ex repúblicas soviéticas, la transformación de las lógicas migratorias, la tercerización de la violencia vía el narcotráfico y/o el fundamentalismo, el surgimiento de nuevos comunitarismos, han comenzado a generar condiciones muy distintas. La aparición de lo que Enzo Traverso ha llamado “las nuevas derechas” (18) requiere poner en cuestión las viejas certezas.
Atilio Borón, quien se ha destacado entre otras cuestiones por distinguir las dictaduras argentinas —incluso la última, con su faz genocida— de las experiencias fascistas, por motivos equivalentes a los aquí desarrollados, intenta alertar sobre el riesgo de observar estas iniciativas como “fascistas”, proponiendo prescindir de dicho término. (19) Enfrentado con aquellas visiones que comprenden el fascismo desgajado de sus condiciones históricas y como una “tendencia de personalidad” (Borón discute aquí claramente con los trabajos de Theodor Adorno sobre la “personalidad autoritaria” (20)), busca comprender las condiciones históricas de posibilidad de los regímenes fascistas para descartar que exista algo equivalente en el surgimiento de movimientos como el de Jair Bolsonaro en Brasil o Donald Trump en los Estados Unidos. Distingue para ello cuatro condiciones de emergencia del fascismo en su expresión emblemática en el siglo XX: 1) estrategia de resolución burguesa de una crisis de hegemonía, 2) intervencionismo estatal, 3) organización y movilización de masas, en especial de las capas medias, y 4) rabioso nacionalismo.
Compartiendo las preocupaciones y los ejes del análisis de Borón, cuesta sin embargo acordar en este caso con sus conclusiones, a la vista de la realidad política regional. La reemergencia fascista contemporánea podría constituir un modo —por muy distinto que fuere de las experiencias del siglo XX, que de hecho lo es— de reconfigurar una hegemonía que se vuelve compleja para el liberalismo contemporáneo en lo que hace a la posibilidad de sostener apoyos políticos masivos dentro de un régimen representativo y sin apelar al fraude. Reorganización que podría buscar —a diferencia de las dictaduras implementadas bajo la Doctrina de Seguridad Nacional— una movilización de masas, precisamente centrada en las capas medias y como confrontación con la movilización popular que resulta de la destrucción deliberada y sostenida de las condiciones de vida de las grandes mayorías de la población.
Es cierto que esta nueva reconfiguración y resolución de una crisis de hegemonía vendría de la mano de un neoliberalismo feroz y no de un intervencionismo estatal, y en ello radicaría una importante diferencia con las experiencias del siglo XX, pero queda la duda de si dicha diferencia resulta suficiente para eliminar la posibilidad de caracterizar estos regímenes como fascistas o neofascistas, precisamente porque aquello que tienen en común con las experiencias del siglo XX pareciera resultar mucho más importante que sus diferencias, muy en especial en torno a reflexionar sobre los modos necesarios para confrontarlos políticamente. También porque ese “estatismo” del fascismo alemán o italiano no se encontraba en modo alguno escindido de las necesidades y proyectos de los capitales concentrados transnacionales, incluso de los capitales británicos o estadounidenses, que fueron parte central del financiamiento y apoyo de los regímenes fascistas, en casos como la General Motors, Ford, IBM o el conjunto de las empresas petroleras o los grupos financieros.
En este sentido, el supuesto nacionalismo “rabioso” o incluso “antiimperialista” de las experiencias italiana o alemana convivía tan bien con las necesidades del capital trasnacional de principios y mediados del siglo XX como puede hacerlo el nuevo nacionalismo xenófobo argentino o brasileño con las necesidades del capital concentrado trasnacional en este siglo XXI. Esto es, el carácter meramente instrumental del nacionalismo no sería una novedad de las experiencias actuales sino más bien un punto en común entre las experiencias europeas del siglo pasado y sus contrapartes contemporáneas: un nacionalismo exacerbado en lo retórico y en lo ideológico que no necesariamente se condice con las políticas concretas implementadas por las fuerzas que conducen dicho proceso, para quienes el bienestar de su población no fue prioritario en ninguna de las experiencias históricas y siempre quedó sumergido bajo las necesidades y desafíos del gran capital.
