos en las “teorías de los dos demonios”. (8)

      Es interesante observar cómo la homologación de nazismo y stalinismo resulta funcional tanto a esta perspectiva liberal (basada en el concepto de “totalitarismo”) como al revisionismo nacionalista de Ernst Nolte. Nolte plantea el nazismo como una “respuesta” al bolchevismo, que habría implementado una “violencia simétrica”, explicada en espejo por la violencia bolchevique, prefigurando las lógicas de “dos demonios” que tanta pregnancia han tenido unos años después para analizar el caso argentino. (9)

      Lo significativo es que este revisionismo no se presenta como tal sino que se ha construido a sí mismo como voz hegemónica con respecto a la evaluación de la experiencia nazi-fascista, y ello ha permitido una formidable operación negacionista de los orígenes y fundamentos del fascismo en su igualación con las experiencias revolucionarias bajo la fórmula de “totalitarismo”.

      El concepto de totalitarismo es el mejor ejemplo de cómo la elaboración de los procesos sociales se salda en su “realización simbólica”, en aquello que los discursos hegemónicos logran que la experiencia pueda significar, para ser apresada de una u otra forma. (10) La tesis del totalitarismo fue un tabique más sólido que los ladrillos del muro de Berlín para impedir que la caída del nazismo permitiera un reflujo de la autodeterminación de los pueblos, homologando al tirano con las formas políticas que permitieron derrotarlo.

      Por último, existe otra fuerte corriente dentro del campo académico que, como contrapartida de la ampliación extrema de las dos miradas previas, busca restringir la utilización del término “fascismo” para la experiencia italiana