conjunto de las ciencias sociales, este tipo de miradas se niegan a cualquier posibilidad de comparación y restringen el conocimiento de los hechos a una mera descripción densa de cada caso histórico, sin poder comprender procesos de mayor nivel de generalidad y elementos comunes presentes en casos diferentes. Estas lógicas “literalistas” terminan derivando en análisis estériles que constituyen un fuerte obstáculo para las posibles utilizaciones del pasado en las disputas políticas del presente, eje fundamental del sentido del propio proceso de conocimiento, que no puede ser apenas una abstracción interesada en especificidades únicas y excluyentes que podrían encontrarse en cada caso. Esto es: que cada caso resulte único en muchas variables no elimina en modo alguno la legitimidad y utilidad del trabajo comparativo para la creación de conceptos que den cuenta de similitudes estructurales entre estos casos históricos específicos. El concepto de fascismo es un ejemplo privilegiado de la utilidad política de este conjunto de reflexiones, siempre que se comprenda lo que implica un procedimiento de abstracción, que en modo alguno significa postular la equivalencia absoluta de aquellas experiencias que se abstraen en el concepto común.
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Es así que, más allá de encontrarse en polos enfrentados, las tres posturas descriptas previamente resultan empobrecedoras en un sentido teórico y político. Si todo régimen autoritario es fascista, si el fascismo iguala la consolidación de los sectores dominantes o su cuestionamiento (como en el caso del concepto de totalitarismo o de la díada “fascismo de derecha-fascismo de izquierda”), o si el caso italiano es tan único que no puede ser comparado con ninguna otra experiencia histórica, el análisis conceptual queda obturado. El desafío entonces radica en definir qué características estructurales darían cuenta de definiciones más útiles de fascismo para distinguir distintos proyectos, analizar sus consecuencias y evaluar, a partir de allí, en qué sentido existe un riesgo fascista en la Argentina contemporánea y en qué sentido dicho riesgo no es tal o no se deja comprender por las experiencias europeas que hemos conocido. Pregunta crucial para el presente y para todo movimiento que se proponga intervenir en la coyuntura política contemporánea.
Tres definiciones estructurales del fascismo
En un sentido más útil y comparativo, y en tanto abstracción que da cuenta de características estructurales de procesos históricos distintos, el término fascismo ha tenido tres tipos de definición:
1) en tanto ideología: la que se caracteriza por el monopolio de la representación por parte de un partido único de masas, la utilización de proyectos mesiánicos, el culto personalista del jefe, la verticalización autoritaria de la sociedad, la exaltación de la comunidad nacional y la estigmatización de quienes no pertenecerían a ella o resultarían en un peligro para su conservación, el desprecio del individualismo liberal articulado con un profundo y violento anticomunismo, la postulación de orígenes míticos de la identidad nacional y su vinculación con objetivos de expansión imperialista, la construcción de un aparato de propaganda centralizado y basado en la restricción o eliminación de los medios opositores, entre otros elementos;
2) en tanto régimen de gobierno: de carácter corporativo y vinculado al cuestionamiento de la democracia representativa liberal desde un modelo de conciliación y articulación de clases a través de las “fuerzas vivas” de la sociedad: empresarios, sindicalistas afines al régimen o creados desde el aparato estatal, estructuras militares o religiosas. Régimen tendiente, a su vez, a un dirigismo estatal de la economía; y
3) en tanto conjunto de prácticas sociales: que dan cuenta de un tipo específico de utilización de la demonización de los grupos minoritarios, de la exacerbación y proyección de los odios de los sectores medios, proletarizados o excluidos y la movilización política activa de los mismos, en tanto estrategia de los sectores concentrados del capital para destruir la organización popular —y muy en particular su expresión sindical— en contextos en los que la democracia liberal no logra resolver las contradicciones o encuentra problemas en la construcción de su hegemonía política.
