que puede tener pensar la necesidad de conformación de un frente antifascista, como modo de articular los muy distintos y variados espacios de militancia que, teniendo fuertes diferencias en sus caracterizaciones y posicionamientos políticos, podrían confluir en la lucha por impedir este nuevo posible giro de las derechas argentinas.
La preocupación que inspira este libro es la percepción de que hay quienes comienzan a pensar seriamente en desplegar la posibilidad de una salida fascista contra las consecuencias de una profunda crisis económica, sociopolítica e incluso generacional que pone en jaque las funciones masculinas y femeninas, paternas y maternas, y que solo una detección temprana, la comprensión de sus lógicas (viejas y nuevas) y la creación de un frente antifascista sólido y plural para contenerla podrá conjurar dicho peligro.
Capítulo 1 Sobre las definiciones de fascismo
Preguntarse por el riesgo de una avanzada fascista en la Argentina requiere, antes que nada, clarificar de qué se habla cuando se menciona el término “fascismo” y qué sentido tendría utilizarlo hoy.
Los trabajos sobre el fascismo son innumerables y las perspectivas son de lo más diversas. También los modos actuales de utilización del término. Vale entonces iniciar este libro ingresando en la complejidad de los distintos usos del concepto para tomar una postura clara y explicitar en qué sentido se hablará aquí de fascismo, en qué sentido no, y cuál podría ser la ventaja de recurrir a dicho término para analizar la compleja realidad política contemporánea en nuestra región y, especialmente, en nuestro país.
Para comenzar a despejar el panorama, es bueno distinguir inicialmente tres usos muy empobrecedores del término que conviene evitar.
El primero es un modo falto de especificidad y simplificador, que califica como “fascista” cualquier rasgo autoritario o cualquier régimen con el que se disiente. Es así que, por ejemplo, Elisa Carrió califica a Cristina Fernández de Kirchner de “fascista de izquierda” (1), apelando a un término (fascismo de izquierda) ya de por sí cuestionable, aunque sin embargo utilizado por algunos autores, como Jürgen Habermas, Seymour Lipset o Irving Louis Horowitz. Aunque el propio término “fascismo de izquierda” es, a mi modo de ver, muy problemático, y no suele ser compartido, estos autores lo utilizan para experiencias políticas en modo alguno comparables a las lógicas del kirchnerismo, con lo cual la descalificación de su uso por parte de figuras políticas como Carrió sería doble. En el mismo tono, en su reciente libro El fascismo argentino (2), Ignacio Montes de Oca ubica en “el peronismo” (así, a secas) la matriz “autoritaria” del “fascismo argentino”, una concepción con mayor pregnancia histórica que las afirmaciones de Carrió y con acompañamientos varios en el plano político e intelectual, pero no con mayores méritos en cuanto al sentido teórico del término “fascismo” y su remisión a conductas de sujetos o a analogías sin mucho fundamento y de impacto más bien mediático, en lugar de intentar dar cuenta de prácticas sociales. Ya un autor clásico europeo como Ernst Mandel había planteado una referencia al caso argentino en sus propios libros, al considerar como “grave error” la concepción del peronismo como fascismo, fundamentalmente porque el fascismo se propuso históricamente destruir la organización sindical de los trabajadores y recortar sus derechos, en tanto que el peronismo logró exactamente lo contrario, algo que resulta absurdo que deba señalarnos un autor alemán a los argentinos cuando resulta tan evidente. (3)
Asimismo, también desde la izquierda política o incluso desde el peronismo se ha utilizado muchas veces el término fascismo como insulto, como adjetivación descalificadora o como remisión a la represión o al autoritarismo. Es así que se incluye en la calificación de “fascistas” los golpes militares de 1955, 1966 o 1976, o a todo movimiento político autoritario, a los “gorilas”, a cualquier conato represivo ante una manifestación de masas, al accionar policial regular contra el crimen o incluso a regímenes conservadores, liberales o neoliberales.
