de la situación, quienes cuentan con el apoyo de la maquinaria militar estatal y también de crecientes ejércitos de mercenarios estructurados como agencias de “seguridad privada”.
Estos modos de estigmatización y hostigamiento suelen ir de la mano, también, con un cuestionamiento a las formas más igualitarias de democracia desde un comunitarismo excluyente y la denuncia de la corrupción de las instituciones como expresión de la decadencia del espíritu nacional. La “tierra y la sangre” tienden a reemplazar en los imaginarios colectivos a los “universos de derechos” conquistados durante el siglo XX. Al concebir las identidades desde esta remisión a sentimientos organizados en torno al origen, la tierra y la nacionalidad, las diferencias económicas producto de la dominación de clase se reconfiguran en diferencias esenciales derivadas de la cultura, del lugar de nacimiento, de la religión o de este conjunto de elementos entreverados. (14)
Una de las cuestiones centrales en esta tercera concepción estructural del fascismo —como práctica social— no pasa tanto por los objetivos declamados explícitamente (esto es, por el carácter de la ideología que moviliza a la población) sino por el sentido de la implementación de estas lógicas sociales y, muy especialmente, por el carácter de las prácticas en juego, vinculadas a modos específicos de utilización de la violencia, y a formas particulares de movilización social y de búsqueda de involucramiento de grandes contingentes de población en las acciones represivas, algo en lo que difiere claramente de las dictaduras autoritarias vividas en nuestro país en 1955, 1966 o 1976, que buscaban más bien la parálisis de la sociedad y desincentivaban cualquier modo de participación colectiva.
La Alemania nazi o la Italia de Mussolini serían así claras expresiones del fascismo entendido en tanto práctica social, a la vez que las dictaduras latinoamericanas bajo la Doctrina de Seguridad Nacional no podrían ser caracterizadas de dicho modo. Ello producto de que el poder de estas últimas se basó en la parálisis social y en la organización de fuerzas de choque de carácter estatal, a lo sumo con apoyo aristocrático o con una limitada incorporación de sectores excluidos como mano de obra de las fuerzas institucionales. Por el contrario, una característica fundamental del fascismo entendido en tanto práctica social se vincula con la búsqueda de un involucramiento activo de los sectores populares, y muy en especial de sectores medios en proceso de pauperización. Este involucramiento activo se estructura en la implementación de prácticas de hostigamiento, persecución, ataque o aislamiento de grandes grupos de población, sean estas más o menos espontáneas (por lo general no lo son) o instigadas por los distintos aparatos de poder, por los partidos afines o por el aparato de propaganda desplegado en el contexto de este desarrollo fascista.
Argentina no experimentó durante sus dos siglos de existencia el fascismo como una práctica social hegemónica, más allá de haber atravesado dos procesos genocidas (uno constituyente, a fines del siglo XIX y dirigido a los pueblos originarios, afrodescendientes y caudillismos excluidos del pacto fundacional; otro reorganizador, a fines del XX, que atravesó toda la estructura nacional) y de haber contado con grupos ideológicos identificados con el fascismo, pero que nunca lograron anclaje real en las fuerzas populares. La pregunta, entonces, es si algo podría ser distinto en este siglo XXI.
Diferencias entre la parálisis social de dictaduras autoritarias y la movilización social del fascismo
Esta cuestión resulta de importancia fundamental para distinguir, en el caso argentino, experiencias políticas previas de lo que podría constituir una verdadera novedad en este siglo XXI. La movilización masiva con un sentido reaccionario no ha sido parte de la historia política argentina, con excepciones muy menores que nunca llegaron a arraigar, como las manifestaciones y acciones clericales antiperonistas de 1954 y 1955. Los movimientos políticos que lograron movilizar a sectores medios o a grandes conjuntos de trabajadores (el radicalismo primero, el peronismo después) constituyeron en su momento iniciativas progresistas que buscaron ampliar el horizonte de derechos, bien que en ambos casos con modalidades más reformistas que revolucionarias. Aun cuando implementaron acciones represivas (ante las rebeliones obreras en la Ciudad de Buenos Aires o en la Patagonia bajo el radicalismo, con la represión a los sindicatos no dispuestos a alinearse con el régimen bajo el primer peronismo, con el surgimiento de agrupaciones nacionalistas peronistas en los años ’60 e incluso con los escuadrones de la muerte creados en el Ministerio de Bienestar Social por López Rega a partir de 1974), lo hicieron desde la estructura del aparato estatal y no se proponían involucrar la movilización de grandes contingentes ni autorizar la dispersión o autonomización del ejercicio del terror.