A su vez, también es importante tomar en cuenta las condiciones de surgimiento de las experiencias fascistas europeas en la primera mitad del siglo XX, a saber: el rol de las crisis interimperialistas y la disputa por el control de los territorios coloniales en África y Asia, el surgimiento de burguesías nacionales en Alemania y en Italia con intenciones de disputar la hegemonía global anglofrancesa, las transformaciones generadas por la Revolución Soviética en toda Europa y la reacción de los sectores dominantes frente al cuestionamiento de los sectores populares en cada uno de los Estados europeos, el reagrupamiento de las derechas alrededor de una alternativa que permitiera reconfigurar el mapa político a partir de la derrota de las asonadas revolucionarias en Alemania, Hungría y España, entre otros numerosos elementos.
Vale la pena detenerse brevemente en cada una de las tres lógicas estructurales (el fascismo como ideología, como régimen de gobierno y como conjunto de prácticas sociales) para describir sus elementos fundamentales y evaluar su vigencia a la luz del contexto político contemporáneo argentino. Esto es, no solo para comprender en qué sentido puede ser pertinente el concepto de fascismo sino también para aclarar en qué sentidos no lo sería. Ello también tiene una profunda utilidad teórico-política.
El fascismo como ideología
Concebir el fascismo en tanto construcción ideológica puede tener su sentido, ya que permite observar prácticas históricas con características diferentes en aquellos puntos que tienen en común, por ejemplo, el fascismo italiano, el nazismo alemán o el falangismo español, o incluso las distintas experiencias de nacionalismos periféricos en Europa del Este, América Latina o Asia. Muchos de los trabajos teóricos sobre el fascismo tienden a priorizar este tipo de mirada estructural, la cual tiene utilidad, sobre todo en el campo de la teoría y la filosofía políticas. El riesgo, en algunos casos, es que se piense la ideología como reificada de las propias prácticas sociales en las que se inscribe y, por tanto, se termine concibiendo el fascismo más como “un modo de pensar” que como un constructo que articula modos de hacer y modos de representarse la realidad. Pero, de todas maneras, no deja de ser relevante analizar el fascismo en función del marco ideológico que estructura, en particular cuando se lo entiende como parte de las propias lógicas de la praxis.
Si tomamos la definición de fascismo presentada en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio (12), por ejemplo, ocho de las trece características necesarias para considerar un régimen como fascista se vinculan con elementos de corte más o menos ideológico, a saber: monopolio de la representación política por parte de un partido único y de masas organizado jerárquicamente, ideología fundada en el culto del jefe, exaltación de la colectividad nacional, desprecio de los valores del individualismo liberal, colaboración entre clases, anticomunismo, objetivos de expansión imperialista y un aparato de propaganda fundado en el control de la información y de los medios de comunicación de masas.
En la mirada que prioriza este componente “ideológico”, el fascismo se caracteriza como un modo por el que los sectores dominantes buscan hegemonizar una visión del mundo en la cual se dan cita una concepción conspirativa, un nacionalismo de corte expansionista que construye como enemigos a las naciones o estados limítrofes y que busca establecer una cohesión interclasista desde la remisión a valores míticos o tradicionales. Ello se suele vincular con algunos elementos que, incluso, podrían remitir a un régimen de gobierno, como la conformación de un partido de masas, el rol de la dominación carismática y la identificación con un líder fuerte, la prohibición de los partidos de oposición y, sin dudas, la crítica a la modernidad (o incluso a la posmodernidad) desde la defensa de los valores de familia, tradición o patria. Uno de los riesgos de una mirada que se base demasiado en la perspectiva ideológica es el de perder de vista la articulación pragmática de estos núcleos ideológicos con las necesidades del capital, articulaciones que se buscará desarrollar con más detalle en el próximo capítulo.
Más allá de la caída de los fascismos en la segunda posguerra, siempre existieron, desde aquel momento, movimientos que podrían ser caracterizados ideológicamente como fascistas en distintos puntos del globo, aunque su fuerza real tendió a ser más bien limitada, ya que no se volvió a dar una articulación con las necesidades de los grupos dominantes. Así ocurrió también