Una de las mejores críticas a esta banalización —por derecha o por izquierda— del concepto de fascismo puede encontrarse en un trabajo clásico de la izquierda marxista a propósito del surgimiento de dicha experiencia política en la Italia de los años ’20: la crítica de Palmiro Togliatti (contemporáneo de Gramsci y cercano a él) a esta generalización del uso del término en la izquierda. Decía Togliatti:
“Ante todo quiero examinar el error de generalización que se comete ordinariamente al hacer uso del término ‘fascismo’. Se ha convertido ya en costumbre el designar con esta palabra toda forma de reacción. Cuando es detenido un compañero, cuando es brutalmente disuelta por la policía una manifestación obrera (...) en toda ocasión, en suma, en que son atacadas o violadas las llamadas libertades democráticas consagradas por las constituciones burguesas, se oye gritar: ‘¡Esto es el fascismo! ¡Estamos en pleno fascismo!’ Es preciso dejar las cosas bien claras: no se trata de una simple cuestión de terminología. Si se considera justo el aplicar la etiqueta de fascismo a toda forma de reacción, conforme. Mas no comprendo qué ventajas ello puede reportarnos, salvo, quizás, en lo que hace referencia a la agitación. Pero la realidad es otra cosa. El fascismo es una forma particular, específica de la reacción; y es necesario comprender perfectamente en qué consiste esa su particularidad.” (4)
La segunda utilización problemática que vale la pena descartar es aquella que hace equivaler el concepto de fascismo con el ambiguo y confuso término de “totalitarismo”. Fascismo sería entonces una modalidad de ejercicio de este totalitarismo, que podría encontrarse tanto en regímenes de derecha como de izquierda y que cubriría desde las experiencias italiana o alemana hasta las de la Unión Soviética bajo Stalin, e incluso la de China con Mao (algunos hasta lo expanden hacia cualquier régimen de partido único, incluyendo el caso cubano y, ahora que se encuentra en el eje de la atención mediática, también la Venezuela de Maduro, aunque no tenga partido único). Pese al interés que poseen algunos de los análisis de Arendt en su clásica obra Los orígenes del totalitarismo (5), el término, en manos de autores como Carl Friedrich, Dwight Macdonald, Arthur Koestler o Zbigniew Brzezinski, entre otros, se transformó en lo que Slavoj Žižek ha llamado, simpáticamente, un “antioxidante ideológico”. (6) El concepto de totalitarismo, y el uso de “fascismo” como su equivalente, cobra su fuerza real (y, por tanto, su trampa conceptual) cuando se entronca en la lógica de la Guerra Fría como modalidad de igualación de nazismo y stalinismo, de autoritarismo de derecha y de izquierda y, por tanto, de rescate y glorificación de la democracia liberal “antitotalitaria” que se opondría a “ambos extremos” de la violencia. (7) Igualación banalizadora que cobra sus diversos sentidos en las “teorías de los dos demonios”. (8)
Es interesante observar cómo la homologación de nazismo y stalinismo resulta funcional tanto a esta perspectiva liberal (basada en el concepto de “totalitarismo”) como al revisionismo nacionalista de Ernst Nolte. Nolte plantea el nazismo como una “respuesta” al bolchevismo, que habría implementado una “violencia simétrica”, explicada en espejo por la violencia bolchevique, prefigurando las lógicas de “dos demonios” que tanta pregnancia han tenido unos años después para analizar el caso argentino. (9)
Lo significativo es que este revisionismo no se presenta como tal sino que se ha construido a sí mismo como voz hegemónica con respecto a la evaluación de la experiencia nazi-fascista, y ello ha permitido una formidable operación negacionista de los orígenes y fundamentos del fascismo en su igualación con las experiencias revolucionarias bajo la fórmula de “totalitarismo”.
El concepto de totalitarismo es el mejor ejemplo de cómo la elaboración de los procesos sociales se salda en su “realización simbólica”, en aquello que los discursos hegemónicos logran que la experiencia pueda significar, para ser apresada de una u otra forma. (10) La tesis del totalitarismo fue un tabique más sólido que los ladrillos del muro de Berlín para impedir que la caída del nazismo permitiera un reflujo de la autodeterminación de los pueblos, homologando al tirano con las formas políticas que permitieron derrotarlo.
Por último, existe otra fuerte corriente dentro del campo académico que, como contrapartida de la ampliación extrema de las dos miradas previas, busca restringir la utilización del término “fascismo” para la experiencia italiana