Es por ello que, entendido en el sentido de práctica social (aunque también vale para su comprensión como ideología), ni los movimientos populares argentinos ni las dictaduras instauradas para combatirlos pueden ser homologadas a las experiencias fascistas europeas. Cabría quizás la excepción, en relación con la comprensión del fascismo como régimen de gobierno, de una tibia deriva corporativa expresada en el inicio del gobierno de Juan Carlos Onganía —a partir del golpe de Estado de 1966— en el que se buscó ubicar a los militares como garantes de un acuerdo entre los grupos empresariales y un importante sector sindical que se proponía construir cierta autonomía de Perón, identificado con la conducción de Augusto Timoteo Vandor. Pero estas lógicas no prosperaron y la dictadura se inclinó nuevamente por una visión liberal, terminó bastante aislada, la movilización opositora fue creciendo —a la vez que algunas de las organizaciones del campo popular se inclinaron por la posibilidad de asumir la lucha armada contra el régimen estatal, en contextos donde las salidas democráticas aparecían definitivamente clausuradas— y, finalmente, Lanusse debió negociar con el propio Perón una salida electoral y el fin de la proscripción del peronismo, en lo que se dio en llamar el Gran Acuerdo Nacional, que terminó conduciendo a las elecciones nacionales de 1973.
Las iniciativas reaccionarias en la Argentina del siglo XX, por lo tanto, pese a haber implementado un genocidio, un sistema de campos de concentración y no haber ahorrado sangre del campo popular, no se caracterizaron por la posibilidad ni la intención de movilizar en su apoyo a grandes contingentes sociales sino que confiaron su ejercicio de la dominación a la paralización generada por el terror o a distintos modos de negociación o cooptación de los movimientos populares.
El macrismo, en este sentido, constituye una novedad: se trata de la primera vez en todo un siglo en la que la expresión política directa de los sectores dominantes puede acceder al gobierno a través de una compulsa electoral no fraudulenta y sin la mediación de un movimiento de masas que no fuera propio (como había ocurrido en el caso del menemismo, que sí contaba con la fuerza del peronismo, pese a haber implementado la política exactamente opuesta a la que históricamente había defendido dicha fuerza política). El ejercicio del gobierno por parte del macrismo durante ya casi cuatro años, con una rápida y brutal distribución regresiva de los ingresos sin la malla de contención de un movimiento popular como la que tuvo el menemismo, y sin la paralización generada por un terror dictatorial, transforma las prácticas sociales fascistas en una de las escasas posibilidades para la regeneración de esta derecha en decadencia, para la búsqueda de un nuevo horizonte de apoyo en un contexto de fuerte malestar social.
Apenas a modo de ejemplo de una posible deriva y desarrollo de la situación, cabe resaltar el protagonismo asumido durante 2018 por la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, y por las temáticas de su cartera (tenencia de armas por parte de ciudadanos comunes, la estructuración de un discurso xenófobo contra los inmigrantes de países limítrofes y la remisión a los mismos como explicación de la inseguridad, la legitimación de una represión letal en casos como los de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel y las campañas contra la familia Maldonado, entre otros) o la elección del peronista Miguel Ángel Pichetto como candidato a la vicepresidencia para las elecciones de 2019, expresando un corrimiento de cierta derecha moderna y liberal hacia posiciones más xenófobas y discriminatorias.
El ministro de economía, Nicolás Dujovne, expresó la complejidad de la situación económica presente con absoluta contundencia, sea por ingenuidad o por cinismo al declarar que “nunca se hizo un ajuste de esta magnitud sin que caiga el Gobierno” (15), reconociendo precisamente la novedad del ajuste macrista en relación con las experiencias históricas previas (llevadas a cabo bajo dictaduras militares o en condiciones que implicaron el final precipitado