El fascismo ha tenido a lo largo de la historia distintas condiciones de emergencia que serán analizadas en el próximo capítulo, precisamente para comprender las similitudes y diferencias entre el contexto del surgimiento de los fascismos europeos y las realidades actuales de nuestra región. Sin embargo, es innegable que algunas de las condiciones de emergencia del fascismo original se dan cita nuevamente en el contexto actual, aunque también lo hicieron en otras circunstancias históricas sin que el fascismo pudiera levantar cabeza: la crisis económica, la inestabilidad de la moneda, el aumento de los niveles objetivos y subjetivos de inseguridad en la vida cotidiana y la afectación de todo ello en amplios sectores medios y medio-bajos, en condiciones de pauperización, proletarización, pérdida de poder adquisitivo, de derechos y de status.
Pero hoy existe un elemento más que no se encontraba presente en situaciones previas de la historia argentina en las que el fascismo no logró emerger: un notorio empobrecimiento del modo en que el progresismo (entendido en sentido amplio) intenta pensar (o más bien no pensar) algunos de los ejes que estructuran la respuesta fascista contemporánea. Creo que valdrá la pena detenerse en tres de estos ejes, como fundamentales para comprender las preocupantes diferencias del contexto actual:
1) la corrupción (y su deriva antipolítica);
2) el aumento y transformación de las formas de la criminalidad y sus efectos en la cotidianeidad de los sectores populares y medios;
3) el rol del narcotráfico en el quiebre de lazos sociales y la especificidad de sus consecuencias en la vida cotidiana de los barrios populares y en la transformación de las fuerzas de seguridad, la vinculación con los intereses geopolíticos y la reconfiguración, a partir de ello, de los modos de circulación del capital y de los intereses de las clases dominantes.
¿Fascismo, neofascismo o “nuevas derechas”?
En qué sentido el fascismo tiene actualidad como categoría de análisis y en qué sentido no la tiene
El gran desafío de esta propuesta, entonces, es reflexionar acerca de cuál sería la utilidad teórica y política de remitir las transformaciones políticas del presente a la noción de fascismo y si, para el caso, catalogarlo como “neofascismo” podría servir para distinguir sus novedades. O si, como sugieren Borón o Traverso, sería más aconsejable prescindir del término fascismo para no homologar las realidades presentes con experiencias demasiado diferentes y meramente denominarlas como “nuevas derechas”.
Para comenzar a despejar elementos, vale aclarar que, si se piensa el fascismo como un régimen corporativo de gobierno, ninguna experiencia actual en la región parece conducir a dicho resultado y, por tanto, no sería apropiada la homologación y más bien convendría dejar el término para dar cuenta de una experiencia del pasado.
Si se busca concebir el fascismo en tanto ideología, encontramos que algunos de sus motivos argumentales están claramente presentes en los movimientos políticos latinoamericanos contemporáneos (exaltación de la colectividad nacional frente a los grupos inmigrantes o minoritarios, propuesta de colaboración entre clases, reemergencia del anticomunismo y el macartismo traducidos también como “antipopulismo”, utilización de un aparato de propaganda fundado en el control de la información y de los medios de comunicación de masas), mientras que otros aparecen como más lejanos o totalmente ausentes (monopolio de la representación política por parte de un partido único y de masas organizado jerárquicamente, ideología fundada en el culto del jefe, objetivos de expansión imperialista, desprecio del individualismo liberal). En este segundo nivel, entonces, podríamos encontrarnos con una nueva forma de fascismo (a la cual quizás sería pertinente bautizar como “neofascismo”), que aprovecha muchas de las construcciones ideológicas del fascismo rearticulándolas en función de las necesidades contemporáneas y prescindiendo de algunos de sus componentes clásicos (muy en especial de la construcción de un partido único y de la concepción expansionista, ligada a fuertes burguesías nacionales que no constituyen hoy un actor significativo por su aún mayor dependencia y subordinación a los capitales concentrados transnacionales y a la hegemonía norteamericana en la región).
Pero, como hemos adelantado, lo que resulta más potente y productivo es observar el fascismo en su tercera